Ediciones Inubicalistas. Valparaíso,
2013
Por Jaime
San Nadie
Keith Duncan, poeta gringo, muerto a
la edad de 41 años por una sobredosis de scriptomicina, o por una electrocución
casual, o por ambas, la verdad es que los datos de su vida son oscuros y los de
su muerte aún lo son más. Una voz paródica de la violencia rural
norteamericana, o un exponente real de ella, tampoco lo sabremos, de él solo
tenemos unos cuantos poemas que son testigos mudos de una existencia difusa, a
partir de referencias también difusas. Como señala Mario Verdugo en el prólogo del
libro: Duncan creyó (a la manera de
algunos poetas ecfrásticos, objetuales y performáticos) que la justificación
social de la literatura pasaría forzosamente por las referencias a las demás
artes y sobre todo a la música “indie”. De ahí que la estructura reiterativa
de las canciones sea el pilar fundamental de sus composiciones, la búsqueda de
matrices que reiteren el contenido, como si se tratara de un juego de
combinaciones, en que lo dicho puede ser recalcado de distintas maneras, enfatizando
el mensaje como recurso narrativo.
Pero me gustaría detenerme en su corta vida. Y es que es frecuente encontrar recopilaciones post-mortem de escritores fallecidos a temprana edad, pues de ellos se desprende una cierta fascinación, quizás la posibilidad de una escritura truncada por la tragedia o la desesperación frente a lo real, nos lleva a buscar entre líneas las pistas del abandono. Así, en nuestra tradición nacional, nos encontramos en la primera parte del siglo XX a un Domingo Gómez Rojas (1896-1920), Joaquín Cifuentes (1899-1929), Alberto Rojas Jiménez (1900-1934), Romeo Murga (1904-1925), Jorge Cáceres (1923-1949), Jaime Rayo (1916-1942), todos ellos muertos tempranamente, como si la señal de Pedro Antonio González (1863-1903) y Carlos Pezoa Véliz (1879-1908) en el punto cero de la poesía chilena, entre la lira popular y el modernismo, fuera una señal de partida entre la tuberculosis, el suicidio y el desamparo.
Sin querer hacer una exhaustiva
cartografía de las muertes prematuras, nos es imposible no recordar en el Chile
de la década del '80 a Rodrigo Lira (1949-1981), Alberto Rubio (1955-1980),
Bárbara Délano (1961-1996), y más recientes aún, nos encontramos con una triste
lista de poetas suicidas o muertos en circunstancias trágicas o de abandono,
ligados generalmente a la provincia, en este grupo podríamos ubicar en San Bernardo
a Antonio Silva (1970-2012), en Iquique a Julio Miralles (1971-2008), en
Valparaíso a Arturo Rojas (1975-2005), en San Felipe a Raúl Tapia “Sapo Negro” (1978-1994),
en Carahue a Daniel Mulchy (1978-2004), en Teodoro Schmidt a Reinaldo Molina
(1983-2009), y seguramente esta lista permanece inconclusa y macabramente aún
por completar. Es contingente mencionar en este punto al libro Los Hijos Suicidas de Gabriela Mistral,
trabajo de archivo-ficción-narrativa, compilado por Cristian Geisse y que explora
el imaginario fatal de jóvenes poetas en provincia.
El rock también presenta una larga
lista de mártires muertos antes de los 30 años, como si el espíritu trágico y
heroico de los románticos, se hubiera reencarnado en la época de la guitarra
eléctrica y los desbordes de la percepción. Pero Duncan murió pasado los
cuarenta, replicará un lector agudo, sí, es cierto, pero sus poemas no se
pueden concebir fuera del fervor de la juventud, veamos algunos fragmentos:
Volveré por ti, dulce Jane,/ y esta vez me habré quitado la sangre seca./
Volveré a tu cuarto, dulce Jane,/ y lo haré sin moretones que te espanten.// Cuidaré
de tu cuerpo, dulce Jane, / antes que regrese el paramédico./ Llegaré a tu
puerta, dulce Jane,/ antes que esa sucia ambulancia.// Nunca te dejaré, dulce
Jane,/ porque alguien debe cambiar tus vendas./ Nunca te librarás de mí, dulce
Jane,/ porque mi amor sobrevive a los hospitales. (20)
Estabas en aquella sala entre el bar y el escenario./ Sólo tú podías
verte así de guapo bebiendo tan rápido./ Eras invisible para ese guardia que se
creía muy listo./ La clase de fragilidad que nosotras buscábamos.// Nadie sabía
entonces/ de tus grandes ideas/ ni del salto creativo/ que más tarde darías.// Estabas
en aquella sala entre Newark y Fort Jackson./ Sólo tú podías verte tan digno
yendo solo a un concierto./ Eras invisible para ese guardia que se creía muy
listo./ La clase de sutileza que a casi todas nos trastornaba. (16)
Aquello atolondrado y poco juicioso de
la juventud, se revela en los giros violentos que dejan entrever una
personalidad narcisista, probablemente bajo el esquema del macho-alfa genio,
ese estereotipo de artista que apunta contra las convenciones de la sociedad -agraria
capitalista en este caso-, quien a través de su talento estético es capaz de
proponer un no-mundo que inevitablemente se ve aislado dentro de su núcleo
social, por lo cual se ha llegado a sospechar de que el deceso de Duncan sea
producto de los servicios de seguridad de algún Estado, por su influencia
supuestamente nociva en la juventud, pero aquello solo es parte de la leyenda. Estos
poemas-canciones de Keith Duncan, traducidas por Mario Zillerzuelo, se pueden
ubicar junto a las versiones de Paty Smith, Bob Dylan, Gregory Cohen, Jim
Morrison, o de una local Violeta Parra si se permite la analogía, ya que son
voces que provienen más de la intuición que de la academia y trascienden al
formato libro como recopilación de poemas, ya que los textos aspiran a la
intensidad del canto, más allá de su pertenencia a un conjunto.
Con respecto a lo rural, lo
pueblerino, como tópico permanente aunque tangencial en la obra de Duncan (y a
lo cual hace referencia la reproducción del Gótico Americano en la portada del
libro), debemos comprender que supera ese estereotipo clásico de la víctima del
aislamiento, en que para ser aceptado por el centralismo, se debe ser ridículo
o perdedor. Algo así como un buen salvaje,
que para ser incluido en las mezquinas instancias de validación, debería llevar
la autocrítica a la condición de autoflagelo, pero no. No es el caso de Duncan,
quien nos remite a un espíritu que traspasa las fronteras de la comarca, de la región,
de la nación. Como Esenin, el provinciano suicida ruso, le basta escribir desde
su granero para ser universal, aunque los aeropuertos hayan sido pan de cada
día para Duncan, las relaciones humanas siguieron siendo las de la escuela
primaria. La violencia inocente y casi involuntaria de sus poemas, tiene su génesis
quizás en una reacción a la violencia del ocio de una granja satisfecha de granos
y pletórica de cerdos. Al menos es lo que parece trascender desde una lectura
libre de sus textos, sin pretender ser conclusivo. Escuchemos mejor una canción
de despedida para que Duncan sea quien tenga la última palabra, como si la escritura
fuera la única droga capaz de mantenernos despiertos:
Me haces perder el control, y logras/ que todas mis deudas prescriban./ Me
haces tocar el cielo, y se diría/ que hoy eres mi banda completa.// Scriptomicina,
scriptomicina.// Me mantienes despierto, y logras/ que todas mis letras
encajen./ Me mantienes en pie, y se diría/ que hoy eres mi único tema.// Scriptomicina,
scriptomicina. // Me vuelves un poco enfermo, y logras/ que todas mis groupies
existan./ Me vuelves un poco loco, y se diría/ que hoy eres mi novia exclusiva.
Scriptomicina, scriptomicina.
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