lunes, 13 de enero de 2014

Seguir ahí

Sobre La lámpara de Kafka, de Luis Herrera
por Rodrigo Arroyo
Todos somos exiliados
Raúl Ruiz

La clave de la comunicación en el campo está en nunca decir lo que uno lleva dentro. Señala Luis Herrera en La pena máxima, uno de los relatos que conforman La lámpara de Kafka. Leer y recordar es una mirada que ve lo que allí está, incluso tras el velo que por momentos constituyen las palabras, el lenguaje o las intensiones del autor; es preciso señalar esto porque dicha oración inevitablemente nos lleva a pensar en Primo Levi, en cuál era la clave en el campo. Para el químico italiano, la sobrevivencia en un lugar que podemos describir, parafraseando a Martín Cerda, como uno de los estratos más abisales de la historia, dependía en gran medida, y pese a todo lo que pudiésemos imaginar, de los zapatos.




Ahora bien, como primera cosa es importante dejar en claro que pese a que la noción de campo tenga connotaciones diferentes en cada autor, el vínculo que podemos establecer reside en la reflexión que subyace a las formas, incluso al relato. Esto es: volcarse hacia las migajas, o representaciones insignificantes de la realidad que mencionara Walter Benjamin en su correspondencia con Adorno. En otras palabras, notar los detalles, los gestos ocultos en la superficie banal que supuestamente constituiría la cotidianidad, apreciarlos como únicos, ajenos al escrutinio propio de la sociabilidad literaria y comprenderlos no como un registro de época o espacio provinciano, sino en su naturaleza crítica, que nos permite su uso como los fragmentos necesarios para ironizar –como mínimo- con la contingencia, con la historia, para hacer notar el absurdo y el sinsentido que hay en ella. Así, la patética homofobia del peluquero Armando Briceño, no es sino el triste reflejo del pensamiento y la acción de los sectores más conservadores de nuestra sociedad, representados públicamente por la derecha política económica y religiosa de este país. Podemos entonces leer esta escritura como la configuración de una distancia o un atisbo de la profundidad de la catástrofe, su constancia en nuestros espacios de uso, el lenguaje o el silencio; lo que es posible percibir en la cruda radicalidad de alguno de estos relatos, que nos enseñan una realidad que exhibe su profundidad, y a través de ella la reconocemos, vemos el fiel retrato de nuestras precariedades, vicios o padecimientos. En este sentido, la reflexión que se esgrime superficialmente en el epílogo de este libro responde más a nociones de orden literario, en parte centrado su análisis en el lenguaje. Sí claro, es lo que de un modo u otro nos convoca, y que constituye todo trabajo escritural. Pero las ideas son un cauce que desborda los intentos estéticos y de orden. He allí el temblor y la pulsión que luego la literatura adopta para sí. La pulsión, o podríamos decir, la política de Herrera se nos aparece algo difusa en parte por lo disperso de los cuentos, que dificultan el desarrollo de una idea de conjunto llegando incluso a tornarse en ejercicios de escritura; ágiles e interesantes ejercicios en los que se aprecia el dominio de una escritura cercana a los referentes que el mismo autor menciona en los textos, como son Kafka, Chéjov y Bolaño. Pero una lectura crítica nos deja ver incluso en el relato más cargado de citas o referencias literarias, como sería el que da el título a este libro, una mirada crítica –y por qué no cuestionable- sobre el conflicto y la distancia adoptada por el joven abogado judío, Kafka, llamado por los soldados a pelear por el pueblo; rechazando una militancia servil carente de argumentos, para refugiarse en la tenue luz de lámpara que una página o una ventana podían reflejar.
Tras meditarlo, decidí que la almohada sería el arma perfecta para extinguir ese pequeño rostro idéntico al de su asesino, concluye en El fin de la historia, título que en forma inmediata nos recuerda la idea de una sociedad sin clases señalada por Marx, recuerdo que se amplía o cae al interior de un agujero más profundo al establecer un difuso guiño con la idea que previamente planteara Hegel, en otras palabras: el triunfo de la sociedad y el estado es posible de apreciar en nuestra actualidad, más no a partir de la racionalidad, como planteara el filósofo alemán, sino desde la violencia. Visto así, la reflexión lógica concluiría con la afirmación que la racionalidad es la pérdida que detenta esta sociedad, esa ausencia que en el pensar se hace presente, quizá, en la soledad de cada autor, o en aquello que dejamos dentro y no decimos, es decir, en el silencio. Lo que nos queda entonces es la belleza de los gestos, permanecer en ellos porque de un modo u otro son lo que nos queda en una sociedad llena de hijos de patrones. De ahí que no exista un espanto mayor, sino incluso cierta cómplice justificación ante el filicidio llevado a cabo por el Manchao Bernal. Pues entrelíneas este hecho deja ver aquello que González Vera señalara a propósito de la revolución francesa: pronto se descubre que todo ha quedado igual. La nobleza fue destruida; pero de nuevo se levanta una nobleza de modales toscos que tiene todo lo que tenía la antigua. Emilio, el patrón, sabrá como perpetuarse, o llegarán en una triste ironía, mucho más temprano que tarde, otros patrones.
Por otro lado, es preciso señalar, para evitar malos entendidos, que nuevamente nos vemos enfrentados al epílogo. El misterio no es escribir, como allí se concluye, otorgando un aura, mitificando el oficio del escritor, el misterio es adentrarse en el espesor de la vida y el lenguaje, caer en los abismos que la incertidumbre nos plantea desde nuestra relación con la palabra, las imágenes, hasta el mundo de las ideas que intentamos plantear a través de una escritura que intentamos sea una forma del pensamiento. La decisión de escribir es en verdad un momento de plena lucidez, ahí sí hay dolor, pero asumido desde la condición de retiro o distancia. Y Luis Herrera, ha decidido escribir, podemos ver entonces en sus palabras un camino que describe un alejamiento respecto a movimientos más especulativos, propios del campo literario, como asechan en La lámpara de Kafka, rondando lugares comunes como lo son la enfermedad y la literatura. En este sentido, es interesante notar que la figura del autor aparece, a través de la primera persona, en no más de tres ocasiones a lo largo de los diez relatos que conforman este libro. Una de ellas es cuando el Manchao Bernal decide matar a su propio hijo, dejando como final abierto el fin de la historia de violencia y dominación por parte del patrón del fundo, la segunda, en un relato de corte más cercano al ejercicio escritural, Herrera, luego de un vertiginoso delirio culmina su giro imaginativo señalando que se pondrá a leer. Lectura y acción confirman que el eje de este libro radica, más allá de la dispersión temática de los relatos, señalada anteriormente, en la distancia con la idea de campo literario. Lectura opuesta tal vez a lo que el autor haya esbozado en su idea sobre los textos. Señalo esto porque resulta curioso que el cuento que da título al libro tenga que ver con una lámpara. Objeto que, más allá de atravesar la escritura de Kafka, particularmente la relativa al diario, nos trae a la mente la metáfora de la iluminación. De la soledad del escritor, figuras románticas que rondan el relato mencionado. De mayor profundidad resulta la descripción de aquella provincia derrotada, sin caer en los clichés, que aparece en La pena máxima. Realidad constituida por aquellas migajas; más profunda, cruda, menos literaria, y por ello, más cercana.
Finalmente podemos aventurarnos con una lectura del libro que hoy presentamos, lectura señalada desde el epígrafe que abre este texto, todos somos exiliados. Cabría preguntarnos las causas del exilio, del autoexilio, o si nada más nos han dejado, o hemos decidido estar fuera. De un modelo económico o de un modelo de vida sustentado en la violencia, del mundo hecho una superficie que reniega de la profundidad, fuera de un lenguaje que no logra desprenderse de las vidas truncadas (de los caídos), como la de Segundo Soto, y que sin embargo intenta relegar al olvido, en pueblos olvidados también. La escritura es, pareciera decirnos Herrera, como una lámpara que de una u otra forma vuelve, que está ahí, iluminándonos, pero que finalmente al apagarse, nos permitiría ver más allá de la página, la ciudad oscura, el reflejo tenue de la ventana o la mano que ilumina; podríamos ver lo que sucede en la realidad que estos cuentos nos ofrecen, en la honda espesura del exilio, o incluso más, atisbar el origen de la escritura, que como señalara el escritor checo, carece de ayudas, no reside en sí misma, es burla y desesperación.

Valparaíso, verano del 2014

1 comentario: