Presentación de "Incomunicaciones" de Rodrigo Arroyo[1]
Por
Julieta Marchant
Ediciones Inubicalistas 2013
Ediciones Inubicalistas 2013
No
somos soberanos del lenguaje parece decirnos esta poesía. Nada de él nos
pertenece y, sin embargo, las palabras aparecen, como pequeñas lámparas,
velando la experiencia de escribir. Aparecen, fulguran y se apagan y vuelven a
llamarnos cuando faltan.
En
El sentido del mundo, nos dice
Jean-Luc Nancy que «lo que no responde a un modelo, sea el que fuera, de
apropiación de la significación, lo que abre la relación y, con ella, la
significancia, es lo que nosotros llamamos la escritura» (175). La escritura,
entonces, sería «lo que precede a la significación, lo que la sucede y la
excede» y el sentido «que resulte posible algo así como la transmisión de un
“mensaje”. Es la relación en cuanto tal y ninguna otra cosa» (175). Algo nos
conmueve de la escritura de Rodrigo, algo me
conmueve –me atrevo a confesar– cada vez que leo a Rodrigo, más allá de
todo pensamiento, más allá de toda idea
que pudiéramos o deseáramos conferirle a esta poesía, más allá de todo deseo que
nos arrastre a intentar «traducirla» o descifrarla, es decir, reducirla a un
par de ideas o supuestos, más allá –digo– de todo gesto racional de un lector
que pretendiera encontrar un significado en esto que hoy leemos y que nos
estremece en su venida. Eso que nos conmueve quizá, que pareciera siempre
ubicarse en un más allá de la
significación o la captura, es la interpelación que en ella habita, lo que de
ella nos llama, cuando la escritura no cesa de venir y, así, nos reúne, nos
convoca, esto es, siguiendo a Nancy, sucede en y por la relación. «Apertura a
cada instante de este mundo-aquí»
(177), dirá Nancy; en el instante de la escritura, en ese momento singular,
presente como chispazo y también como espera –o sea, como ausencia– ocurre la
poesía. Y este mundo-aquí, que se nos
abre en Incomunicaciones de Rodrigo
Arroyo, sucede, justamente, en la apertura hacia lo otro. Cómo describir,
entonces, este libro, cómo reseñarlo y cómo incluso verlo solamente así –como un libro– cuando la invitación
parece ser lo contrario: no leerlo como un libro, en tanto la idea de libro
tradicional apela a algo cerrado, concluso, posible de capturar por una
materialidad –las hojas, el hilo, la cartulina, ideas que tanto han preocupado
también al autor, a este autor que piensa siempre, que nunca ha dejado de
pensar en el libro en tanto materia sujeta a ciertas disposiciones que lo
atrapan y sofocan–.
Cómo
escribir, al fin, sobre Incomunicaciones
–esa idea realmente me inquieta– cuando uno quisiera disponerse a leer y a ser
leído por Incomunicaciones, esto es,
cuando en esta escritura, pensamos nuevamente con Nancy, lo que acontece es el
sentido en la relación. El sentido del mundo, de alguien que atestigua su
existencia en el mundo, su pequeña y particular existencia junto a otros mundos
también particulares y múltiples. He ahí, entonces, la escritura como gesto
político por esencia, pues en esa
relación que ocurre en la escritura y que le da sentido, y no por ello
significado, lo que sucede ante todo, dirá Nancy, es «la resistencia infinita
del sentido en la configuración del “conjunto”» (176). Y podríamos tal vez
pensar que de eso proviene nuestra conmoción: esta escritura, mientras nos
llama, escribe sobre la herida y desde la herida –a través de ella–, en un gesto político que nada tiene que ver con
causas o compromisos, en el sentido panfletario. Tal vez por eso se pregunta:
«¿qué estallido se consigue ignorando los panfletos?» (Arroyo). Aparece así, y
ya al final de Incomunicaciones, la
imagen indescriptible de Luchín, el estallido de un puñado de palabras que
llegan siempre para hablar del dolor: «No puede haber palabra que no diga del
dolor», «[l]as palabras que Luchín deja en el suelo son parte / de un idioma
que es pura grieta y fisura en sus cimientos, / un silencio que nos ata» (Arroyo).
Llega Luchín a este libro y su figura nos habla de la catástrofe –«en tiempos
sombríos como estos» (Arroyo)–, de nuestros muertos, sabiendo que «la paradoja
de la ausencia es la presencia de un ocaso» (Arroyo), porque en este lenguaje siempre
prestado, porque en esta escritura que aloja lo político, nuestros muertos se
presentan del único modo posible: ausentándose, en el pálpito de una falta o
carencia que nos remece. «Un poema es la única forma de estar viniendo y no»,
escribe Rodrigo, es decir, el poema siempre está por venir, es una espera –primera
condición de la falta–, de esa ausencia que es presencia de un ocaso o de esa
ausencia de un ocaso que se nos presenta como falta y que no deja de
interpelarnos. Quién ha dicho que los que estamos presentes somos los vivos,
los que acarreamos con un cuerpo tibio. Quién ha dicho, quién ha osado a instalar
la verdad de que nosotros, los vivos, somos lo presente y que nuestros muertos
son incapaces de presentarse. Un segundo asunto entonces –y sumado a la
escritura como sentido en la relación– es la cuestión de la presencia.
«Todo
se construye basado en las distancias / en la ausencia de sentido / en la
belleza de los gestos nada más», leemos en Incomunicaciones.
La belleza en los gestos de Luchín, mientras lo soñamos sin quemaduras. La ausencia de sentido, que abandona su
posible negatividad, en la medida en que edificamos desde otro lugar, desde la
belleza de los gestos, desde acercarse al otro para acariciar un rostro herido,
desde la jornada con un viejo compañero, desde el llamado que este libro nos
hace, sin intención ni objetivo, sin pretensión de trascendencia, a comenzar
una conversación. Es como si nos dijera: la poesía ocurre en otra parte, la
poesía ni siquiera ocurre en el lenguaje, mucho menos mediante él –«decir poema es quizá una paulatina desaparición de
las palabras» (Arroyo)–, sino que ocurre en la experiencia, en ese «estar fuera
de lugar, / suspendido» (Arroyo). A lo mejor por eso nos dice: «Escribir
es mirarnos a los ojos», mirar al otro a los ojos, que nos devuelve en el
reflejo, en el silencio, en el breve instante del encuentro.
En
ese sentido, más que en los otros libros de Rodrigo, en Incomunicaciones asistimos a la apelación directa, textual, clara
incluso, hacia el otro; gesto que registramos en una segunda persona insistente,
que no cesa de «presentarse» toda vez que es llamada por esta voz, y que vemos sobre
todo en las primeras partes del libro: compañía y ausencia de alguien que el yo
de Incomunicaciones llama, en el deseo
de aplacar la soledad o en la necesidad de contacto. Es la falta de nuevo,
pues, tal como se sabe de la derrota frente al lenguaje, este yo, aunque parece
creer que todo ocurre en el encuentro con el rostro del otro, se lamenta
escribiendo ante la certeza de la ilusión: «Darle cabida a la ilusión de
hablarle a un otro» (Arroyo). Si este otro se presenta es –como los muertos– en
su ausencia. Si el yo lo llama, es porque no está; si el yo lo desea, es porque
le falta y, en esa carencia, es huellado. Así, ese otro –que deambula entre un
otro amoroso, un otro que es el mismo yo interpelándose y multiplicándose y, en
ocasiones, un otro como compañero de ruta– signa una primera falta al principio
del libro que no dejará de acontecer hasta el final y que nos habla, sin duda,
de una poética aquejada por la ausencia. Sin embargo, a pesar de aquello, hay
momentos en el libro sumamente conmovedores donde el contacto es posible, la
experiencia del contacto ocurre de un modo inaudito, casi insólito, a tal punto
que ya no sabemos quién es el que busca y quién es el buscado, quién es el que
escribe y quién es el escrito: «Y lloras o lloro, no lo sé. Despierto o
despiertas y soy o eres una mano empujando un lápiz sobre el papel» (Arroyo). Lloras o lloro, despierto o despiertas y soy o eres. Esa «o», aunque distancia una
palabra de otra, signa, a su vez, el lugar impreciso del alcance: soy o eres una mano empujando un lápiz sobre
el papel. El yo se disuelve, se entrega, se ofrenda a este otro y este otro
hace lo propio, hasta que esa «o» nos envuelve en el preciso instante en que el
encuentro es posible y ya no podríamos diferenciar quién es el uno y quién es
el otro. Ese instante tan pleno y tan luminoso de amar antes de saberse amado,
una de las condiciones que enuncia Derrida para que la amistad sea posible, es
decir, de amar no para ser amado, sin objetivo alguno y concernido por ese
acontecimiento.
Sin
adentro y sin afuera se desean el yo y ese otro, «sin afuera y sin adentro,
moviéndonos junto a una veleta, escapándonos de los límites de la
representación» (Arroyo). Otro asunto aquí, de este modo –y unido al de la
presencia–, es la representación, representada,
a su vez, en Incomunicaciones, a
través la imagen del video que, como telón de fondo, nos recuerda, entre otras
cosas, una de las condiciones de cierto arte y de cierto lenguaje que parece
limitarse y desfallecer en la representación: «[U]n video es siempre el
movimiento de una imagen plana, bidimensional, ajena a la lluvia» (Arroyo),
pues «[t]oda representación suprime un duelo ausente» (Arroyo). Ante las
categorías de la representación, ante la medición que toda representación hace
de los objetos, este libro duda. De este modo, paulatinamente vemos desbordadas
las distancias entre quien representa o mide y entre lo representado o medido:
«[U]n grabado puede reproducirse tantas veces / que la imagen se apropia de las
líneas que los ojos dibujan cuando miran»
(Arroyo) o «una pintura / no es más que un objeto en posición horizontal /
un cuerpo que permanece ahí, palpándonos la mirada» (Arroyo). ¿Nosotros miramos a la pintura o ella
nos mira a nosotros, nos palpa la mirada?,
¿nosotros miramos un grabado o él dibuja las líneas que nuestra mirada traza?
Y, finalmente, ¿escribe el que escribe o bien escribe el que es escrito?, ¿no
será acaso el momento en el que las
palabras nos buscan y van a nuestro encuentro cuando escribimos? Pienso
esto desde la oposición, siempre previa a la conciencia o a la intención de
oposición, de escribir por algo o para alguien, es decir, de escribir para
representar, para hacer que algo aparezca.
Cuando, en realidad, si acá algo «aparece» es simplemente el relampagueo de una
falta, de un cuerpo que no ha cesado de morar en la ausencia y de una mano, que
aun escribiendo, sabe que empujar su
carne por el papel es un gesto de extravío. Así, nos preguntamos quién mira y quién
es mirado, quién escribe y es escrito, mientras asistimos a esta escritura que es
la búsqueda del otro ni adentro ni afuera, en un trayecto que no está sujeto ni
a la representación ni a los videos y que, encontrando y no el lugar del
encuentro, se pregunta: «¿Es la esquina del lenguaje una guarida?» (Arroyo).
«La
mano que escribe es aquella que agita el velamen / en medio del naufragio» (Arroyo),
leemos en Incomunicaciones. El
velamen, o sea, el conjunto de velas de una embarcación, aquí en extravío y
naufragio. Velamen de vela que, a su vez, es el plural del latín velum, lienzo, tela. ¿Qué será,
entonces, agitar el velamen?, ¿qué
podríamos intuir cuando pensamos que escribir es agitar el velamen? En un primer momento, aparece como el gesto ante
el fracaso que toda escritura contiene –agitar velas cuando se naufraga en el
lenguaje y nos extraviamos–, pero, en tanto velamen
está unido a la palabra velo,
signa también el acto de enarbolar el velo, no sacarlo del todo, pero sí
mecerlo y, en ese movimiento, dejar que el rostro del otro –antes cubierto del
todo por el velo– aparezca. Imagino la imagen del rostro de alguien que aparece
cuando el viento lo descubre y que luego desaparece y vuelve a aparecer,
siempre distinto y singular en cada venida. Así son también estos poemas, que
en esa agitación del velo no cesan de llegar al tiempo que se ausentan,
mientras esa mano que teme y tiembla –y que, sin embargo, escribe– agita el velamen en medio del naufragio.
[1] Una versión corregida de este texto fue publicada en la revista Aisthesis, número 55, julio 2014: http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-71812014000100013&lng=pt&nrm=iso
[2] Este libro no tiene numeración de páginas, por lo que al citarlo se indica solo el apellido del autor.
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