Reseña, por
Yosa Vidal
Hace un par de semanas fui a un café literario organizado por la Municipalidad de Santiago y algunos entusiastas profesores del Liceo 4 de mujeres, ubicado en calle Matucana. Profesores, funcionarios, alumnas del liceo y otros chicos de instituciones vecinas leyeron poemas y cuentos, cantaron, bailaron, invitaron a escritores y profesores, en un festejo cultural un poco largo pero muy entusiasta. Incluyeron, por ejemplo, un emotivo homenaje a Marta Ugarte, la profesora asesinada por la DINA el año 76, realizado por las propias alumnas, una acto verdaderamente emotivo; y todo esto con discursos que fomentaban la lectura y la escritura en los jóvenes, porque la literatura es necesaria, porque sirve para ser mejor persona, más inteligente, para crear y habitar mundos, entre otros muchos beneficios y ahí estaba yo, aportando con este tipo de argumentos. Entiendo el contexto y el propósito de la actividad, pero me es inevitable una sensación incómoda cuando se entiende a la literatura, no exclusiva pero sí principalmente en términos instrumentales. Me dieron ganas de decir: escribo y leo porque sí, porque se me da la gana, para equivocarme, perder el tiempo, para matarlo, leo y escribo por nada, sólo por el placer, de hecho ojalá la literatura haga un poquito mal y que siga no sirviendo de nada.
Y
en esto me sentí acompañada por Piel
de gallina, la primera novela de Claudio Maldonado, donde lo
inesperado, la fantasía, el absurdo, cosas tan en desuso por estos días, o
confinadas casi exclusivamente a la literatura infantil, aparecían con brillos
nuevos. Qué gusto encontrarse con el absurdo porque sí, sobre todo cuando está
bien articulado, con una escritura capaz de montar elementos diversos y
permitir que ahí, en el encuentro, aparezcan imágenes, sin estar estas
subordinadas a un fin pedagógico.
Y
es que la novela comienza en un delirio irreversible que pareciera no permitir
una actitud interpretativa del tipo “quequerrádecirconestoyconestootro”.
Lizardo,
un profesor de escuela pública, se escapa de un lugar tan universal como
chileno para perderse en un terreno indeterminado, un acá regido por leyes
completamente arbitrarias. El tipo es un profesor obediente, ingenuo, patético,
que quiere a toda costa dejar de trabajar y que, aunque está geográficamente
perdido y abandonado, se le presenta la posibilidad de su jubilación soñada, y
para esto debe hacer el reemplazo de una profesora enferma en un curso de
pollos a punto de titularse, es decir, morir.
Este
ofrecimiento se lo hace un militar, amigo de un director de una escuela vecina,
y ocurre justo luego de escuchar la confesión de un soldado que aparece
sorpresivamente detrás de un biombo y le cuenta un macabro rito de iniciación
sufrido recientemente: el recluta está desnudo, del pene le cuelga un hilo de
crema que no para de gotear, tiene cara de drogadicto y en el pecho un hueco
del tamaño de una manzana. Su malogrado estado de salud se debe a un rito de
iniciación realizado por un superior que le ha succionado el pene hasta sacar,
por esta vía, toda la leche de burra que había ingerido unos minutos antes.
A
partir de este momento el absurdo pareciera no dar pie atrás y su gracia –a mi
juicio su principal gracia– es que se atraviesan situaciones irracionales una
tras otra, sin dar tiempo para reflexiones existenciales, sin detenerse en la
alegoría y abrir la interpretación a lo alegorizado, sino más bien para
quedarse en la imagen misma, en el poder de la escena ingeniosa y grotesca en
extremo, a veces tan absurdas que llegan a desafiar toda verosimilitud. No es
fácil, por ejemplo, imaginar a un mojón vidente, hablando, como el único ser
que pareciera tener corazón en toda la historia, o a estos profesores,
intentando verdaderamente aplicar pedagogías y planes y programas actuales en
un grupo de pollos. La habilidad discursiva del narrador personaje es notable,
un yo asombrado como nosotros por lo que ve, pero no tanto como para
cuestionarlo, y entonces puede avanzar por las distintas experiencias al igual
que Alicia, en un país horroroso, con una lógica definida pero indescifrable,
una lógica matemática que funciona sólo en ese espacio con perfecta normalidad,
en ese lado de allá, aboliendo toda capacidad de sorpresa y así nunca perder la
cordura en lo irracional.
Son pollos, chanchos, jotes, gallinas los que aparecen en
esta historia, y es muy graciosa la forma en que el autor consigue anular la
alegoría pues nuestra jerga chilena se permite tantos animales para nombrar al
otro. Entonces cuando dice gallina, no se refiere a una persona cobarde, sino
que se refiere a una gallina, y cuando el narrador dice pollo, no son sujetos
frágiles, inseguros, sino que, literalmente, son pollos. La zoolalia chilena
(permítaseme el neologismo, si es que lo es) ha permeabilizado nuestro lenguaje
de animales como sustantivos para nombrar a cualquier grupo como caricaturas.
Son famosos los dibujos de Lukas a este respecto, su Bestiario del Reyno de Chile,
una especie de manual al estilo científico del XIX, donde un
cronista-especialista hace un inventario de las bestias que observa: los
gallos choros, las gallas vacas, apolilladas o como la mona, o las posibles
cruzas existentes de estos animales locales.
Porque en Chile así se nombra a la gente, pero en Piel de gallina,
cuando el narrador dice “entré a la sala, saludé a mis pollitos, abrí las
ventanas”, los pollitos son tan literalmente pollitos, no son alumnos apollados
o pollos alumnados, son pollos a secas, lo mismo con la piel de gallina, los
mojones y las cabezas de chancho, y, lo mejor, el profesor no es un héroe, en
el sentido más conservador de la palabra, como sí puede llegar a serlo en la
realidad.
¡Que
gusto leer algo que recuerde la pluma de Juan Emar!, esa sensible forma de
armar fábulas donde el sentido es atribuido por el mismo texto, por el placer
de leerlo, con plena sobriedad, sin poetizaciones, a ese mismo Juan Emar que
Neruda llama “el Kafka chileno”, en un tono de homenaje loable pero tan
equívoco: Emar es el autor que es precisamente por su capacidad de liberarse en
buena medida de esa carga trágica y existencial de la alegoría Kafkeana,
alegoría con mil claves de entrada y de salida, pero alegoría al fin.
Entre
Emar y Kafka entonces, pues en el libro sí hay una evidente alegoría con el
sistema educativo actual, fundamentado en el modelo fordista de la fábrica
implementado en Chile al pie de la letra, con símbolos como jotes rondando en
círculos sobre la cabeza del profesor, el jefe como chancho, y entonces la
interpretación contundente al estilo Pink Floyd en donde hay evidentemente una
crítica ácida a la sociedad, que la dictadura y la post dictadura, que el
sistema educacional chileno, y un larguísimo etcétera, pero insisto, logra huir
del pathos quejumbroso conservando un espíritu de sueño, la arbitrariedad de
los diálogos, la risa ante lo patético, la angustia de ver al profesor
pero poder substraerse de una perorata del bien y el mal, de todo afán
educativo y disfrutar del grotesco porque sí. El epígrafe de la novela es
notable y quizás constituye una declaración de principios: “absurdo, sólo tú
eres puro”, de Cesar Vallejo.
Pero,
ay! El final… Por todo lo ya dicho, creo que al libro le sobra una página, pues
el absurdo, la fantasía, el azar, las imágenes al final no son ya porque sí
sino que tienen su razón de ser. Los pollos no son pollos, sino que son sueños
de pollos, y al explicarlos dejan de tener la libertad que habían ganado y
pierden algo del brillo tan bien logrado. Es cierto que este final se adelanta,
pero hubiese terminado el libro antes, para que ese efecto delirante no se
racionalizara. En fin, dejemos tranquilo al pobre profesor en su silla de
ruedas.
P.D.:
Felicito a tan buen dibujante.
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