por Juan Mihoviloch
Bastaría
centrarnos en La lámpara de Kafka para justificar con creces este libro.
Y al decirlo, no estamos, ni con mucho, desmereciendo el restode las
narraciones. Por el contrario. Premunido de un talento innegable, Luis Herrera
nos pasea por derroteros inciertos, dotado de un lenguaje certero, con giros
idiomáticos seductores desde las primeras líneas, como si las palabras
estuvieran conectadas por obra y gracia de un espíritu propio que nos incita a
continuar en busca de un desenlace imprevisible. O ni siquiera eso: solo
avizorar que tras cada párrafo escrito a conciencia deviene una secuencia de
luces y de sombras que nos sacuden por dentro.
El
universo entero al alcance de la mano o de los sentidos -o del sinsentido- de
situaciones, a priori imperceptibles, salvo por un señuelo dejado como al azar
o en la expresividad de un lenguaje enunciativo, de algo que está,
invariablemente, más allá de las apreciaciones físicas, y querefleja un
carácter anticipatorio, por obra y gracia de la palabra o sencillamentedel
sueño en que los personajes de Herrera parecieran vivir comoalgo real. Y
después de todo, ¿dónde radica una eventual diferencia? ¿Quéhace que estas
narraciones perduren si no es su implícita necesidad de subvertir nuestra modorra
intelectual y hacernos patente que el mundo que conocemos difícilmente es el
mundo que entrevemos?
Por
eso -o por nada de eso- estos cuentos nacen y crecen con una perfección
inusual, como si su hálito narrativo fuera deletreado por un buril que cincela
sin aspavientos cada interioridad para mostrarnos unahistoria que nunca es la
historia en sí, sino que deviene en escarceos sigilosos y calculados sobre los
que se erige una personalidad equívoca o un hecho veladamente sugerido (Un
hombre en el plano).
No hay
palabras demás. Cada frase es un apronte para una finalidad específica. Así,
desde Belisario Vildósola y La envidia hasta Juan Rosa y el
lenguajeimposible se cruzan lúdicas biografías que desnudan, primero, ese
mundoaparte de los escritores provincianos o de trastienda, siempre a la
expectativa de una esquiva oportunidad; y luego, ese universo anhelado (Juan
Rosa) de crear una obra trascendente, ligada a la esencialidad más profunda
de las cosas y los seres, así se trate de una escuálida metáfora de lo imposible,o
de la ignorada y supuesta reflexión con que Dios estableció la materia y su
verbalización. Y con ello el inevitable sello de su desarrollo y muerte.Y con
ello también, la imposibilidad de alcanzar una eternidad donde ni las piedras
ni la simple voluntad bastan. O de alcanzar el éxtasis nocturno con ojos
lacrimosos, mientras se envidia al ícono literario supuestamente inalcanzable.
Luego,
incursionar por las escindidas creaciones de Herrera deja una sensación
ambivalente. Tenemos esas metáforas condenatorias erguidas a partir de un
relato patético como La pena máxima o estremecedoramente brutal como El
fin de la historia, donde se evidencia con maestría de qué modo las causas
y efectos se entrecruzan para hacernos creer que hay un sello de íntimo
determinismo en cada gesto, en un hecho virtual, un accidente o, por último, en
la reproducción sistemática del dominio de unos sobre otros. Y paradójicamente,
tras el sello oprobioso y oculto de la femenina soledad, surge un destello
quizás, un manoteo al cielo y el fruto de un nuevo ser que nunca será otra esperanza,
sino la misma y confusa maldición que es preciso interrumpir antes que se
reproduzca.
Y
después La caída de Armando Briceño, alegoría de un machismo de utilería,
de la intolerancia y la separatividad, de los prejuicios y las incomunicaciones
incontrarrestables. De ese andamiaje sobre el que se yergue una sociedad en
crisis y que termina por sacudirse desde sus cimientos telúricos como el
prenuncio de tiempos que todavía son un difuso perfil de nuestra propia
historia. Y entremedio esos Seis segundos donde la temporalidad resulta
un crucigrama, el juego invertido de una mente incontrolable, que apenas puede
emigrar por los intersticios del subconsciente para inocularse en los deseos y
fobias más recónditas. Y ello a partir de la nada. O de la simple gestualidad
que se aparta de un libro y su lectura para huir sin otro destino que un
siquismo a la deriva.
O,
esconderse en ese relato conmovedor que es Perro; la metamorfosis circunscrita
a un devaneo fantástico que nos traduce el análogo universo kafkiano, la
enrarecida atmósfera de la bestialidad entronizada como una herida visceral y
acomodada luego al espacio, para que animal y ese «bípedo implume» interactúen
hasta con-fundirse y ser la misma diferencia, la angustiosa maldición, la
ferviente infidelidad y el tormento perpetuo del rechazo tras la frágil
condición humana.
Y por
último, La lámpara de Kafka, un relato magistral,
asociado a ese juego permanente de oscuridad y luz que nutre la obra de Kafka
en sutotalidad. Un homenaje explícito a una literatura que camina por arenas movedizas,
donde el inspirar, asfixia, y los gemidos encubren la agonía de vivir sabiendo
que en cada exhalación sanguinolenta el universo entero se contrae. He ahí la
lámpara de Otto Von Ruttermayer, el mediocre electricista que nos traslada
hasta el cuchitril del célebre escritor, luego de pasearse por la historia
europea como el prenuncio de su inmortalidad. El derrotero de esa lámpara fue
mimetizarse con lo sombrío de su personalidad y desde su temperamento insondable
encender una débil llamarada que nos hiciera palidecer ante su genio. Una
alegoría del siglo y de la historia, del encierro y de la trascendencia. De la
humanidad, claro está. Pero sobre todo, de una eternidad que Herrera vislumbra,
aclara, sortea y probablemente, gane.
Este
preclaro libro no es sino un claro efecto de el estupor de Kafka, aumentado
al infinito entre los trizados restos de su retrato todavía enmarcado en un
cuadro caído desde una pared y cuya mirada se niega a reconocernos. Y a
reconocerse.
Pero
que está ahí.
Y
Luis Herrera lo intuye y porque lo intuye, ama ese doloroso misteriode
escribir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario