Por Cristian
Cruz
Han sido pocos los libros o poco los poetas que se
han revelado al mundo con un grado contemplativo y pasión por los elementos.
Podrían ser las causas a eso, que dicha poética se sitúa, o ha sido intencionalmente
situada fuera del famoso canon, o fuera de la moda predominante en la generación.
Difícil es además que, habiendo un territorio que exhala a cada momento el vaho
de los materiales y por ende, exalta la bondad espiritual de la tierra, coloquemos
fronteras infranqueables que no permiten la poetización por una parte, y la
desidia lectora por la otra. Decimos esto mientras estamos en una montaña
contemplando el Imperio de la Nieve, la autoridad de los árboles, la sencillez
con que se mueven las manadas en la
planicie. Sí, es un deambular fuera de la urbe, literalmente, pero es un
deambular sobre nuestra propia humanidad. Moncada coloca su humanidad, su
espiritualidad al servicio del territorio,
su admiración y contemplación al servicio de las plantas y animales, de
la fauna personalísima del poema.
El ejercicio es anular, contraponer, rectificar el espíritu poético. Retrocede según la
mirada occidental, deserta a la ciudad, desmitifica lo frío del transeúnte anónimo, y
lo coloca como recién nacido sobre el paisaje.
Mucha poesía china, mucha cosmogonía indígena, mucha
botánica, ornitología, mucha flora y fauna, mucha vida. ¿Qué nos plantea
Moncada en Silvestre, su séptimo libro?, nada que no existiera frente a
nosotros. La montaña habla y Moncada habla y responde. Digamos que Silvestre se
coloca al servicio, a la necesidad de encontrar la verdad, esa verdad que suele
perderse en el vacío de la realidad circundante (la ciudad). Ya hablamos del
canon, que escasamente cita, participa o reconoce esta propuesta poética. Vean
ustedes cuánto cuesta restablecer filiaciones con un Barquero, un Teillier, o
un patagónico Rolando Cárdenas. Poetas que colocaron o han colocado de manifiesto
más que la contemplación, la visión cultural sobre lo valedero y verdadero, que
precisamente no son las ciudades.
En un país lleno de
rincones, difícilmente podríamos abstraernos poéticamente de esas composiciones
de colores y aromas, de las especies que tanto nos recuerda Moncada. Pero no se trata de nombrar el elemento o la
cosa, Moncada acertadamente filtra, espiritualiza y refina su mirada:
Descansamos en las
bandurrias
tomamos agua con harina
en los Treiles.
¿Pero quién los nombra
a ellos,
al tiuque o el agudo
tricahue?
¿Quién al fuego le da
una hoja roja lamedura
de bautismo?
¿Cómo distinguir, por
su voz,
una cascada de otra?
Indudablemente
Moncada se aferra a una mirada religiosa sobre el paisaje, es decir, que
redescubre una ventana filosófica personalísima, dándole a las cosas su valor
según el regocijo que provocan al interior de sí mismo. El pensamiento
contractual es netamente occidental, la cosa tiene valor según su utilidad
inmediata, dando al hombre un tenor frío, un desarrollo gris, sin alma. Silvestre,
poesía, nos da una visión completa de lo que realmente nos rodea; cielo,
tierra, montaña, firmamento, flora y fauna. Fluyen en momentos, que no son
pocos, bellísimos torrentes de energía natural como manifestación de las experiencias
del autor con el territorio. Personalmente creo que no necesitamos morar al
otro extremo del planeta para encontrarnos con un territorio que nos motive una
poesía contemplativa. Es más, nuestro propio Tibet es nuestra cordillera,
cordillera que ha sido poco rescatada o poetizada, exceptuando el grado oscuro
y tremendista, si ejemplificamos a Zurita.
Hospitalidad, cortesía, no podemos ignorar que
Moncada nos expone por añadidura a cierto vacío que acompaña nuestra precaria
realidad citadina.
Símbolos que conectan lo humano con lo natural, lo
espiritual con lo social, refrescan una antigua memoria, un gen que todos
llevamos tatuados en la frente, el americanismo, el suelo chileno, el espíritu
de cada cosa que nos recuerda el Dios natural que se poetiza diariamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario