por Ricardo Herrera Alarcón
Los dos primeros poemas
de Silvestre funcionan como introducción al recorrido, la caminata que
el libro propone. En “Urgente”, un correo del Monje (el poeta Alejandro Lavín) “anuncia la fiesta de los
avellanos”, mientras el destinatario del mensaje yace sumido en lo cotidiano,
las minucias del diario vivir: el arriendo, la luz, las deudas, las goteras en la cocina, en fin,
toda aquella vana ambición que le impide bañarse en el sol y ser un “animal de
puro lenguaje” que pierde “la vista en los cóndores”.
El segundo texto (“En el fuego”) hace
nuevamente presente la incitación al
viaje, porque acá, donde estamos, todo parece fuera de foco y se hace necesario
volver a la casa materna, a cierto estado anterior a la descomposición de un
presente donde “la huerta seca/ cobija el esqueleto del maíz” y “la calavera de
los girasoles/ se desgrana en la sombra”. Si no hubo futuro, ni arcadia posible,
si hasta las palabras que “debieran traer consuelo/ (…) sólo traen imágenes”,
la invitación es a volver a descubrir en las cenizas de la realidad alguna
palabra que sobreviva y nombre el mundo.
Estos dos poemas son el prólogo a lo que
vendrá, a la fiesta en medio del bosque, donde estamos convocados en las
páginas siguientes, una arboleda donde Felipe se sujeta de todas las ramas y echa semilla para hacer nacer un nuevo
árbol.
Lo hizo ya antes con Río Babel (2007) y principalmente con Músico de la
corte, un libro que hunde sus raíces en el hombre de la guitarra azul de
Stevens, pero también en El ciudadano del olvido de Huidobro y, por qué no, en
el mundo cinematográfico de Maquieira, no tanto por los temas, como por el ambiente lúdico y maravilloso (en el sentido
de realidad paralela) que ambos autores comparten. Porque algo de videncia hay
en ese libro del 2008, un creacionismo impuro que permite que se lea como si la
editorial Fuga lo volviera a publicar cada año de nuevo.
Si en Músico… y en Salones (2009) Moncada
alcanzaba la exquisitez de un lenguaje anclado a medio camino entre los mundos
cerrados y creados por la palabra y un cotidiano que les impedía ser simple
artificio, en Mimus del 2012 nos hacía aterrizar en la parodia, el metahueveo y
la sorna, cancelando o llevando al extremo las posibilidades de la palabra que
se muerde la cola. Mimus es la consecuencia del hastío por esa reiteración enfervorizada
del poema en el poema, para usar la expresión de Barquero. Hastío de la parole
del refrito, ironía de tanto work in progress.
Si la generación del 90 existe y no es solo
un grupo de nombres, de tipos nacidos en fechas cercanas que empiezan a
publicar en esa década en que Allende es sepultado, ya sin resurrección posible,
por ese pacto entre una derecha fascista y otra de centro izquierda, esa década
bastarda y gelatinosa; si esa generación no es el invento de una tesis de
grado, de un prólogo para una antología, Felipe Moncada debe ser uno de sus
exponentes más originales, uno de los que más lejos ha ido en el intento de
hacer poesía de la buena, que de eso se trata.
El tono íntimo de Silvestre es un querer
hacer hablar a ese mundo que no vemos, pero intuimos cercano. O que dejamos
pasar, como a las micros que antes se llamaban liebres, sentados en el paradero citadino: Un universo que se quema, casi literal y figuradamente en
su no existencia, en el destierro poético a que sido condenado: Una pasión por
el oficio del musgo, orfebrería del bosque, oficio del viento, por escucharlo y
de paso oír y observar a la hija del guardabosque.
La pasión del que habla, narra o va
diciendo estos relatos, estos trozos de prosa, estos versos como surcos en la
tierra húmeda, la cámara que lleva y va registrando, con la emoción levemente
controlada, lo justo para que el lenguaje no sea el protagonista, sino un medio
para escuchar el ritmo íntimo de los seres y poder, por qué no, “distinguir,
por su voz, una cascada de otra” como se nos propone en “Origen del nombre”. El
poeta argentino Daniel Freidemberg
(citado en el prólogo de Una antología de la poesía argentina, Lom,
2008) ha señalado en relación a una discusión sobre Neorromanticismo, Neobarraco
y Objetivismo en la lírica porteña:
“Hay, como se sabe, muchas maneras de
escribir poesía: algunos gustan de combinar sonidos o palabras bella o
curiosamente, otros optamos por la ficción (articular pequeños mundos con
naturaleza propia, imposibles de confundir con el mundo pero que de alguna rara
manera lo ilumina y lo reflejan, tal como una piedra ilumina y refleja el
jardín que la rodea) y hay quienes piensan que se trata de comunicar ideas o
sentimientos. La poesía que podemos llamar objetivista, en cambio, es la que,
sin desconocer la resistencia que presentan las palabras –su valor agregado,
las condiciones que imponen-, supone que las palabras pueden disponerse de modo
que el resultado no sea demasiado infiel al objeto o al hecho que se procura
registrar; la que permite a las palabras, a la autoridad del poeta y a su voz
ceder protagonismo”.
Diríamos que la poesía de Felipe da en el
intento de todas estas posibilidades; así Río Babel, Músico de la corte y
Salones están en la búsqueda de crear esos pequeños cosmos con naturaleza
propia, mientras Silvestre, sin negar necesariamente lo anterior, se nos
presenta más bien como un intento por describir, más o menos fielmente, el mundo
de los sentidos que evoca y provoca el estallido de la naturaleza que asoma frente a los ojos. No pretendo ver
objetivismo en lo que hace Moncada, porque nunca abandona lo lírico, pero algún
aire se respira en la medida que la experiencia directa de la “cosa” de la cual
habla se hace el sustrato del poema. Me atrevo a decir que hay una voladura,
una ventolera en que se mezclan distintas tendencias, matices y tonos, donde
poemas más contenidos en la extensión y la emoción (como “Sombrero de
paja” o “Eso fuiste”), conviven con
otros como “Tambor de fuego” donde hasta
el mito encuentra su posible entraña, pasando por guiños al azul, y toda la
poesía que tiene como referente la floresta (que no explícitamente en citas o
epígrafes), desde Juvencio Valle a Hurón Magma.
Ninguna arcadia pero tampoco ningún anti ni
ante paraíso. En esta poesía se vuelve a lo cotidiano del lugar, los lugares,
que sin llegar a ser santificados, se nos presentan con y como una nueva
visión, como si escribir fuera homologable a ir avanzando en el descubrimiento de
esta realidad que asombra “como si luego de ir una vida con los ojos vendados
te dieran el don de la vista” (“Descabezado grande”). Para decirnos a
continuación: “Luego, todo es materia de alucinación: las nubes como un soplo
entre los helechos, las rocas incrustadas en la ceniza, los cóndores, buitres
de la galaxia, cuando cruzan el abismo guiados por el pensamiento”. Qué cumbres
ha subido Moncada, que amaneceres, que volcanes y cielos abiertos habrá
observado, sobre qué alfombras de hojas
tendido escucharía el canto o el silencio del viento en los hualles, diremos
parafraseando a Rilke, para que recién, luego de un tiempo, esta experiencia,
estos recuerdos se hicieran palabras (omito deliberadamente el vocablo sangre).
No por gastada pierde esta cita menos actualidad leyendo Silvestre; quizás como
pocas veces intuimos que acá la cosa viene más por el lado de lo vivido y que la
arenga intelectual y académica no alcanza a rozar siquiera el musgo que se toca
y se huele, hipérbole mediante.
No gano nada con emocionarme, decía Lihn en
“Alma Bella”, pero en Silvestre está permitido pasar esa emoción al lector,
mientras el poema se mantiene erguido como un roble mecido levemente por el
viento. Luis Riffo señalaba esa característica en los poemas de Millán, aunque
en el caso del autor de Relación personal sea una visión desencantada del
mundo, lo que no ocurre en el universo de Moncada. Dice Riffo: “La capacidad
unificadora de esa concepción está dada por la distancia que el hablante
(explícito o no) mantiene con la experiencia objeto de los poemas (…) La vida
no es singular ni extraordinaria al modo romántico, sino común y situada en un
ámbito más próximo. Y la plasmación de esa vida mínima se revela en el arte de
Millán con una máxima tensión, que tiende en su desgarrado intimismo a la
representación genérica de una vida humana. Leemos en el epígrafe de Relación
personal: “La poesía no es personal”, y se aclara la expurgación de toda
pretensión romántica, de cualquier sospecha de confesión” (Revista El Espíritu
del Valle 4/5, 1998). Algo de lo que señala Luis sobre Millán, existe en estos
poemas (pensábamos en “Sombrero de paja” o “Eso fuiste”, pero creo también está
en otros textos como “Gallo”,
“Senderos”, “A la manera de los antiguos
cristos”, “Dos coihues”, por ejemplo). En muchos de aquellos dedicados a amigos poetas, como Bernardo González
(“Montañeros”), Alejandro Lavín (“Ceramista”, “Tambor de fuego” ), Gladys
González (“Silvestre”), Chiri Moyano (“Semillas”) o a personas íntimas en el
trato o la filiación consanguínea, como Filomena Manquepi, R.J. Manquepi o
Esteban Mijic, Felipe Moncada los presenta unidos por una misma concepción de
vida, donde prima el cariño por las cosas sencillas, por todo aquello cocido a
leña, como reza un libro de Moyano. Quizás la distancia con el objeto de su
enunciación no sea mucha ni poca, solo la necesaria. Sin dramatismo al final
del libro señala: “somos, no somos, ¿y qué importa?// Estamos y ya no estamos”.
Intento por emparentarse con todo el
cotidiano que lo rodea y escapar, a ratos, de lo libresco como quietud y
experiencia de viaje. Así en el poema “Morrillo” señala que: “hay tardes en las
que da asco estarse quieto, sepultado de cortinas y maneras. Hay que hundirse
entonces en el granito, sentir la espumilla de las cascadas, gritar como
animales para nacer de nuevo”. Porque acá no es el arte de perder lo que se
añora o se debe hacer nuestro, sino el arte de permanecer, “el secreto de
enraizar en el aire/ y crujir con la ventolera” (“Semillas”) en una fábula que parece no necesitar humanos o si los tiene
se nos presentan como extensiones de peñascos, digüeñes o glaciares. Un
universo perteneciente solo a aquellos que lo saben respirar. Un cosmos innombrado o que necesita una nueva forma de hacerlo. Por
eso la naturaleza es la protagonista a
este lado del paraíso, no el poeta y su lenguaje. Tampoco la reflexión sobre el arte de la
palabra, que cuando aparece, como en “Descabezado grande”, y más explícitamente en “Utilidad”, es apenas un murmullo de fondo, una excusa
para volver a hablar de los pinos, de la confianza en los gestos humanos, “el
vértigo de lo perdido” o “las queridas estrellas”. El metapoema no como un
ejercicio de supuesta inteligencia o conciencia del oficio sino como un koan
que no se pretende, un epeu apenas audible
por el temporal.
La naturaleza como protagonista, la mirada
de quien no deja de testimoniar la necesidad de nombrar y nombrar lo
sustancial, lo ignorado, aquello que nos
sobrevive y nos empequeñece en nuestros egos y miserias y condena cualquier
pretensión, y hace ver ridículas, como hace rato veníamos observando, cualquier
afán fundacional, que reduce a astillas esa actitud neovanguardista de intervenirlo
todo (cielo, desierto y acantilado) para
dejar el testimonio de el profetón, el Moisés
de la poesía o El superpoeta ( como lo llamara Rodrigo Lira): “En el extremo de
un hilo tiembla una hoja de hualle. Es tan sensible, que la pisada de un
cachorro podría dejarla vibrando para siempre. Es un equilibrista de la fronda,
un Calder tremolando perpetuamente en la floresta. Piensa la brisa en la roja
alfombra terrestre, húmeda en la expresión de las callampas. Otros verán lo
sublime, el glaciar cayendo a nebulosas lagunas, soñará el profetón su nombre
escrito en los acantilados, su ego en la camanchaca de los desiertos. Déjanos,
Moisés, mirando el destello en los hilos de araña, recogiendo avellanas,
crepitando junto al fuego de la rústica cabaña” (“Lo pequeño”).
Mientras pasa, mientras esperamos que pase
la poesía del gigantismo, del yo insuflado, que creíamos felizmente cancelada,
pero que aún algunos hacen respirar boca a boca, Silvestre nos dice (como dicen algunos buenos poetas
mapuches) en un tono que nunca es menor, pero tampoco es grito, que celebremos
la microrrealidad, el gesto cotidiano, sin pretender jugar a los dados en la
caverna de las imágenes. Nada es azar ni arbitrio en la descripción,
revelación, encuentro con la empinada cumbre y su ceniza, la cordillera
pehuenche y el mar lafkenche, las islas del sur, el cementerio de Huillinco o
la espuma del Pacífico frente a Tirúa. Nehuentúe, Cunco. Lumaco, Carahue.
Parece a ratos esta una poesía de ramales, de viejos trenes sin nostalgia donde
vamos echando paladas y calentado la marmita con vino junto al fogonero.
Silvestre es la derrota de la retórica del
vacío y la búsqueda incesante de la relación vida, naturaleza y, en menor
medida, escritura. No pensar más que en el próximo paso mientras se escala, se sube el peñasco, la montaña, se
nostalgia no el pasado ni el futuro, sino el presente: saudade del instante en
su huidizo daguerrotipo, dejando abajo, en la explanada, el ego, la carrera
triunfal hacia ninguna parte:”Sube. En cada gota que cae, un odio se hace más
pequeño. Cada paso es un golpe, así cuando venga un latigazo verdadero, la
burla, la risa de verte en el suelo, tengas un bosque en el aliento, una
pequeña vertiente fría que refresque tus caídas de bruto entre las
ortigas” (“La cuesta”).
La verdad de las cosas, digamos, lo
realmente importante (parodiando el poema “Escéptico, pero no”, de Mimus) es
que a veces, como ya hemos señalado más arriba, parece tan poco necesario el
ser humano en este mundo creado por
Silvestre, frente a la fiesta de los sentidos maravillados. En el poema final,
“Tambor de fuego”, el poeta Lavín es capaz de comulgar y hablar con robles,
parras y chercanes. Pero no sólo eso:
también dirige “con un bastón de coligüe/ el canto de todas las aves”. Es
quizás la vuelta del poeta desde su más allá, a sus lugares y seres amados, un
puñado de sitios, lares, elementos, aves, nombres: Andrés, Anekke, Bernardo. No
podemos, después de ese poema, sino
imaginar al Monje Lavín leyendo Silvestre de cara al viento, como si
tuviera entre las manos un pez de
espuma, de barro, de bronce o piedra, lleno de algas y corales.
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