miércoles, 2 de agosto de 2017

Nuestra trinchera está a este lado del espejo

Apuntes sobre Santa Victoria, de Ricardo Herrera Alarcón
Por Pablo Ayenao Lagos


Comenzaré con un poco de historia. Quizás es necesario enfrentar los textos desde el afecto y la biografía. Conozco muy bien Santa Victoria. Este poemario lo vislumbro desde su concepción; o desde la concepción de su circulación, mejor dicho. Con mi amigo Felipe Caro publicamos, por el año 2015, un anticipo de este libro, una plaquette, bajo el sello Venérea Violenta Ediciones, del cual éramos orgullosos e inexpertos editores. Recuerdo nítidamente el día que llevamos unas pruebas de impresión a la casa de Ricardo para que él eligiera la que más le gustara. Evoco ahora, sentado frente al computador, esa bella presentación que realizamos en un café temuquense, al aire libre, en pleno otoño, cuando Ricardo declamó unos versos en registro onomatopéyico y con Pipe nos miramos divertidos, pues no pensamos que aquello ocurriría.
Sin embargo, y bajo el influjo de las primeras lecturas, se puede decir que el poemario Santa Victoria, que hoy nos reúne, es diferente a aquella plaquette. Podemos señalar que es un poemario nuevo y eso sería correcto. No obstante, y ahora hablo bajo el influjo de innumerables lecturas, estimo que esto no es tan así. Existen raíces, derroteros, soledades, huellas, perfiles que resplandecen, insistentemente, en este nuevo libro y que ya percibíamos en la plaquette. Signos que refulgen bajo un manto de contradictoria melancolía.
Dejaré de elucubrar y me sumergiré en lo importante.
Santa Victoria (Ediciones Inubicalistas, 2017) es el quinto poemario de Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Este libro se encuentra dividido en dos secciones: Dripping y Llolletúe, situación irregular. Y con sólo leer estos títulos advertimos algunas constantes que se repiten en la poesía de Herrera: el influjo certero de lo pictórico y la influencia del imprescindible poeta Enrique Lihn. Asimismo, al analizar el poemario en forma global encontramos, también, otros ejes que se reiteran en el trabajo de Ricardo: un sustrato lárico, cierto aire surrealista, el humor apesadumbrado, la conexión entre vida y literatura, una desesperanza política, etc. Igualmente, advierto un punto que me parece trascendental en la poética de Herrera: el hablante como sagaz espectador y como paciente, a veces un tanto rabioso, de su entorno.
Por eso quisiera detenerme en este hablante. Herrera configura un sujeto lúcido en su análisis y taciturno en su actuar. El hablante es un cuatrero, un conejo de la suerte, un paciente del manicomio: “Estoy cansado de observar la lluvia tras los ventanales / me agota salir bajo el granizo y desnudo caminar hacia la iglesia, entrar y / sentarme en la oscuridad / sin ningún atisbo de fe quedarme allí sonriendo en silencio, bebiendo / aguardiente mientras arde el brasero”. Es imposible soslayar la actitud contemplativa de este sujeto: observador del hábitat, cronista en su diagnóstico del panorama político y literario, convaleciente frente al orden social: “Solo me queda abandonar el bosque – sin hacer sacrificios / esperar que regrese el sabueso mecánico con las ovejas perdidas”. No sé si afirmar que este hablante es también dolorido o sufriente, o moderar justamente aquellos adjetivos, pero sin duda estamos frente a una subjetividad que se conmueve con la realidad y que en ese estremecimiento deja parte de su aire. De igual modo, el humor que despliega es una tristeza encubierta, originada en aquella vieja promesa que afirma que existe un lugar para nosotros, para todos nosotros: “No entienden que debo caminar horas, cruzar montes y ríos para llegar / al hospital y que me inyecten / contra esta fiebre de los grillos y cigarras que cantan como si alguien fuera / a escucharlas”.
Santa Victoria es también un lugar, y su referencia la encontramos claramente delimitada: Llolletúe, Galvarino, a 28 kilómetros al norponiente de Temuco. ¿Qué nos dice esto? Según mi óptica, estamos frente a una alegoría de la derrota, las miserias del hambre y la conquista de un hábitat. Es decir, estamos frente al fracaso de un momento que se nos fue y cuyo recuerdo, malamente, se nos olvidó en el transcurso de la tarde: “La vanguardia en Llolletúe: un cuchillo en la yugular de una yegua: carne / carne cruda de cerdo, lluvia; carne de caballo con sangre, barro; carne al corte / de puma, granizo”. O dicho de modo figurativo: Santa Victoria es más que un territorio signado, robado, diezmado y empobrecido. Santa Victoria es también un antiguo siquiátrico, son las cerezas rojas que colman el plato que ofrece la hermana T, es aquella vanguardia camuflada en campos sembrados de pino y eucaliptus, son las paredes blancas y asépticas en medio del terruño, es la virgen del despojo rodeada de restos de botellas. Sí: eso es Santa Victoria. El destierro y la búsqueda de algo. Un algo que debemos encontrar, y cuando aquello ocurra, sabremos distinguir su semblanza.
Otro punto a considerar es la dimensión política que despliega Santa Victoria. Creo que esta esfera es de las más fuertes y expresivas que se encuentran en la trayectoria de Herrera. Siempre recuerdo un poema de su primer libro, Delirium Tremens, que por su belleza, releo a menudo: “Rugama murió para que los pobres / pudieran leer y comer y dar / y no existiera un puñado de ricos / que se lo llevan todo / y los pobres pudieran ir al cine / y perder el tiempo toda la tarde”. Es que la premisa de estos versos, como agua que circula siempre por los mismos cauces, se reitera en Santa Victoria; específicamente en un poema que me parece medular de este libro, me refiero a Nosotros, texto en donde se mencionan conflictos de índole política, que atañen tanto a Santa Victoria como lugar (Estado mapuche versus Estado usurpador chileno), y la función digamos social (por añejo que me parezca este epíteto no sé cómo reemplazarlo) de la literatura: “Pero en este momento sentimos y pensamos que nuestra trinchera está a / este lado del espejo / esta pelea a machetazos con la esgrima. Estamos / afinando las cuerdas de algunos textos para hacerlos, en lo posible, bellos, en su / monstruosa sencillez”. Sí, según Herrera la literatura siempre gana la partida y desde aquí, desde la hoja en blanco que debemos saturar y desde la hoja negra que debemos borrar, libramos nuestras pequeñas y urgentes batallas.
Por último debo detenerme en un personaje que aparece y se reitera en Santa Victoria, la hermana T. aquella religiosa que hace la vida imposible al hablante: “La hermana T era una mapuche fascista / que gritaba todo el día a los enfermos que paseaban por los jardines que / rodeaban la construcción” . La temática relativa al pueblo mapuche tratada por escritores no mapuches es relevante, diversa y compleja, tanto en narrativa como en lírica. Poetas como Clemente Riedemann, Gloria Dünkler o Antonio Silva, por citar algunos, han tratado dicha temática desde diversos registros (usurpación, despojo, exterminio, hibridez, contrastes entre culturas, asentamientos, el forastero, los desheredados, etc). La hermana T., evangélica fascista y gruñona, se emparenta con José Melenao (Rachel), aquel travesti mapuche que aparece en el poemario Matria del poeta Antonio Silva. Son imaginarios y personajes que van a contracorriente con todo. Y justamente allí radica la importancia de la hermana T, porque cristaliza zonas poco escritas, zonas incómodas, zonas poco iluminadas, zonas inexploradas.

Finalmente quisiera citar el texto Ruego, porque los últimos versos de este poema son una sentencia hermosa y definitiva: “Aunque la ola de los días me lleve al desprecio por la palabra vuelvo a los / campos / para dejar escrito en las hojas y la corteza de algunos árboles / mensajes que amantes y pájaros leerán / antes de cantar o desnudarse”. A partir de estas palabras vislumbramos la poesía como un manto poroso, que se incorpora a cada persona en momentos cotidianos pero, a la vez, provistos de trascendencia, en donde la emoción y el afecto fulguran entre cada palabra, entre cada vida.


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