(El pez de piedra, 34 poemas, de Alejandro Lavín.
Ediciones Inubicalistas. Valparaíso, 2011)
Bernardo González Koppmann.
Valparaíso, 14 de octubre de 2011.
Arriba, en las montañas de Talca, en una localidad llamada Vilches Altos, Alejandro Lavín ((Nueva Imperial, 1937), más conocido por sus amigos como el Monje, trabaja las materias primordiales de la greda y la piedra como una forma de dar vida a lo inerte, a esa soledad que lo asedia, a sus ánimas en pena que lo merodean con insistencia, perseverando con su arte en motivos viejos, ya arquetípicos, pero tercamente reciclados, que hemos venido viendo graficados en infinitos catálogos desde esos días cuando en la Casa del Arte de Talca aún se leía el desaparecido Diario La Mañana.
Primeramente supimos de caballos, especialmente caballos de barro, majestuosos potros chúcaros y garañones sementales.
También amasó pájaros carpinteros, codornices en fila india, conejos, junto a mates de greda, teteras y cacharritos de variados perfiles y texturas para uso doméstico -aunque, la verdad sea dicha, siempre nos apena echar al trajín tan delicados cántaros y jarros patos-. De aquellas faenas místicas da cuenta su poemario La fiesta del Alfarero (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2010), donde se descubre poeta de oficio cuya propuesta podríamos definir como un culteranismo rural maulino, sabiamente popular, nunca tan rústico, donde resuelve los acosos existenciales de la aldea neoliberal fusionando léxicos del castellano castizo medieval, latinazos incluidos, con giros del habla campesina local postmoderna, estética que a Lavín le queda como anillo al dedo para desplegar sus asombros y hallazgos montañeros. ¿Habéis cachado?
Últimamente, hablo de un par de años a la fecha, vadeando quebradas, arroyos cordilleranos, esteros secos y lechos de ríos desangrados por un enjambre de centrales hidroeléctricas harto odiosas por lo demás, nuestro Monje dio con los pedernales; admirado con esos guijarros suaves y pulimentados que guardan soles milenarios en sus entrañas, una tarde, meditabundo y serio, aunque más contento que un chirigüe, se le ocurre la genial idea de perpetuar vagancias, delirios y meditaciones en la abuela piedra, según el decir de los peñis, e inicia el acarreo de humildes ripios y bolones, piedrecillas amadas todas, hacia su taller de cantero que cada atardecer lo espera tras un tupido bosque de avellanos. Allí entonces se da al trabajo de innovar en sus técnicas, en sus materiales y en los arabescos de su nuevo afán, y surgen del caos original, golpe a golpe, sueño a sueño, otros seres, otros habitantes de su imaginario, pero esta vez criaturas acuáticas, como esas tortugas y esos peces de granito que indefectiblemente no nos han dejado de sorprender.
Recuerdo que en julio del año antepasado (2010) cayó una gran nevada sobre la cabaña del Monje, que cubrió todos los caminos y todos los atajos y nos dejó aislados sus buenos tres o cuatro días. ¿Te acuerdas, Monje? En una de esas mañanas, Lavín se encierra en su taller a pulimentar sus nuevas creaciones zoomórficas, junto a una salamandra y al órgano de Bach, y le interrumpo con sumo respeto para no sacarlo del ocio sagrado donde se hallaba inmerso como salmón en el agua. Entonces, Tocata y Fuga en Do Menor pasa a pérdida quedando apenas como improvisado telón de fondo de Yuan Chieh, poeta chino de la dinastía Tang, siglo VIII d.C., y así, en ese trance, mientras afuera no dejaba de nevar, le susurro un breve e intenso poema llamado El lago del pez de piedra, del cual ahora sólo les trascribo los últimos cuatro versos: “No ansío el oro, ni las ricas esmeraldas;/ No ansío los birretes de mandarín, ni los suntuosos carruajes./ Mas quisiera sentarme en la orilla rocosa de este lago/ Y contemplar sin fin su Pez de Piedra”. Cuando levanto la vista, me percato que el rostro del Monje estaba surcado por una larga y misteriosa lágrima que rodaba desde el ojo a la barba, dejando en el trayecto algo así como un río Lircay pintado por Guayasamín, en cuyas aguas se reflejaba un cardumen de peces de granito que saltaban y saltaban como las estrellas fugaces en el cielo de Vilches Altos.
¿Con qué otra novedad nos va a salir mañana este Monje?, me pregunté, conmovido, echándole piñas a la salamandra. ¿Tallando madera, tocando el rabel, pintando acuarelas, filmando las variaciones de las hojas del pellín, coleccionado cencerros, esculpiendo el canto del concón, fotografiando arrieros que se mimetizan con las montañas azules? Cuando volví a visitarlo el penúltimo verano, antes del saludo de rigor me dispara a boca de jarro -sin decir agua va- que ha escrito unos textos, muy de tarde en tarde, que quisiera que revisara. Lo notaba ansioso, impulsivo, igual como si estuviera aguardando en el paradero de La Capilla un recado, un susurro o un suspiro de Ánneke, su inefable amiga que vive en el refugio La Leona trumao abajo. Se trataba, ni más ni menos, de un conjunto de 34 poemas agrupados bajo el rótulo de El pez de piedra que al leerlos y releerlos me dejaron irremediablemente lelo por una no tan breve temporada. En eso andábamos cuando Moncada irrumpe a su pausada manera en la cabaña, y antes que cante el chonchón precipitadamente le acercamos los manuscritos para que nos diera su opinión. Después de hojearlos por largo rato mientras preparábamos un áptero a las brasas, al decir de Lavín, el señor editor me pide muy suelto y resuelto de cuerpo que garabatee una que otra apostilla para presentar tamaña poesía en un encuentro de poetas-artesanos a realizarse en Valparaíso, en fecha próxima que aún no tenía definida. Sólo ahí salgo de mi pasmo. El pez de piedra, pensé entonces recuperando la razón, es uno de los pocos libros que logra que le programen un lanzamiento antes de publicarse. ¿Será eso posible? Creo, me dije ya más tranquilo, bajando la presión arterial a 8-14, que no soy el único que queda mentecato al leer estos barroquismos agrestes de Alejando Lavín. Dicho encuentro de poetas artesanos se realizó en octubre del año pasado en La Sebastiana, y allí el Monje desplegó sus artesanías y su escritura como el maestro que nunca ha dejado de ser.
Desde esa fecha al presente otoño han pasado nuevas experiencias y, por ende, han germinado nuevos poemas en sus cuadernos, los cuales fueron recogidos en esta versión definitiva de El pez de piedra que hoy presentamos. Nuestro poeta nos lega así esta maravilla que se inserta a partir de ahora en la mejor tradición de la poesía maulina; es decir, en la mejor tradición de la poesía chilena.
Ya habrá tiempo para analizar su poética desde una perspectiva estética y literaria; bástenos por el momento disfrutar de estos apuntes que el Monje ha estampado al desgaire, como que no quiere la cosa, haciéndose el gil. Oigámosle:
Se me ha ocurrido presentar estos materiales diversos, a fin de extraerles su lenguaje interno; es decir, develar con sudor su contenido estético.
Tierra cocida, piedra o palabras, encabezan un triunvirato cuyas voces - como diría Malraux -, provienen del silencio.
La arcilla aplastada, el canto rodado, la palabra del diccionario me han salido al encuentro; pues, los escultores hablan de oportunidad ya que todo está dentro del mármol elegido.
Tierra de espléndidas alúminas volcánicas y de poetas no menos iridiscentes, sea esta exposición de mis afanes un homenaje al paterno río Maule.
Seres líticos fusiformes vienen de meandros ancestrales; sólo fáltales aletas para que naden o vuelen en imaginaciones gonzalorojianas.
Buen dar; a la greda sólo la favorece el pellizco amoroso y a la palabra una escapada de su empolvado casillero.
Disfruten, mis mauchos amados, de las materias elementales que nos ofrenda el gran Descabezado.
Bernardo González Koppmann
Talca, otoño del 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario