miércoles, 24 de octubre de 2018

BUCOLÍA DE GUARENES

SOBRE MIGRATORIO DE FELIPE MONCADA

Jonnathan Opazo


Me gusta citar este poema como si se tratara de una sustancia dulce y amarga. Como un tic que deviene mantra y explica una idea fija. Una idea, en este caso, que hace estallar una presunta dicotomía: la ciudad como espacio fijo en contraposición al viaje constante. Reza la maldición de Cavafis: «No hallarás otra tierra ni otro mar. / La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas calles. / Y en los mismos suburbios llegará tu vejez». El hablante de La Ciudad, probablemente uno de los grandes poemas que nos dejó el alejandrino, nos dice sin remilgos: no hay manera de escapar. No hay despojo posible. «La vida que aquí perdiste»—prosigue, como si de una gitana maldiciente y fastidiosa se tratase—, «la has destruido en toda la tierra».

Y toda la tierra es el reino de los despojados.
En Migratorio el hablante parece acudir el momento exacto de la caída de Babel. No importan los siglos ni la sangre. Seguimos perdidos en una confusión de lenguas. El poema intenta dar cuenta de esa melcocha y se tuerce. Se desdobla. Crea una lengua dentro de la lengua, en ciertos decires siúticos. En ese registro, se inventa la ciudad «a medida que se camina” y no sé se es «ni flaneur ni turista; árabes / son ahora los suburbios de París, Mapocho / es El Dorado de los limeños». Si el vagabundaje es una religión, Migratorio es una enumeración de conversos para los que «es universal la lengua de las monedas / cuando caen al tarro». En este Pasaje Los Viajeros o Calle A La Deriva, se traza el mapa del hambre y el poema intenta entender esa nueva cartografía: «Ladrones de bicicletas, mecheros, cuenteros, domésticos del verano, un hambre que ya no es hambre; estrechez de la familia en la casa del subsidio, fundar el ser en las Nike, en vestir de rapero en la plaza, en los pool, una angustia de mp4, de videoclip en el plasma».
Si en los poemas de Silvestre se describía una especie de redención en las quebradas, una purificación bajo cascadas de agua clara, la enumeración pausada de quillayes, bellotos, cipreses y palmas; en Migratorio hay un desplazamiento del objeto del poema. El hablante-viaje de Silvestre, para bien o para mal, regresa a la ciudad. O para decirlo en jerga piducana, nos muestra un primer plano del momento en que el montañista se baja de la micro destartalada que lo trae de la cordillera y recibe el primer charchazo del sol rebotando en el asfalto. La ciudad y sus trotes como un pecado original, irredimible a estas alturas.
Habría que desechar —por suerte y ojalá para siempre— el adjetivo «telúrico», moneda de uso corriente, manoseada como fierro de micro, de los pagos por los que transita el hablante-nómada de estos poemas. También el larismo y la melancolía: el viajero no sabe de penurias y el mundo es un camino siempre abierto. Un collage. Un plato saturado de condimentos y especias. En «Anacronista», se nos habla de un «Cristo con diodos led que brillará sobre el ataúd de las perdidas comarcas”, de un «paisaje de China que colgará en un muro de rancho». Y en «Amuleto», de «Ese gato chino / que agita incesante su brazo / entre las macetas de la peluquería», «un Buda de plástico / en el centro de un plato con monedas» y los «peines, tijeras, lociones del mundo unisex / adquiridos en el mercado ambulante». Todos los objetos que el poema convoca son pura mercancía producida en el cuarto mundo para los escaparates de esta mala fotocopia de Occidente.
Revisemos, por ejemplo, un fragmento de «Haikú fotográfico & carne nacional»:
«Sería cosa de llevar a sus discípulos / en el arte del retrato / al Hipermercado de la Carne, con su dibujo / de fileteado de vaca, corte nacional / del que alguien dijo es una especie de mapa / un país y sus provincias liliputenses, cada una / con su identidad regional / Huachalomo, Palanca, Osobuco, cada color / una bandera en el territorio de la carne».
La superposición del tono solemne de curador de arte con la banalidad del Hipermercado de la carne, la observación minuciosa del cuerpo bovino como un «territorio con identidad regional», parece ser una evocación, sin gravedad y a ratos desternillante, de todos los diagnósticos fatalistas sobre la muerte del arte y la muerte de todo aquello digno de ser colocado en museos o galerías de arte para el consumo del esnobismo local.
En esta bucolía de guarenes, el hablante parece asumir aquello que vaticinara hace varios años ya el Manifiesto de Marx: todo lo venerable y digno de piadoso acontecimiento se encuentra despojado de su halo de santidad. Lo mismo Chiloé que Valparaíso, Talca que Córdoba, lo mismo Santiago —el Santiago que huele a meado y fritanga— que cualquier otra calle de esta fértil provincia señalada. La vida que perdieron aquí, nos dice Cavafis a todos los condenados a deambular por el mundo en busca de migajas, la destruyeron ya en toda la tierra.
Y toda esa tierra es nuestro reino.






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