lunes, 16 de marzo de 2015

Silvestre, la humanidad al servicio de los elementos

Por  Cristian Cruz



Han sido pocos los libros o poco los poetas que se han revelado al mundo con un grado contemplativo y pasión por los elementos. Podrían ser las causas a eso, que dicha poética se sitúa, o ha sido intencionalmente situada fuera del famoso canon, o fuera de la moda predominante en la generación. Difícil es además que, habiendo un territorio que exhala a cada momento el vaho de los materiales y por ende, exalta la bondad espiritual de la tierra, coloquemos fronteras infranqueables que no permiten la poetización por una parte, y la desidia lectora por la otra. Decimos esto mientras estamos en una montaña contemplando el Imperio de la Nieve, la autoridad de los árboles, la sencillez con que se mueven las manadas  en la planicie. Sí, es un deambular fuera de la urbe, literalmente, pero es un deambular sobre nuestra propia humanidad. Moncada coloca su humanidad, su espiritualidad al servicio del territorio,  su admiración y contemplación al servicio de las plantas y animales, de la fauna personalísima del poema. 
El ejercicio es anular, contraponer, rectificar  el espíritu poético. Retrocede según la mirada occidental, deserta a la ciudad,  desmitifica lo frío del transeúnte anónimo, y lo coloca como recién nacido sobre el paisaje.

Mucha poesía china, mucha cosmogonía indígena, mucha botánica, ornitología, mucha flora y fauna, mucha vida. ¿Qué nos plantea Moncada en Silvestre, su séptimo libro?, nada que no existiera frente a nosotros. La montaña habla y Moncada habla y responde. Digamos que Silvestre se coloca al servicio, a la necesidad de encontrar la verdad, esa verdad que suele perderse en el vacío de la realidad circundante (la ciudad). Ya hablamos del canon, que escasamente cita, participa o reconoce esta propuesta poética. Vean ustedes cuánto cuesta restablecer filiaciones con un Barquero, un Teillier, o un patagónico Rolando Cárdenas. Poetas que colocaron o han colocado de manifiesto más que la contemplación, la visión cultural sobre lo valedero y verdadero, que precisamente no son las ciudades.
En un país lleno de  rincones, difícilmente podríamos abstraernos poéticamente de esas composiciones de colores y aromas, de las especies que tanto nos recuerda Moncada.  Pero no se trata de nombrar el elemento o la cosa, Moncada acertadamente filtra, espiritualiza y refina su mirada:

Descansamos en las bandurrias
tomamos agua con harina en los Treiles.
¿Pero quién los nombra a ellos,
al tiuque o el agudo tricahue?
¿Quién  al fuego le da
una hoja roja lamedura de bautismo?
¿Cómo distinguir, por su voz,
una cascada de otra?

Indudablemente  Moncada se aferra a una mirada religiosa sobre el paisaje, es decir, que redescubre una ventana filosófica personalísima, dándole a las cosas su valor según el regocijo que provocan al interior de sí mismo. El pensamiento contractual es netamente occidental, la cosa tiene valor según su utilidad inmediata, dando al hombre un tenor frío, un desarrollo gris, sin alma. Silvestre, poesía, nos da una visión completa de lo que realmente nos rodea; cielo, tierra, montaña, firmamento, flora y fauna. Fluyen en momentos, que no son pocos, bellísimos torrentes de energía natural como manifestación de las experiencias del autor con el territorio. Personalmente creo que no necesitamos morar al otro extremo del planeta para encontrarnos con un territorio que nos motive una poesía contemplativa. Es más, nuestro propio Tibet es nuestra cordillera, cordillera que ha sido poco rescatada o poetizada, exceptuando el grado oscuro y tremendista, si ejemplificamos a Zurita.

Hospitalidad, cortesía, no podemos ignorar que Moncada nos expone por añadidura a cierto vacío que acompaña nuestra precaria realidad citadina.


Símbolos que conectan lo humano con lo natural, lo espiritual con lo social, refrescan una antigua memoria, un gen que todos llevamos tatuados en la frente, el americanismo, el suelo chileno, el espíritu de cada cosa que nos recuerda el Dios natural que se poetiza diariamente.    



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