lunes, 3 de enero de 2011

Reseña

Los Hijos Suicidas de Gabriela Mistral
Por Bruno Frigerio

El libro que ahora comienzo a escudriñar viene precedido de una polvareda acaso insólita considerando la cortedad de su tiraje y la insuficiente nombradía de sus protagonistas: poetas y metapoetas aldeanos, del Norte Chico para ser más exactos, de la zona de Elqui si ha de darse una coordenada aún más precisa. En los medios capitalinos han proliferado las especulaciones sobre el autor “real” de este engendro medio crítico medio estético (como se sugiere, no sin un deje de ampulosidad, en el prólogo), y lo cierto es que al cabo de unas pocas semanas ya se han vuelto legión los hechores probables y los hipotéticos guasones ocultos tras el palo blanco de Don Leonidas Lamm.

Mientras Leonardo Sanhueza insistía en atribuir el libro a la pluma cortopunzante pero también traviesa de Germán Marín, Patricia Espinosa sumó argumentos a favor de un nuevo arrebato de belleza convulsa perpetrado por el poeta Cristián Warnken. Y en tanto Alejandro Zambra prodigaba evidencias filológicas que emparentarían el estilo de Lamm con el de Jaime Collyer -“reconocido borgeano del sector”, en palabras del propio Zambra-, Ramón Díaz Eterovic acudía a su experticia criminalística para lanzar una conjetura mucho menos truculenta: Lamm no era otro que el investigador nortino Arturo Volantines, a quien los devotos de la literatura regional debemos gran parte de nuestro conocimiento sobre aquella parte del territorio chileno (después de las pioneras contribuciones de Carlos Soto Ayala y Manuel Concha, claro está).


Aunque mi intención prioritaria, por supuesto, no es agregarme al manido juego de las máscaras y los desenmascaramientos sino más bien profundizar en las figuras paradójicas que se inscriben en el texto mismo, cumpliendo de ese modo con los requisitos de profesionalización lectora ineludibles desde hace unos cincuenta años , valga advertir que el aporte de Don Leonidas a la polémica no debería estimarse menor. El antólogo (Lamm como hablante, por decirlo así) se regodea en el incentivo de la sospecha sobre su identidad y hasta se torna majadero en su deseo de participar de una tradición siempre contradictoria: la de los apócrifos ya explorados por Schwob, Borges, Mario Bellatin, Alfonso Reyes, Bolaño y Max Aub, y que además cuenta con un correlato cinematográfico en el género del falso documental difundido por Woody Allen en Zelig (1983) y por Luis Ospina en Un tigre de papel (2007). La presente recopilación es definida con rapidez como un “ejercicio ficcional” (pág.7), una suerte de antídoto contra la ingenuidad de aquellos que consumen antologías como si se tratase de panoramas coherentes y objetivos, en lugar de asumir su condición de artificios, pastiches, collages, mundos posibles o puestas en escena, que son las variopintas -y un tanto vagas, la verdad sea dicha- definiciones empleadas por Lamm. A esta primera estrategia se añaden otros cuatro recursos que en conjunto producen una verdadera sobredosis de ambigüedad: 1) la vocación autoflagelante de Don Leonidas, quien percibe su labor académica como ridícula, limitada, escasa, absurda e inútil, logrando inclusive que uno recuerde esa frase de Maurois que en fecha reciente ha sido recogida por Amélie Nothomb: “No hables demasiado mal de ti mismo: podrían creerte”; 2) la mise en abyme conformada por suicidas que antologan a suicidas que a su vez escriben sobre suicidas, y todo eso en ocasiones desmentido o reafirmado o difuminado; 3) las erratas que abundan en el libro, generadoras deliberadas o involuntarias de confusión, como la universidad europea donde trabaja Leonidas, que a veces se llama Viadrina y otras Vidriana. 4) la atribución de citas y referencias dudosas, común en la obra de Bolaño y de Aub, y que aquí se expresa en una bibliografía acerca de Gabriela Mistral francamente desopilante: Gabriela Mistral que estás en el canon; Gabriela Mistral Marca Registrada; Gabriela Mistral habla de sexo; Latinoamerican Icon; Mejor la vieja que el guatón: políticas culturales de la dictadura chilena, etc.

En cuanto a los poetas que integran la serie, diré que aun sopesando sus manifiestas diferencias estilísticas, comparten muchísimo más que lo entrevisto por Lamm, a saber: su nacimiento “en un apenas poblado recodo de nuestro país”, su difusa vinculación con la autora de Tala, su existencia marcada por el pinochetismo. En primer lugar, la propensión a la ecolalia los acerca a cierto momento de la escritura rokhiana, al punto en que la antología pudo llamarse también Los hijos apocados de Pablo de Rokha . Enseguida: un extraño efecto de carambola que los lleva a hacer historia local sin pretenderlo, como ocurre con Alfonso Pinto y Pedro Alvarez cuando tematizan, respectivamente, el uso de alucinógenos en las culturas originarias y el de la pasta base en los arrabales de la actualidad. Pero por sobre todo: una tendencia a aceptar la tentación del fracaso (dixit Julio Ramón Ribeyro), o a exasperar su calidad de bartlebys de provincia o de escritores del No (como diría Vila-Matas), que se entrecruza con una percepción del oficio poético a la cual sí podríamos designar, sin duda alguna, como “suicida”. Cada uno a su manera, en este texto todos quieren autoeliminarse, pero rara vez lo consiguen; todos quieren callarse, pero continúan hablando; todos quieren caer, pero se vuelven a elevar. Tal afección maniaco-depresiva, por lo demás, no resulta anómala dentro de una literatura generosa en levitaciones y caídas, y en donde los ciclos de exaltación y abatimiento pueden diagnosticarse, sólo por dar algunos ejemplos, en las peripecias de alsinos, altazores y sea-harriers. Los jóvenes poetas del Elqui despliegan un juego de equivalencias en el que la literatura, el silencio y el horror terminan siendo la misma cosa, no una mera temporada sino la vida entera en el infierno. Desertores de la belleza, de la poesía y de la antipoesía, tanto Godoy como Alvarez, tanto Pinto como Navarro parecen entrampados en un paisaje demoníaco, con “ángeles comiendo de la basura” (Godoy), con “visiones de íncubos” (Navarro), con chamanes colgando “de la comba del cielo” (Alvarez) y cuerpos tirados al mar en bolsas con piedras (Pinto). Estas imágenes compartidas no obstan, ya está dicho, la manifestación de una notable variedad de registros, y en ese sentido hay que ponderar el trabajo de Pedro Alvarez sobre los aborígenes del norte, cuyo lenguaje se antoja tan huidizo como el de la lírica, y cuya identidad colectiva se revela tan apócrifa como la individual de escritores e investigadores.

Finalmente, cabe preguntarnos de nuevo: ¿quién es Leonidas Lamm? ¿Es sólo un estudioso de lo que -parafraseando al filósofo estadounidense Axl Rose- llamaríamos nuestro “apetito de (auto)destrucción”? ¿Un refrito provinciano de Jusep Torres Campalans matizado con fantasías dignas del Chico Molina? Sin querer cerrar el debate, quisiera apuntar un último rasgo, hasta ahora desatendido por la crítica metropolitana: Lamm, que antes de volarse la tapa de los sesos fue por años profesor en Frankfurt, opera a las claras como un recalcitrante frankfurtiano, heredero de Adorno y Horkheimer, pero en especial de Dieter Hamann, de quien toma el odio parido por la cultura de masas y sobre todo por la imagen deformada que Gabriela ha ido adquiriendo merced a su manipulación industrial. ¿Habría que relacionar tal característica con la prosa de Germán Marín? ¿O encontrar en ella la huella que delata el pensamiento a menudo elitista de Cristián Warnken? ¿Se tratará en realidad de Jaime Collyer? ¿O del coterráneo Arturo Volantines? Que el lector saque sus propias conclusiones. Yo, personalmente, me la juego por Marín.

 Talca, noviembre de 2010.

4 comentarios:

  1. Hola,
    Tengo una novela corta inédita que encajaría muy bien en su estilo...de hecho, hace días buscaba algo como ustedes...
    aquiles cuervo
    xulsinsolar@yahoo.com.ar

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  2. Editores. ¿Están recibiendo manuscritos?

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    1. Hola, tratamos de leer lo que llega, aunque no somos demasiados veloces. Si quieres, puedes comunicarte al correo de la editorial. Saludos.

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