Apuntes sobre Santa
Victoria, de Ricardo Herrera Alarcón
Por Pablo Ayenao Lagos
Comenzaré con un poco de historia.
Quizás es necesario enfrentar los textos desde el afecto y la biografía.
Conozco muy bien Santa Victoria. Este
poemario lo vislumbro desde su concepción; o desde la concepción de su
circulación, mejor dicho. Con mi amigo Felipe Caro publicamos, por el año 2015,
un anticipo de este libro, una plaquette, bajo el sello Venérea Violenta Ediciones,
del cual éramos orgullosos e inexpertos editores. Recuerdo nítidamente el día
que llevamos unas pruebas de impresión a la casa de Ricardo para que él eligiera
la que más le gustara. Evoco ahora, sentado frente al computador, esa bella
presentación que realizamos en un café temuquense, al aire libre, en pleno
otoño, cuando Ricardo declamó unos versos en registro onomatopéyico y con Pipe
nos miramos divertidos, pues no pensamos que aquello ocurriría.
Sin embargo, y bajo el influjo de las
primeras lecturas, se puede decir que el poemario Santa Victoria, que hoy nos reúne, es diferente a aquella plaquette.
Podemos señalar que es un poemario nuevo y eso sería correcto. No obstante, y
ahora hablo bajo el influjo de innumerables lecturas, estimo que esto no es tan
así. Existen raíces, derroteros, soledades, huellas, perfiles que resplandecen,
insistentemente, en este nuevo libro y que ya percibíamos en la plaquette. Signos
que refulgen bajo un manto de contradictoria melancolía.
Dejaré de elucubrar y me sumergiré en
lo importante.
Santa Victoria (Ediciones Inubicalistas, 2017) es el quinto poemario de
Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Este libro se encuentra dividido en dos
secciones: Dripping y Llolletúe,
situación irregular. Y con sólo leer estos títulos advertimos algunas
constantes que se repiten en la poesía de Herrera: el influjo certero de lo
pictórico y la influencia del imprescindible poeta Enrique Lihn. Asimismo, al
analizar el poemario en forma global encontramos, también, otros ejes que se
reiteran en el trabajo de Ricardo: un sustrato lárico, cierto aire surrealista,
el humor apesadumbrado, la conexión entre vida y literatura, una desesperanza
política, etc. Igualmente, advierto un punto que me parece trascendental en la
poética de Herrera: el hablante como sagaz espectador y como paciente, a veces
un tanto rabioso, de su entorno.
Por eso quisiera detenerme en este
hablante. Herrera configura un sujeto lúcido en su análisis y taciturno en su
actuar. El hablante es un cuatrero, un conejo de la suerte, un paciente del
manicomio: “Estoy cansado de observar la
lluvia tras los ventanales / me agota salir bajo el granizo y desnudo caminar
hacia la iglesia, entrar y / sentarme en la oscuridad / sin ningún atisbo de fe
quedarme allí sonriendo en silencio, bebiendo / aguardiente mientras arde el
brasero”. Es imposible soslayar la actitud contemplativa de este sujeto:
observador del hábitat, cronista en su diagnóstico del panorama político y
literario, convaleciente frente al orden social: “Solo me queda abandonar el bosque – sin hacer sacrificios / esperar que
regrese el sabueso mecánico con las ovejas perdidas”. No sé si afirmar que
este hablante es también dolorido o sufriente, o moderar justamente aquellos
adjetivos, pero sin duda estamos frente a una subjetividad que se conmueve con la
realidad y que en ese estremecimiento deja parte de su aire. De igual modo, el
humor que despliega es una tristeza encubierta, originada en aquella vieja promesa
que afirma que existe un lugar para nosotros, para todos nosotros: “No entienden que debo caminar horas, cruzar
montes y ríos para llegar / al hospital y que me inyecten / contra esta fiebre
de los grillos y cigarras que cantan como si alguien fuera / a escucharlas”.
Santa Victoria es también un lugar, y su referencia la encontramos
claramente delimitada: Llolletúe, Galvarino, a 28 kilómetros al norponiente de
Temuco. ¿Qué nos dice esto? Según mi óptica, estamos frente a una alegoría de
la derrota, las miserias del hambre y la conquista de un hábitat. Es decir,
estamos frente al fracaso de un momento que se nos fue y cuyo recuerdo,
malamente, se nos olvidó en el transcurso de la tarde: “La vanguardia en Llolletúe: un cuchillo en la yugular de una yegua:
carne / carne cruda de cerdo, lluvia; carne de caballo con sangre, barro; carne
al corte / de puma, granizo”. O dicho de modo figurativo: Santa Victoria es
más que un territorio signado, robado, diezmado y empobrecido. Santa Victoria es
también un antiguo siquiátrico, son las cerezas rojas que colman el plato que
ofrece la hermana T, es aquella vanguardia camuflada en campos sembrados de
pino y eucaliptus, son las paredes blancas y asépticas en medio del terruño, es
la virgen del despojo rodeada de restos de botellas. Sí: eso es Santa Victoria.
El destierro y la búsqueda de algo. Un algo que debemos encontrar, y cuando
aquello ocurra, sabremos distinguir su semblanza.
Otro punto a considerar es la dimensión
política que despliega Santa Victoria.
Creo que esta esfera es de las más fuertes y expresivas que se encuentran en la
trayectoria de Herrera. Siempre recuerdo un poema de su primer libro, Delirium Tremens, que por su belleza,
releo a menudo: “Rugama murió para que
los pobres / pudieran leer y comer y dar / y no existiera un puñado de ricos / que se lo llevan todo / y los pobres
pudieran ir al cine / y perder el tiempo toda la tarde”. Es que la premisa
de estos versos, como agua que circula siempre por los mismos cauces, se
reitera en Santa Victoria;
específicamente en un poema que me parece medular de este libro, me refiero a Nosotros, texto en donde se mencionan conflictos de índole política, que atañen
tanto a Santa Victoria como lugar (Estado mapuche versus Estado usurpador chileno),
y la función digamos social (por
añejo que me parezca este epíteto no sé cómo reemplazarlo) de la literatura: “Pero en
este momento sentimos y pensamos que nuestra trinchera está a / este lado del
espejo / esta pelea a machetazos con la esgrima. Estamos / afinando las cuerdas
de algunos textos para hacerlos, en lo posible, bellos, en su / monstruosa
sencillez”. Sí, según Herrera la literatura siempre gana la partida y desde
aquí, desde la hoja en blanco que debemos saturar y desde la hoja negra que
debemos borrar, libramos nuestras pequeñas y urgentes batallas.
Por último debo detenerme en un
personaje que aparece y se reitera en Santa
Victoria, la hermana T. aquella religiosa que hace la vida imposible al
hablante: “La hermana T era una mapuche
fascista / que gritaba todo el día a los enfermos que paseaban por los jardines
que / rodeaban la construcción” . La temática relativa al pueblo mapuche
tratada por escritores no mapuches es relevante, diversa y compleja, tanto en
narrativa como en lírica. Poetas como Clemente Riedemann, Gloria Dünkler o
Antonio Silva, por citar algunos, han tratado dicha temática desde diversos
registros (usurpación, despojo, exterminio, hibridez, contrastes entre
culturas, asentamientos, el forastero, los desheredados, etc). La hermana T.,
evangélica fascista y gruñona, se emparenta con José Melenao (Rachel), aquel
travesti mapuche que aparece en el poemario Matria
del poeta Antonio Silva. Son imaginarios y personajes que van a contracorriente
con todo. Y justamente allí radica la importancia de la hermana T, porque
cristaliza zonas poco escritas, zonas incómodas, zonas poco iluminadas, zonas
inexploradas.
Finalmente quisiera citar el texto Ruego, porque los últimos versos de este
poema son una sentencia hermosa y definitiva: “Aunque la ola de los días me lleve al desprecio por la palabra vuelvo a
los / campos / para dejar escrito en las hojas y la corteza de algunos árboles
/ mensajes que amantes y pájaros leerán / antes de cantar o desnudarse”. A
partir de estas palabras vislumbramos la poesía como un manto poroso, que se
incorpora a cada persona en momentos cotidianos pero, a la vez, provistos de
trascendencia, en donde la emoción y el afecto fulguran entre cada palabra, entre
cada vida.
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