por Claudio Guerrero
Silvestre constituye el séptimo poemario de Felipe Moncada
(nacido en Quellón en 1973), en trece años de trayectoria poética pública entre
los Valles del Chile central, del Aconcagua al Maule y el puerto de Valparaíso,
trece años desde que publicara en 2003 su primer título, Irreal.
Las
montañas, surcos y ríos de los valles; el detenido y perpetuo contemplar de la
naturaleza; el continuo acto de nombrar árboles, animales y aves; las
reminiscencias sobre las vicisitudes de la vida cotidiana; algunas exposiciones
de paradojas lógicas; el humor y la ironía; el escepticismo y objetivismo
poéticos; una constante actitud de resistencia y dientes apretados; y, las
alusiones a universos astronómicos y físicos, son algunas de las
características de la poesía de Moncada que he podido pesquisar en el tiempo a
partir de las intermitentes lecturas de su obra poética, incluyendo aquella
hilarante revista de la que fue parte, La piedra de la locura.
En
el caso específico de su último libro, creo que no resulta descabellado señalar
que Silvestre, compuesto de 45 breves
y limpios poemas acompañados de hermosos dibujos que ilustran algunos textos, pareciera ser un texto escrito a la
intemperie, en un sentido amplio de posibilidades semánticas: desde la carta
inicial que anuncia “la fiesta de los avellanos” (7) y que permitirá dejar en
suspenso todos los apremios de la vida cotidiana (las deudas del arriendo, la
luz y los gastos comunes, el goteo en la cocina) para partir con una promesa,
una posibilidad: “a ver si en la camorra, / en la ceniza, / ahí, / queda una
palabra” (9).
Esa
búsqueda de la palabra es la que finalmente se encuentra en el merodeo por
senderos montañosos, pisando la ceniza de los volcanes, en las subidas y
bajadas de cerros, cuestas, barrancos y quebradas. En ese paisaje andariego, la
voz que inunda los poemas de Moncada forja un andar en donde se reúnen sujeto y
naturaleza, el mundo animado de lo natural y sus nombres: cóndores, bandurrias,
tricahues, tiuques, concones; el viento puelche; coligües, coigües, robles,
cipreses; piedras, cenizas, tierra; montañistas, anacoretas y arrieros. En
medio de todo esto, el sujeto fluctúa como un forastero que reconoce cada uno
de los elementos del paisaje, sintiéndose afín en él, formando parte de él,
trayendo consigo “un bosque en el aliento” (13), y, “hasta que la intemperie se
aloje en la piel” (43). Esta intemperancia del sujeto que se apropia y se nutre
de todo cuanto lo rodea termina por configurar una identidad “silvestre”, que
niega, finalmente, el sometimiento a los códigos de la vida capitalista que
exige la productividad y el trabajo, que se revela ante la cesantía y las
deudas, y cualquier visión utilitaria de la existencia, incluyendo aquella que
ve en el oficio poético un fin práctico:
Un poema, una palabra,
sirven de vez en cuando
para tocar la mano del otro
cuando creíste no volver a verlo,
para oír el grillo de la casa materna
en el aroma de los pastizales (50).
La
reflexión metapoética del sujeto es otro de los ejes de esta poesía. Aquí, el
yo termina asimilando el proceso de escritura con una subida a una cuesta, una
tarea laboriosa, donde “cada paso es un golpe” (13) y el poema es como un
volcán que rodea todo de ceniza. Caminar en la ceniza, en tanto, “parodia la
escritura / la dificultad de avanzar en el blanco” (14). Estos símiles y
preocupaciones son constantes en este poemario. El acto de estar a la
intemperie es un modo, también, de ser poeta. El poeta es como ese sombrero de
paja que, colgado de una estaca, “baila en las ventoleras / y ya se quiere
volar / a los senderos” (22). Moncada realiza un guiño, con esto, a una de las
tantas vetas poéticas de la tradición literaria, y que en el caso de la poesía
chilena, se hace más patente especialmente a partir de los años ’60, con una
serie de continuidades y discontinuidades que perduran hasta hoy en distintos
tonos. Veta que une metarreflexión poética con el trabajo cuidadoso de la
imagen, encarnado en un sujeto en permanente fuga y extranjería. La mezcla es
una poética personalísima, de “soledad material” (37), claramente identificable
en la trayectoria del autor y que signa cada rincón de su trabajo de orfebrería,
escéptico de quienes se muestran muy pendientes de “cómo se juega /
correctamente a los dados / en la caverna de las imágenes” (51) y totalmente
alejado del “tardío gigantismo / en la médula del yo” (51). Nada más lejos que
de esto, Moncada cifra la distancia entre las escrituras altisonantes y la
suya, paciente, solitaria y finamente construida.
Intemperie
y metarreflexión poética terminan por trenzar en esta poética de Moncada una
ética escritural madura, que no pierde el horizonte de su razón de ser, y que
termina por consolidarse en la permanente fe en la palabra poética que se
construye a partir de una existencia conciente de que afuera “el bosque nunca
está en silencio” (49). Ese afuera lleno de voces, imágenes, nombres y sonidos
pareciera ser la materia inagotable de la cual se alimenta la voz de esta
poesía para trascender todo aquello cotidiano que atente contra el espacio
poético construido en la cocina a leña, en esa “fiera resistencia de hablar en
la cercanía del fogón” (42).
Valparaíso, 17
de abril de 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario