martes, 29 de enero de 2019

ARS DEL RELATO MORTUORIO

Palabras en la presentación de su libro “Los últimos días de John McCormick”
por Eduardo Cobos
Los plazeres e dulçores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la çelada
en que caemos.
Jorge Manrique

Enrique Lihn, en uno de sus más entrañables poemas, advertía lo cercano a la muerte que podía estar el acto de escribir. Al momento de leer sus versos por primera vez, yo era muy joven y los días pasaban veloces, frágiles, sin desespero. Es decir, tenía todo el tiempo del mundo para dedicarme a leer y a teclear páginas en blanco en mi vieja Olivetti. A intentar, en definitiva, reunir palabras que contuvieran mínimamente la vida, pero que también atraparan la muerte. Si no me equivoco, creo que algo así nos revela Quevedo en el espesor sonoro de sus sonetos.

Con toda la ingenuidad que implica, esas eran mis pretensiones. Y todavía lo son. Porque la idea de la muerte puede llegar a convertirse en una obsesión –incluso una postura romántica, desaliñada y anacrónica–, pero puede ser el sentido de la vida; o el sin sentido. Depende de dónde se mire la muerte, y la vida. Aunque no nos demos cuenta de esto, aunque muchas veces lo ignoremos.

En todo caso, la muerte para mí en aquellos años no era una fijeza, más bien solo aparecía en unos pocos libros; y la observaba de lejos, con sarcasmo. También la vislumbraba en sueños, que eran pesadillas: mi padre, quien había fallecido al ser yo aún niño, se asomaba en noches determinantes y me dejaba trémulo, con el aliento seco, insomne. De improviso llegaron otras muertes y todo cambió. Y comenzaron a transcurrir más lentos los años. Como hondonadas o destellos, de vez en cuando, volvían ciertas voces: sonidos y frases que quedaban palpitando en mi cabeza.

Entonces, me propuse unir aquellas voces para que pudieran encarnarse en palabra escrita. Un imposible, claro. Pero la literatura puede proporcionar ilusiones; el devaneo de lo inconcluso y su extensión inhóspita, si se quiere la procacidad y el sonido, que en mi caso son algunas pesadillas situadas en la textura de personajes, los cuales se imantan de manera arbitraria y se explayan a borbotones, como si vinieran de la materia de los días. Esa ha sido mi ilusión y el modo de recordar las voces, de habitarlas en la memoria, de sujetarlas un instante entre otros. Solo eso. Sin duda, hablo siempre desde mí. O escribo, que puede llegar a ser lo mismo. El hablar escribiendo o escribir hablando es parte de los espectros de la Comala de Rulfo y la lengua arcaica, sinuosa, de los ríos de Manrique. Y ese ha sido un abrevadero. Un lugar de partida.

En ocasiones, las voces son estampidos que se deslizan en el oído y acortan distancia por cualquier atajo; son señas que se provocan unas a otras en el advenimiento de lo cotidiano. Allí los sucesos se van hilvanando poco a poco. Pueden pasar años u horas, y al lograr cierto ritmo procuro que no se me escape la sensación de tener algo con qué contar, que permanezca por lo menos en unas cuantas frases torcidas, iniciales. Luego es menos complicado. Los personajes no responden a sus primeros designios, y quedan en la página sin que yo sepa, necesariamente, desde dónde se han confabulado. Ese es el momento en que el relato está concluido. Como pudiera ser, quizá, la muerte misma, que es la forma más exhausta y definitiva.


Presentación en el Edificio de las Artes, noviembre 2019, Valparaíso



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