La imagen o la intensidad
Sobre La velocidad de la caída, de Florencia
Smiths
La ausencia
dura, me es necesario soportarla. Voy pues
a manipularla:
transformar la distorsión del tiempo en
vaivén,
producir ritmo, abrir la escena del lenguaje.
Roland Barthes
Ahora
bien, más allá del archivo, la finalidad, los métodos y la espectacularidad de
los mismos son cuestionados por Didi-Huberman. Podemos suponer las razones
para, por lo menos dudar de todo esto; en el sentido que la exhibición o la
aparición mediática de ciertas intensidades ha resultado finalmente en su banalización,
o en el caso de Charcot, para ser tildadas como patológicas, añade Žižek.
Se imagina
una enfermedad terrible
arrimándose
por sus costillas
un germen
desprovisto de señales visibles
pero calcado
a fuego en la sangre
escribe
Florencia Smiths en La velocidad de la
caída, adentrándose en dichas
profundidades, tensionando así el modelo impuesto por un mercado patriarcal que
configura una conducta a seguir por el resto de las mujeres, castigando
comportamientos que resulten un obstáculo para los intereses forjados a lo
largo de la historia. En este sentido, el atractivo o la belleza de las
imágenes fotográficas no encuentra cabida en esta escritura, que rechaza la utilización
de la imagen femenina como objeto
la única
imagen
que ha de
perdurar
es la de la
fruta podrida
sobre la mesa
como adorno
indica
Florencia, rechazando la condición paradigmática de la imagen femenina, aun
cuando ella responda a las intensidades anteriormente descritas. Y es que lo
que esta escritura busca, podemos suponer, es adentrarse y perderse en un
cuerpo que suele ser el propio, y en cuyas marcas podemos encontrar las huellas
de un lenguaje, los rastros que deja en el cuerpo como posibilidad o disidencia.
Ahora,
es cierto que podemos encontrar un relato amoroso en el fondo de esta
escritura, pero más bien como una instancia narrativa, donde el otro no aparece
sino en dicha condición, carente de voz y características, convocado más bien
desde el dolor. Lo que podemos leer no como una característica de la escritura
que nos convoca, sino más bien como una metáfora que ilustra el modo en que
Florencia se acerca al lenguaje. Y que nos permite comprender, además, que tal
vez no sea allí donde se encuentre la sensibilidad poética, sino en el cuerpo. En
las huellas e historias que contiene. Y que nos dejan ver la aversión y
distancia respecto a un mundo que les obliga (a las mujeres) a ovillarse, ante la
constante violencia que han debido naturalizar. Imponer el repliegue es también
proponer un deseo íntimo y profundo en tiempos regidos por la superficialidad y
la constante exhibición. De ahí entonces que la casa no es sino una respuesta
ante la necesidad de cobijo y un espacio propio, un lugar en el mundo; un lugar
posible, se diría. Que actúa como vínculo con una tradición poética reciente,
como es la vuelta sobre esa tradición que Eugenia Brito describe como superada
en Diamela Eltit, es decir, una poesía de espacios cerrados. Y es que más allá
de mencionar o describir exteriores en algunos poemas, todo indica que el libro
transcurre en el interior de una casa. Es así que por momentos Florencia logra
que el lenguaje, y por extensión la poesía, tome la forma de una llave, o una
ganzúa como dijo Lira, que ha de permitirnos el acceso a la oscuridad que en la
mayoría de los casos, nada más podemos percibir al asomarnos e intentar ver a
través de los vidrios empañados por nuestro aliento; vidrios cuya condición de
transparencia se hace inútil por la noche. Pero en el libro, en este libro
indica que, la llave está perdida, y la fotografía oculta. Negándonos así la
posibilidad de futuro que la imagen habría de exhibir a contrapelo. Es decir,
Florencia desarrolla una escritura que se extiende al paso de las horas, sin imaginar el deterioro.
La casa se ha
cerrado
todas las
fotografías
que colgamos
de la pared
están
divididas
y ya no son
espectáculo
de biografías
señala
Florencia, dejando en claro que la aparición de la queja y el sufrimiento no
constituyen un recurso estético, alejándose del lenguaje en cuanto forma,
adentrándose en la opacidad como quien describe una caída. En palabras de la
Pizarnik, La lucidez es dolor y el único
placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría
será el placer de ser consciente de la propia lucidez.
El testimonio, en nuestro tiempo,
parece responder a un carácter imperativo, de urgencia o de inmediatez. No es
el acto del escritor que se instala al margen del tiempo y escribe una memoria
para el tiempo. Escribió
Eduardo Milán, e inmediatamente podemos situar la escritura que Florencia ha
ido construyendo con el tiempo. Repitiendo
la porfía de quedarse, dice al tiempo que insiste en un conjunto de
fragmentos desperdigados por ahí, que dan cuenta del abandono propio y el de
una casa. Soledad que abre esta escritura, pérdida que abre, no un canto como
Orfeo, sino más bien un susurro en medio de la noche y las grietas. Mientras de
fondo ronda en esta escritura la idea del suicidio, que así como en otros
poetas, más allá de responder al cliché, se asocia a la disconformidad con una
vida, o un sistema de vida que destruye en forma progresiva e implacable las sensibilidades
más profundas, en otras palabras, se destruyen posibles acercamientos al
lenguaje. Aprendo a morir, / a decir no escribiré,
señala Florencia, del único modo en
que podríamos pensarlo, es decir, escribiendo.
Valparaíso, otoño del 2015
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