martes, 19 de abril de 2011

La Derrota del Paisaje, de Antonio Rioseco.


Pequeño fulgor, apuntes sobre la poética de Antonio Rioseco
Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2009.
 Por Bernardo González Koppmann

Antonio Rioseco (Los Ángeles, 1980), nos sorprende gratamente con su primer poemario, “La derrota del paisaje”, publicado por Ediciones Inubicalistas de Valparaíso en el año 2009.

Al leer y releer este breve pero intenso libro compuesto por 27 textos, me queda una extraña sensación que quisiera objetivar en este comentario. Obviamente, Antonio Rioseco es un poeta de aquellos difíciles de clasificar en generación alguna, puesto que
no responde a los cánones de los autores en boga que hoy frisan los 30 años de edad en Chile. Este autor nos propone un proyecto poético distinto, original, raro de encontrar en la selva lírica metropolitana tan dada a lo academicista o a experimentalismos que desvirtúan el poema, tal como lo entendemos y lo entienden todas las tradiciones literaria contemporáneas; es decir una obra de arte autónoma que despliega las claves para recrear un contexto o una situación o un matiz parangonado, asimilado, transmutado en el texto. Rioseco sustenta su arte poética en un temple sereno, “en calma”, parsimonioso, desde donde contempla el acontecer cotidiano sin hacer ostentación de una grandilocuencia o un culteranismo que no tiene y que no necesita para plasmar textos de una limpieza y pulcritud dignas de un creador sagaz y experimentado. Creo que esa templanza que se desprende de sus asombrados hallazgos retoma lo mejor de la poesía chilena reciente.

Los poemas de Rioseco son breves, contenidos y contreñidos a un formato de tono menor (versos de escaso silabeo), pero que adquieren potencia por la carga semántica que contienen -como la minimalista poesía china, o los epigramas latinos, o los espontáneos haikús japoneses-, pero utilizando el lenguaje de la tribu, no recurriendo jamás a ese hermetismo que se oculta en lo formal, en la cáscara, reflejando una mayúscula incapacidad de decir, de comunicar su visión íntima, su hallazgo arrobado, su asombro humilde, casi emocionado. Reitero, nuestro poeta usa las palabras al filo de la navaja; dice lo que tiene que decir de un corte, sin recurrir ni de asomo a la pedantería de un prosaísmo ajeno a toda escritura que pretenda construir imágenes poéticas que nos rescaten de la hosca realidad. Equilibrio, ponderación, profundidad y sencillez; sin duda, las mejores cualidades de la poesía de siempre.

Sus obsesiones son, según nos percatamos con cierto regocijo por la afinidad que encuentro con los motivos de mis afectos, lo cotidiano maravilloso que se mece entre un Carver convaleciente y un Moltedo contemplativo mirando el límite azul de la lejanía. Seguramente esta escritura acrisola múltiples lecturas de poetas chilenos y universales, pero hago mención a dichas dos referencias porque se me antojan sustanciales en esta escritura.

Nuestro autor, y aquí creo entrar a una apreciación muy personal, se cuestiona existencialmente la derrota que lo ha acompañado desde su más tierna infancia hasta su edad adulta. Transita desde los frágiles años escolares (“Primer acto”, “Mi madre”), pasando pesarosamente por el trauma de los amigos muertos o ausentes (“Cosas que suceden en el barrio”,“Nueva York, 1980, “Lejos del Sena”, “1999”, “¿En qué pensabas mientras veías pasar los trolebuses?”, “Mi padre”), para recabar a un cierto equilibrio o introspección que lo lleva a asumir una realidad que lo circunda, lo persigue, lo abruma con un karma que ya se hacía desagradable pero que, sin embargo, no consigue jamás determinar su personalidad lírica definitivamente íntima, entrañable y fraternal,  (“La derrota del paisaje”, “No añoro el paisaje agreste”). Vale decir, la derrota en cuestión se torna en reflexión, en cavilación introspectiva, que lo lleva a una nueva realidad trastocada por la poesía. En suma, una derrota moral, como diría uno que otro locutor deportivo, que se transforma en serenidad, templanza, reconciliación con nuestros ángeles y demonios. Sinceramente, pienso que hay derrotas que nos hacen ver la vida de otra manera, nos hacen madurar, atisbar entre las sombras la hermosura de ser. Este es, ciertamente, uno de esos casos.

Para un huaso surrealista, y para más remate maulino como yo, resulta extraño, sin embargo, que un poeta joven, talentoso y bien dotado escriba tan a caballo del oficio estos versos, creo, magistrales para una ya urgente y necesaria polémica que se ha venido postergando por desidia o cobardía: “y tras los comerciales/ la ruralidad descansa/ en el panteón de los mitos” (“Un poco más al sur”) o “Estoy convencido que la ciudad/ me genera la amargura necesaria/ como para además estar pensando/ en recorrer a caballo/ las tierras que mi abuelo/ les robó a los mapuches”. (“No añoro el paisaje agreste”). Versos para polemizar, dije, porque el hablante asume una velada crítica al criollismo decadente que no ha sabido penetrar en la sabia y fecunda veta popular, que hace de la ensoñación de los elementos, de la fenomenología que nos propone Gastón Barchelard, un vuelo de la imaginación poética insuperable. Antonio Rioseco desenmascara a los que usan y abusan de la temática facilista del paisaje de calendario o de tarjeta postal amanerada y chovinista, para inducirnos a una búsqueda más antropológica sobre las razones últimas de la propiedad privada y sus consecuencias históricas. Pero, a su vez, y he aquí su mayor mérito, arremete contra la amarga vida en la urbe postmoderna, caldo de cultivo de muchas poéticas huérfanas que paulatinamente han venido perdiendo todo contacto con mitos, leyendas, magia y costumbres ancestrales reveladoras de un arquetipo reconstituyente de lo más genuino del ser humano; dicha pérdida se materializa en una vida citadina, en una cultura urbana decadente donde vegetan y sobreviven enormes masas amorfas, ayunas de todo afán ético y estético, compelidas a jornadas estresantes, cuando las hay, sin mayores horizontes que la farándula del pan y circo que propagan a los cuatro vientos la políticas culturales postdictadura. Texto revelador de una postura honesta y desmitificadora. Podríamos extendernos latamente en el análisis de este poema, pero no es el propósito de este simple comentario, con el cual sólo pretendo explicar el gozo estético que me ha proporcionado esta lectura, y obviamente compartirlo con  ustedes.

Por último, una mención a otros textos que se intercalan en este peregrinaje del poeta por el dolor y que vienen a dar cuenta de un temple de ánimo más esperanzador, acaso vislumbrando un devenir más auspicioso para sus tormentos al fin decantados. A modo de ejemplo, imposible no mencionar “1976”. Para los que vimos en vivo y en directo las piruetas de Nadia Comanecci, no tenemos ninguna vergüenza en decir que nos enamoramos perdidamente de esa adolescente rumana que aún gira y gira en el aire de nuestra memoria emotiva. Notable también “Con alegría”, esos atardeceres jugando a las damas junto a un viejo parroquiano por el solo placer de compartir un poco de la escasa humanidad que hemos extraviado en los ajetreos del diario sobrevivir.

Bueno, mucho más podíamos charlar sobre este libro. Antes de despedirme, un cogollo para los editores de Ediciones Inubicalistas. Hacía falta en Chile publicaciones que, tanto por su acabada manufactura artesanal como por su contenido, dieran cuenta de propuestas y proyectos poéticos desconocidos para el lector adicto a esa poesía que se escribe rigurosa y cabalmente a contracorriente. Enhorabuena.

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