Presentación "Obra Reunida"
por Nadia Prado
Ediciones Inubicalistas 2013
Bajo esta costra de hueso y piel, que es mi cabeza,
hay una constancia de angustias, no como un punto moral,
como los razonamientos de una naturaleza imbécilmente
puntillosa, o habitada por un germen de inquietudes dirigidas
a su altura, sino como una decantación en el interior, como
la desposesión de mi sustancia vital, como la pérdida física
y esencial (quiero decir pérdida de la esencia) de un sentido.
A. Artaud, El pesa-nervios
La Obra reunida (Ediciones Inubicalistas, 2014) de
Ximena Rivera lleva una doble inscripción, porque no solo nos da noticias de
una poesía singular y sobresaliente, sino que también pone en escena una suerte
de historia de nuestra más contundente poesía porteña y de sus condiciones de producción.
Entiendo esta edición, a cargo de los
poetas Felipe Moncada y Gladys González, como un don, algo que se da y por
lo que somos recibidos desde su apertura, que guarda su secreto y que se
resiste a una lectura clausurante, consagrando su ilegibilidad y su sombra, y
cancelando, así, el deseo de univocidad y la destitución del eclipse con que se
pretende apresar lo no dicho de lo dicho.
Resistirse, entonces, de extraer a cabalidad, bendecir la sombra y su
errancia, ¿qué decir de esta obra, qué reclamo desde ella? Poder oír aún la voz
en sombra y eclipsada de Ximena. Seguir conversando con ella sin ella. Una voz, tampoco esta, no podría ni puede quedar
intacta, íntegra, inalterada. Nada avanza ni retrocede
ileso. Es esa la imposibilidad que soporta la poesía, “esa especie de erosión,
a la vez esencial y fugaz, del pensamiento” (Ctd. en Blanchot 45), para decirlo
artodianamente, que busca en el extravío, en el desamparo de esa pérdida,
porque, como anota Blanchot, “pensar [o poetizar] es ya desde siempre no poder
seguir pensando” (Ctd. en Derrida 235)[1]. Se trata de
aquello que Artaud acuña como impoder esencial al
pensamiento, que irradia desde lo
intrínseco a lo extrínseco, del mundo íntimo al mundo
exterior, privación y negatividad: “[V]ida inalcanzable en la que somos
utilizados” (Rivera 58).
La escritura de Rivera está concernida por esa extrañeza, por voces que
registran, cantan, recuerdan a la madre muerta. Estar sola en el mundo, que
implica que nadie la contenga en la memoria; junto a la carga de saber, con
Borges y con su compañero Pepe, que “[n]o nos une el amor / sino el espanto”
(Borges, ctd. en Rivera 40) y que, sin embargo, la mayor necesidad no es el
amor, “sino que es la palabra amor, que es una metáfora y una apariencia” (49).
Entonces, nos disolvemos en lo pétreo de esos lazos, del desierto familiar, del
exilio del hogar propiciado por la maldad y la falta de fe de la madre, para
quien la hija es un bocado que “nunca [puede] digerir” (49). Ximena escribe: “Nosotros no pescamos a red,
pescamos con anzuelo y carnada: es una vieja tradición familiar” (84).
Escalofrío, fiebre y temblor de la infancia que vuelve en la adultez. Opacidad
que vela y revela un porvenir, un salto entre la vida y la experiencia de
vivirla. Extrañeza que experimenta el sujeto al coincidir y discrepar de sí: “¿Es
verdad que no podemos pensar sin palabras? ¿Es verdad que la vieja conjunción
de palabras y de cosas, obviamente en su también vieja ligereza, lo altera
todo? ¿No será un vicio, un residuo?” (82).
Degradación, falla o resto entre un yo y otro, desde una fluctuación que
rotula el intermedio que somos.
En esa juntura se intenta narrar, en medio de las aves
rapaces. Vuelo irrecusable de la herida, de lo que sucede dejando
de suceder. Dice Ximena en uno de los pasajes de su libro
póstumo “Casa de reposo”: “A la manera del Antonin Artaud,
soy una imbécil, porque mi pensamiento es estrecho y corto: mi pensamiento no
sucede. Acá hay horarios de visita. Se rompe la monotonía, pero en la casa no
sabemos si esta ruptura es algo positivo o negativo” (133). Cuando alude a
Artaud, usa esta contracción o crasis de omisión, en la forma del, y allí podemos leer el salto y cercanía de un sí a otro y, luego, ante la
mirada impuesta de los otros respecto de su degradación, levanta la imposición
de su pensamiento al escribir: “Mi yo se desgaja como un panecillo en la mesa
donde ellos comen” (133).
Sin embargo, ese yo dislocado de Rivera se reserva: “No estoy triste, no
se confundan: yo soy una imbécil y mala fama me encarcela. / Pero pasa que
ustedes perciben no sé qué debilidad, no sé qué amorfía en esta aseveración”
(133). Y luego cautela su deseo: “Debilidad mi ansia de concordancia, mi
hipócrita necesidad de ustedes, cuando les represento la angustia y corro a
pedirles piedad por las calles” (133). No obstante, ratifica mediante la
ironía: “Ellos observan mi cuerpo, mi ajado cuerpo, miran mis ojos, piensan en
mí. / ¿Piensan en mí? ¿En mí?” (133).
El lenguaje, que para Ximena
es una de las muchas formas de la tortura humana, nos mira y exhorta, porque
lleva en sí la impersonalidad, la infidelidad que porta todo aquello que ocurre en nosotros sin nosotros, en el sentido de ese desdoblamiento no místico, sino del vértigo, de la
intermitencia y de esa indistinción que se aloja en el sujeto. Es ese otro que, por ejemplo, en muchos pasajes de
“Antología de la locura” deja hablar al inconsciente
que, bajo arresto y sospecha por la negada alegría de conservar la unicidad,
produce escritura. La voz dividida en muchas soporta la animalidad apremiante
que come en el sueño y es con ella con quien Ximena delibera en una especie de
trance. Ahí el poema traga, realidad virtual en que el sujeto es otro que sí mismo; come y sueña, se llena de
escaleras, de huesos roídos, de cielo y abismo, de dislocaciones y dicotomías,
se vuelve un organismo que crece hacia dentro, que supura y se contraría:
“[N]ubes (…) cuervos de otro linaje (…) cuervos absolutamente blancos” (112),
dice Ximena en “Puente de madera”, y luego anota en “Una noche sucede en el
paisaje”: “Algo no marcha en nosotros (…) algo no marcha en
el universo”, porque “no existe la forma verbal (aunque el tiempo exista) que
resuma el tiempo viviente que somos y no somos” (88). ¿Qué es eso que no marcha
en nosotros? Algo que, como una “cadena cruza y gira y sigue” (88) y que,
además, en cuanto “marca de ceniza”, como ella escribe, marca desapareciendo. Suscribo con Blanchot que “la poesía está ligada a
esa imposibilidad de pensar qué es el pensamiento” (45). Allí donde el pensar
es una estela que se vuelve cada vez más difusa, donde se “sabe que es
indispensable una forma de muerte para llegar a la vida”, donde estalla “la
corteza de lo meramente apariencial” (104).
Un reflejo, un espejismo, una juntura llama, la
alteridad en el seno del sujeto, identidad fisurada que
invoca llevando la carga del que está diciendo. Acto de simbolización en el
vínculo con lo ajeno y lo propio, proximidad y distancia que hace dudar del lenguaje a Ximena, que “sospecha que su pensamiento
sobra [y] que sus palabras también” (104). Lo dicho,
como sucede en Artaud, ya no pertenece a quien escribe. El yo se disuelve y radicaliza su infidelidad e
incoincidencia, pudiendo solo ser restituido por otro que habita extraño en sí
mismo. ¿Qué es lo restante, qué excede de esta manera al sujeto?
Ximena apunta en “Delirios o el gesto de responder”: “Vi que
nunca el ángel del sueño / sobre el alma / tomó la forma deseada, / vi que
nunca el deseo de la neblina / sobre la casa / tomó la
forma deseada” (41). Ver es, por lo tanto, una
deformidad orgánica, una amorfía, habitar en el desconocimiento. Dislocación
ontológica, mediación y diferencia al interior del yo, como anota en “Casa de
reposo”: “Oh, Dios, compadécete ya. / Quita esa mano humana de mí. No me sirve,
me da frío, me da miedo” (132).
Por eso la pregunta que late es aquella que hace retornar a lo incierto:
“[Y] por la ventana vi nítidas las señales del cielo / yo supongo que vi / mas, ¿qué cosa vi?” (41). De esa
deriva esta poesía. Frente a frente en
discordia, cuyo texto crónico es el desacuerdo primordial en que vivimos. Vacío que, sin embargo, es exceso cuando lo que se
borrará marca la cabeza. Rivera se pregunta: “¿Hay algo más
desolador para usted / que los desnudos árboles estériles / o las tierras sin
cultivo?” (44). Ante lo estéril solo queda recrearse en delirios y
en gestos para conversar con la ruptura. “Estoy mirando para entender / tu alma en la colina”, dice en “Delirios o el gesto
de responder” (42). La colina, eminencia del despojo, por relativamente elevada
y por relativamente lejos, es decir, restringida y posible, es la invocación de
algo en su intento y deseo de grandeza, allí puede hablar despierta y en
sueños, en ese instante de desconcierto entre ambos. No decir, no escuchar,
no leer, sino entregarse al ocio de la comprensión y a su fracaso, en la
vecindad y lejanía en que se sostiene el deseo, plegado y abierto. Trato pensativo con el entorno y con su retiro,
desapropiada de la luz, en la creencia y el temor, en que “su voz pálida y paulatina reviste el temblor
grávido de la fe confusa” (Polanco): “¿Es que Dios no se conmueve / del
tremendo temor a Dios, / en el que vivo? / Estoy condenada a muerte, / y mi herida es la única luz / en cárcel tan
tenebrosa” (62), dice en “Poemas de agua”.
Herida babélica, dehiscencia, intermedio, desgarramiento, privación. Escribe: “[M]is sueños de dormida, / al igual que
mis sueños de despierta / no son míos verdaderamente / son algo agregado a mí,
tránsitos, pleitos que uno tiene con el pasado” (15). Producción
impersonal de ese algo –como hemos dicho– que no
marcha en nosotros, aquello que ya no pertenece y que nos hace
volvernos testigos de nuestra silueta en la colina cuando ya hemos descendido.
Lo que hay es recuerdo, gesto, esa última lectura en la que coincidimos
con Ximena –gracias a la invitación que nos hiciera Gladys González–, donde
interpelaba las letras con una lupa y las letras demasiado pequeñas se hacían
grandes. Es el estallido o la descarga de lo meramente apariencial de una imposición que
siempre nos siguió de cerca. Porque “mirar es un hábito [y
ella] sabe que de alguna manera la realidad se hace cierta / para el
entendimiento, tarde / pero se sabe también que eso no es así” (104). Y “[e]sta certeza produce (…) la certeza de una amenaza para su fragilidad”
(104).
Esta amenaza latente es Pompeya, población donde se ubica la casa de
reposo en que Ximena vivió cuando joven y antes de morir. Allí, en la pobreza
de esa casa, “se anuda Chile y nuestro destino” (130); allí
escribe, “con su dios feo, ese dios de tantos chilenos, que me grita en este instante: ‘entra, te
quedarás’” (130). En Pompeya Ximena dice sentir “una monstruosa, una
indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan
incomprensibles: todo tan feroz, tan desgraciado, quizá como yo misma” (131). La colina, elucubramos, esa escasa elevación, es el
intento de acercar esa distancia dejándole a la distancia su distancia. Llamar
a lo que aún está ausente y que creemos poder alcanzar. Este ser apartado y consumido, al mismo tiempo, es
acerado: “Pero el horror / es una dimensión de Dios,
/ un velo sutil / que siempre Dios nos dispensará” (71-72). Lo que castiga
absuelve al mismo tiempo. Todo permanece en sombras y tratamos de entender esa
profundidad. La llave de la cáscara, pero detrás de la puerta solo vértigo de
las voces, por eso se escribe en ese espacio, en el momento de la suspensión,
cuando parece perderse el fondo. Pero qué sería perder el fondo cuando ya
estamos totalmente hundidos, intentando un pequeño camino.
Hacia el final de “Casa de reposo”, anota: “Pero me pregunto: ¿qué ven
cuando me ven? / ¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas
ausencias, / este hundimiento en la realidad? Me pregunto: / ¿Qué ven cuando me
ven?” (134). Lo único que puede responder es lo que aún no es algo, lo que aún
no termina de tomar la forma deseada, eso que fue algo que ya no
es o que siempre solo supo ser otra cosa. Aquello que aún se ampara en la ausencia.
Me pregunto que sería entonces igualarse a sí mismo. Ximena tiene la
lucidez del pensar que deja de pensar: su ironía es disolvente y la
contundencia de su poesía conmovedora: “Por supuesto, ustedes se conocen a sí
mismos, claro. Pero yo veo lo que hacen” (133). Luego, punza escribiendo:
“¿Piensan en mí? ¿En mí? / Y creen que éste es su privilegio. / Se
apropian del privilegio como lo haría un sacerdote o un zapatero. Yo, que
hablaba de zapatos enfrente de ellos, para que ocuparan la palabra privilegio
como una prostituta o una verdulera que diera un juicio sobre la realidad, ya
que ellos ocupan todo su quehacer verbal para no salir nunca del círculo del
verbo” (134).
“Casa de reposo” es la casa familiar que se desea restaurar y aniquilar,
“la vieja realidad, sostenida por una analogía” (82). Ximena nos define la
intimidad, en el último texto de este libro. “Intimidad: La habilidad de un
individuo o grupo de mantener sus vidas y actos personales fuera de la vista
del público, o de controlar el flujo de información sobre sí mismos” (136).
Digamos que esta forma de preservación del sujeto, en ese estar o mirar la colina, es escasa: si nos acercamos mucho nos equivocamos, quedarse
en la orilla en el intento del viaje, desasir la estructura, no liarse a nada
es lo que aparece en su reflexión sobre el arte de la reproducción, en que las
cosas retornan, traspasando las fronteras del tiempo pero sin traspasar su
verdad, para quedarse en “un mero valor estrictamente
funcional” (Rivera 100). Así, escribe la desazón por
esos misterios que ya no puede liar a sí. Es la palabra que ocupa, liar, es decir,
con Benjamin, relampaguean pero ya están perdidas. No hay
forma de mensurar el alcance de esa muerte, las cosas de
antes ya no hablan, y si hablan, lo hacen con una lengua que nos devuelve a ese
infinito –que se “aparta de nosotros y se muestra como un ídolo casero” (79)–.
Sin embargo, la sobreabundancia en la que han dejado de existir
nos va llevando consigo. De este modo, “todo progreso hállase detenido en el
sujeto, que está inmóvil en sí mismo” (80). “No puede haber esperanza repito yo
[dice Ximena], ni alma donde pueda nacer esa frase miserable” (80).
Entonces, el grito del olvido es el grito de la ausencia, y es esa
intensidad la que, como ausencia de voz, intensifica la necesidad del grito.
Precisamente, esa ausencia no es sino el esfuerzo, y su fracaso, por alejar la
ausencia, no poder pensar del pensamiento.
A toda costa, como sea, cortarse la oreja, coserse la mano, dejar que
las bacterias y los hongos nos pudran. Cómo se escribe: de ninguna manera, de
todas las maneras, sin pensar en maneras, nada, sino en la “zona incomprensible
y bien erecta en el centro del espíritu” (Artaud 28), el ladrón y su ventosa,
el asaltante de caminos, el recopilador, el traductor, ninguna voz intacta.
Jadeo, descanso, descanso jadeo. Cómo entonces se cancela o se extiende esa
deuda entre palabra e imagen, entre un yo impersonal y ajeno a sí mismo.
Escribe Ximena: “No sé cuánto ha durado
el viaje / ni sé ya medir el tiempo, / pero estamos muy cansados / de luchar
con el mar (…) / A estas alturas sospechamos / que no es verdad / que un poema
se escriba con palabras” (72). ¿Es verdad que no podemos
pensar con palabras?, pero en esa insuficiencia es donde palpita el lenguaje,
conmoviéndonos o desalentándonos, porque como ella misma sostiene: “Los
lenguajes se exhiben, y lo que yo soy entre una modulación y la siguiente: se borra”
(82). Esta experiencia de la modulación y su porvenir, que es en la poeta más
bien un desaliento, se suprime. El lenguaje, “cosedura del entramado [que] se
notará siempre” (107), se vuelve sucesivo, próximo, anterior, inscripción y
retirada; sospecha de que hay en la cabeza una “marca [es
decir, huella] de ceniza” (39). Este ser entre modulaciones, que cruza la obra
de Rivera, parece poetizar en esos momentos de suspensión entre algo y otra
cosa, entre lo impersonal, lo ajeno, en el intermedio que cruza su poética.
Allí donde “la palabra late y se desgaja en sus letras, en su sonido y después
en su vacío” (91). Temblor entonces pulso, separación entonces
regreso, ruido entonces vacío cuando “[u]na parte tuya dice
que aún estás / la otra sostiene que te has ido” (41).
“Yo me llamo Ximena, la cadena cruza y gira y sigue” (88). La palabra,
como el yo, late y se desgaja para decir “[l]o
umbroso ya pasó” y “[l]os dioses [nos] dan su bendición llorando”
(Rivera 43). Temblor y tentativa de deslinde, sin embargo, todo aquello que se arrastra más allá de nosotros
no es solo el broche con el que punza el futuro ni el resabio de una derivación
incómoda, sino el inexcusable olvido y ausencia de sí que nos rodea, por deseo
hacia esa proyección, hacia esa zona del temor, hacia esa sensación intensa
cuya desmesura nos aferra a la gramática de lo que será. Gramática de “sombras y decorados laberintos” (45) y, al final,
rapidez y distensión, desaparecer temblando con “la máscara falsa del que dice era yo quien miraba” (65), en medio de “esa extrañeza de estar vivos”
(72).
Bibliografía
Artaud,
Antonin. “El pesa-nervios”. Scribd. 22 de mayo de 2011. Web. 5 de enero de 2014. .
Blanchot,
Maurice. El libro que vendrá. Caracas: Monte Ávila Editores, 1992.
Derrida,
Jacques. La escritura y la diferencia. Trad. de Patricio Peñalver.
Barcelona: Anthropos, 1989.
Polanco
Salinas, Jorge. “Los umbrales de Ícaro”. Letras.s5. 2006. Web. 5 de enero
de 2014.
Sontag,
Susan. Aproximación a Artaud. Barcelona: Editorial Lumen, 1996.
Rivera,
Ximena. Obra reunida. Valparaíso: Ediciones Inubicalistas, 20
[1] Sobre este punto, Susan Sontag consigna que “Artaud
no está asaltado por la duda de si su ‘yo’ piensa, sino por la convicción de
que no logra poseer su propio pensamiento. No dice que no pueda pensar; dice
que no ‘tiene’ pensamiento –que para él significa mucho más que tener ideas o
juicios correctos–. ‘Tener pensamiento’ significa un proceso mediante el cual
el pensamiento se auto-sostiene, se manifiesta a sí mismo, y puede responder a
‘todas las circunstancias del sentimiento o de la vida’” (12-13).
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