por Carlos Henrickson
Cierto es que se ha
dado vueltas de página en la lectura que la literatura crítica no ha dejado
obcecadamente de hacer sobre nuestra poesía de principios de siglo; y esto en
algunos -entre los que me incluyo- constituye labor de justicia. Esto porque
los cánones literarios, sea para la facilidad de quienes se cansan de leer o
para la economía de los libros de texto, se construyen desde operaciones
artificiosas, en que no están lejanas la negación y la esquematización de
aquello que jamás podría ser esquematizado -nada menos que la experiencia
cotidiana. Desde el centro productor de los cánones en nuestro país (nuestro
ogro capitalino), estos procesos se han hecho sin dudas ni remordimiento: se
dice que la poesía chilena moderna tiene que nacer desde un nicaragüense o de
un santiaguino martirizado por un terremoto en una provincia, pero no puede
salir de un bohemio nacido en Curepto (me refiero a Pedro Antonio González) y
menos de nuestra siempre viva poesía popular que, desde su matriz campesina
hasta sus formas urbanas, se planteó siempre conociendo mejor los suelos que
pisaba que el aire de las academias y los altos conceptos universalistas e ilustrados.
Por esto, el desafío
de volver los ojos a Jorge González Bastías (Nirivilo, 1879) impone una
dimensión ética: sacar a luz es, en la historia de la cultura latinoamericana,
bastante más significativo que dar cuenta de las masacres o los grandes movimientos
económicos. Los modos de vivir resultan mucho más indispensables para una
visión clara de nuestro pasado -que siempre dará su eco en el futuro-, y si
hablamos de González Bastías sacamos a luz, imbricada a su palabra, una
experiencia social entera que fue relegada, como tantas otras, al pie de página
para nuestra Historia modelada según el infinito progreso de nuestra producción
económica.
El poema de las
tierras pobres (Santiago:
Soc. Impr. y Litogr. Universo, 1924) tiene, como ya lo sabe la gran mayoría de
los que escucha, una profunda relación con la problemática que ya esbozamos. El
libro busca retratar sin posible ambigüedad la catástrofe integral que sacudió
a una de las pocas sociedades construidas en torno a la vida fluvial que ha
habido en Chile, resultado de una combinación de factores que, desde nuestro
2013, hemos aprendido a ver como costos inevitables del desarrollo
nacional -a todas luces un gesto facilista. Facilista, porque nos ayuda
mucho el no ver la catástrofe con nuestros propios ojos, y el verlo desde
nuestra vida urbana, experiencia que tiene la miseria casi como segunda
naturaleza -en la ciudad latinoamericana, se sabe, la miseria es un componente
necesario desde su misma fundación. Y esto es importante para elucidar desde
dónde habla González Bastías en este libro.
La poesía chilena
tiene un anclaje natural en la provincia lejana y marginalizada, pero decir
esto implica de inmediato asumir la segunda parte de la historia: jamás la
poesía chilena ha terminado de buscar situarse en los centros geográficos
urbanos, que producen desde academias o medios editoriales (lugares de valoración)
pequeños cánones provinciales que avanzan en procesión hasta el gran ogro
capitalino. Esto no es simplemente un hecho externo a la escritura: la
situación del autor al momento de armar el texto termina traspasando
absolutamente su creación. Pienso en Pablo de Rokha, que tan sólo dos años
antes de este libro había publicado en Santiago, donde ya vivía
permanentemente, Los Gemidos; poemas que se refieren inequívocamente a
la vida maulina como Retrato de mujer, Sensación del invierno sobre
la tierra o Idilio, vacilan entre la crítica salvaje a la vida
pueblerina (centrada en la ciudad de Talca) y la representación de la
naturaleza como un flujo vital y como fuente primordial de belleza y verdad.
Valga la redundancia que mencionaré en un par de líneas más cuando leemos a
alguien como de Rokha que en su obra futura será un intérprete tan acabado de
la miseria social y de la vida maulina: se hace difícil ver naturalmente
a la naturaleza cuando toda la organización cultural es una máquina de
representaciones que inventa perspectivas que no tienen necesariamente con la
realidad sino una relación de analogía. Tanto el criollismo como el larismo
son, a este respecto, dispositivos armados en virtud de ciertas necesidades
sociales de momentos específicos, en que el mundo rural es forma de verdad y
belleza: respectivamente viva y presente (en el criollista Mariano Latorre), o
pasada y muerta (en el lárico Jorge Teillier).
González Bastías nos
entrega algo radicalmente distinto, precisamente en una época axial entre ambas
perspectivas de la vida rural, y podemos encontrar la causa de esta distinción
en su biografía: él ya había tenido su paso capitalino, siendo colaborador
privilegiado de las revistas literarias que estaban en primera línea de su
época. En la señera antología Selva Lírica, del año 1917, parte de los
poemas seleccionados -pertenecientes en su mayoría a Misas de primavera,
de 1911- están cargados de una nostalgia idealizadora, en que ya está presente
la pérdida, transmitida en las claves que serían recurrentes después en la
perspectiva lárica: el recurso a la infancia como un pasado irrecuperable, la
muerte de la amada o la mistificación de la naturaleza. La forma elegida da la
medida de una voluntad de corrección y armonía expresiva, que revela a las
claras la predilección de González por el Siglo de Oro español: la operación
continúa siendo la comisionada por un país en pleno proceso de conocimiento de
sí mismo, la dignificación del paisaje y la vida rural a través de su
imbricación con los modos literarios más nobles que ratificaba la Academia , en sus años más
notoriamente conservadores.
Sin embargo, en las Elegías
sencillas, incluidas en la selección de 1917, vemos claramente el camino
que conducirá a El poema de las tierras pobres. No es sólo que el ritmo
se hace más natural, en el sentido de ajustado a la musicalidad oral, sino que
además se aprecia ya el abandono de la dependencia de las formas españolas
clásicas, propiamente enmarcado en el mejor concepto del mundonovismo -el
adelantado por Francisco Contreras. Además, ya aparecen ahí rasgos
fundamentales de El poema de las tierras pobres: el campesino anciano,
el lento son del barquero (que será nombrado con el término menos
universal, guanay, desde su Vera rústica, de 1933) que recorre el
ambiente nocturno como el alarido sin voz que se oirá en los breñales de las tierras
pobres. Y es que González Bastías no sólo estaba de vuelta en Infiernillo,
sino que iniciaba sus responsabilidades públicas en el plano de la política
local, donde, sea en el campo o en la ciudad, son escasos el desinterés y los
ideales, y se tiene siempre de frente, sin posibilidad de disimulo, la
injusticia cotidiana que, más que anomalía, es un rasgo esencial de nuestras
pequeñas sociedades amarradas al capital y la ganancia fáciles.
Y es quizás esto lo
que más llama la atención a quien toma en sus manos El poema de las tierras
pobres con la falsa expectativa de leer a otro poeta mundonovista de
provincia de principios del siglo XX: el corazón mismo del texto remite a
injusticias concretas, en que el poeta toma esa voz que le falta al alarido
doliente, sintiendo que los dolores de otros hombres se recogen en él. Y
cuando toma esa voz, no hace la compleja labor de traducción que el modernismo
le tendría que imponer, para hacer digna de belleza la queja.
Escuchemos:
- Ochenta y cuatro
años
viví en estos
bosques,
y no ha sido el tiempo
lo que tiene torpes
mis brazos... mis brazos,
sierpes de los robles!
Negro, negro día.
El rostro de bronce
del juez me seguía.
Día como noche.
Tanto crimen, tantas
mezquinas pasiones;
tanta, tanta pena
sin que nadie llore!
En un calabozo
húmedo tendióme
de modo que siempre
estubiera inmóvil.
Sufría en la tierra
mi costado inmóvil
-más que por los
hierros
por estar inmóvil.
Se llagó mi carne
inmóvil, inmóvil.
Perdí la conciencia
y fuí sombra
inmóvil...
Pasa el viento, pasan
pájaros y flores.
(p. 16-17)
Sería largo nombrar
cuántas convenciones de la época rompe en este trozo el poeta: baste con decir
que en el intento por acercarse a la oralidad, el poeta es capaz de romper
cualquier estrictez del esquema métrico y rímico, la elección de las palabras
ocupadas alterna entre la total sencillez expresiva y el recurso poético
ocupado en la medida justa para acabar concentrando todo el texto en ese inmóvil,
que emparenta en una síntesis escalofriante la forzada cesantía, el pasmo de la
miseria, el castigo de la ley y la muerte en un solo concepto. González Bastías
cierra el trozo con un leitmotiv que, acelerando el ritmo del verso anclando el
peso en el pasar, nos da a través de elementos tradicionalmente
vinculados a la belleza de la vida natural (el canto y el color) tan sólo la
experiencia del tiempo, que desplaza toda posibilidad de permanencia de lo
bello y lo natural. Pero no es que todo acá sea fugaz e indefinible: escuchemos
el comienzo del trozo, en que define el paisaje que permanece:
Pasa el viento, pasa.
Lleva los rumores
del árbol y el pájaro...
Nuestra tierra pobre
no ofrece alegría
para unas canciones.
Sólo ofrece un brillo
de agresivos cobres
tal la empuñadura
de un puñal deforme.
Pasa el viento, pasan
pájaros y flores.
(p.
15-16)
Cabe recordar que los
cobres aludían hasta hace poco a la moneda de baja ley. El tema, entonces,
se impone con un eco absolutamente actual (pensemos en los valles cordilleranos
bajo la sombra de la minería, en la zona austral tras la caída del negocio del
salmón, en la salud de comunas enteras sacrificadas para que en ellas la
producción de energía pueda desarrollarse, como en la provincia de Puchuncaví):
se trata de la ruina ecológica de los modos de vida vinculados a la naturaleza
realizada por obra y gracia del capitalismo. En un momento en que la poesía latinoamericana
está recién empezando a descubrir, bajo el viento de la vanguardia europea y
rusa, el arsenal de procedimientos con los que abrir camino a una crítica
social auténticamente directa y combativa, González Bastías da un salto sobre
el vacío, dejándonos un libro cuya potencia crítica no disminuye en nada su
profunda verdad poética. Cuando Neruda, casi treinta años después, trabaja en
verso libre, de manera análoga, el testimonio del sufrimiento popular en el Canto
General, en la sección La tierra se llama Juan, nos es inevitable
sentir un eco de Brecht, en años en que la posibilidad de tocar el tema social
desde la voz del mismo sujeto se convierte en problemática urgente; en González
Bastías tales procedimientos nos suenan con una frescura absolutamente
distinta, y si quizá a algo nos llevan es a una zona olvidada y poco leída: el
carácter manifiestamente popular y de crítica social de las comedias del Siglo
de Oro español dedicadas a los abusos contra aldeanos y campesinos por parte de
nobles y agentes de la
Corona. Las analogías son numerosísimas, y quizás, terminemos
-más allá de un estudio puramente literario- reconociendo gestos que en nuestra
cultura civilizada son trágicamente recurrentes.
Sin entregarse a
gestos vanguardistas fáciles (si bien su conciencia del verso puede
considerarse efectivamente revolucionaria), sin dar la nota fácil que supondría
utilizar el canto popular (si bien deja ver mucho de su naturalidad expresiva),
González Bastías descubre en cada ocasión su propio modo de resolver los
problemas que le impone un tema inédito en su época: la miseria campesina; y no
es otro el modo en que la poesía de verdad grande alcanza su misión de aparecer
y hacer aparecer de forma siempre nueva, más allá de la máscara de aquello
que el mundo cree ver todo el tiempo frente a sus ojos.
Este libro nos
sugiere, entonces, una tarea fundamental: el deber de revisar nuevamente la
historia de la literatura social chilena, más allá del forzoso e inevitable
orden esquemático producido tras la hegemonía cultural planteada y alcanzada
por el Frente Popular desde 1938. Una visión justa de obras como El poema de
las tierras pobres no nos señala, sólo, una obligación de eruditos: nos
planteará horizontes más amplios para pensar en la posibilidad de una literatura
social que esté a la altura de nuevos desafíos en los tiempos difíciles que nos
tocan. Quien lea a González Bastías, descubrirá una poesía que puede mirar y
dar luz hacia nuestro futuro.
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