martes, 21 de septiembre de 2010

Ensayo

MEMORIAS DEL BARDO CIEGO
por Carlos Henrickson 

No ha faltado quien ha visto en el gesto teillieriano un momento determinado en el desarrollo mecanicista de la poética chilena. La afirmación del evanescente mundo de la evocación natural como la patria propia desde la cual se construye el sentido poético, con la desolación de este locus que da paso a su vez a la imagen puramente nihilista de una existencia absolutamente absorta en la ciudad –este proceso literario parecía responder demasiado bien a un “esquema de lectura” de la creación poética en el Chile del siglo XX.

          Un puente natural entre la imagen simple e ingenua del sujeto literario de los años 30 (cuya redención por la imaginación poética o la revolución política era, por tanto, un dato positivo en el futuro), el vacío existencialista de los años 50 (con un nihilismo imbuido en un molde social republicano que le permitía sublimarse intelectual y estéticamente) y lo inefable del horror de la dictadura, que sumía ambos momentos anteriores en un nihilismo al que la tecnificación de la vida le cerraba todas las puertas de salida. Si bien a la obsesión clasificatoria de la mala conciencia cultural chilena un desarrollo lineal que pudiera subsumir absolutamente las lecturas de poetas tan absolutamente originales como Teillier le cae de maravilla –haciendo, por ejemplo, que obras de peso literario bastante inferior posteriores a los 70 puedan asumirse como grandes momentos poéticos en la historia de Chile, ya que bastaría sólo con dar cuenta del vacío, el dolor, el silencio o el caos para ponerse a la altura-, sucede que, por otro lado, la creación poética jamás ha estado restringida a la metrópolis a medias desarrollada que constituye Santiago, lo que desde ya obliga a reconsiderar cualquier lectura lineal. Aparte de que entre poetas jamás nos hemos puesto todos de acuerdo para aprender a leer de nuevo el mundo y la historia cada vez que a algún investigador a sueldo universitario le es más cómodo que se escriba de determinada forma.
          Es por esto que los gestos que se acostumbran considerar de “retaguardia estética” –término que yo mismo he usado alguna vez por comodidad- presuponen esa especie de “falacia lineal”, que al verse con más calma y profundidad ni siquiera se puede aplicar a las ciencias exactas. Lo que aparece como más esencial de la era posterior a las vanguardias de principios de siglo XX es, de hecho, la capacidad de las manifestaciones literarias de dar giros y reconsideraciones hacia cualquiera de las instancias “superadas” de la creación pasada, produciendo una renovación incesante de la mirada sobre su mismo tronco generativo –una de las características esenciales de un momento artístico vital y orgánico, en contraste con el instante clásico.
Lo ya dicho se hace palpable al apreciar Memorias del Bardo Ciego (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957), en que el entorno de un mundo natural no se abre del modo traumático planteado por Teillier –en el cual la presencia de la naturaleza es para el hablante casi la comprobación, cuando no de su desaparición, de su pertenencia a un segundo mundo marcado por la experiencia evocativa-, sino desde la posición de una efectiva contemplación, que abre un umbral de comprensión real del mundo. Lejos de cualquier intelectualismo o la emoción luctuosa que se asimila a la nostalgia del lar, el epígrafe de Antonio Gamoneda, que conecta una comprensión vital del mundo con la evidencia de la verdad, deja ver desde ya un programa posible del poemario, al eliminar de plano cualquier sombra de distancia con respecto a un entorno definido por la posibilidad de conformar una simbiosis orgánica con la conciencia creadora:

Creo que las palabras ya no alcanzan
a decir esta manera de ser lirio,

expresa en el poema llamado precisamente “Lirio”, dedicado a Thomas Merton, uno de los referentes fundamentales para la recreación del tema de la contemplación natural en el contexto de la poesía post-vanguardista. Así, traspasado por el silencio de las cosas, como expresa en dicho poema, González Koppmann parte desde el reconocimiento de que no es suficiente la palabra en el trabajo sobre sí misma para llegar a conformar una voluntad efectiva tras la creación literaria. Esta voluntad podría bien asumirse como una de verdad, como una especie de ventana a la trascendencia de la obra literaria que pudiese superar el desfondamiento en que una concepción intelectualista, estagnada e inorgánica de la escritura poética la habría dejado. La imagen de “Biblioteca Nacional” –el punto de referencia más obvio de una cultura literaria chilena centralizada- es clara:

Mientras leemos a los muertos
se me olvida el nombre de los pájaros

          En que se hace evidente, además, la oposición entre una poesía codificada y conservada –más notoria en su calidad de objeto en cuanto escrita por muertos- y la noción de un lenguaje “natural”, aquel que es capaz de designar criaturas naturales, asociado en el texto a seres vivos marcados por la agilidad y la falta de fijeza. Este último lenguaje es postulado continuamente en el poemario como una forma primordial de comunicación, desde la misma situación en que se le encuentra: una relación estrictamente individual del poeta (entendido como quien sabe y puede comprender su entorno más que como quien puede interpretarlo o representarlo) con un mundo que aún no se ha liberado de los ritmos y formas más esenciales de la vida.
La exigencia de privilegio de esta concepción del lenguaje poético en Chile tiene larga data, y se puede rastrear incluso su cercanía a reflexiones bastante más complejas e intelectuales que sencillamente ingenuas, como las del romanticismo alemán o las concepciones reaccionarias ante el occidente tecnológico de Tolstoy –y basta confrontar a Teillier y a Luis Oyarzún en este sentido. Un aporte interesante de González Koppmann para alejarse de los extensos córpora lárico e ingenuo en la escritura chilena moderna, es la asociación con el referente épico europeo que constituye el Kalevala, obra formada por Elias Lönnrot durante la primera mitad del siglo XIX, que recopila y da un orden a los relatos folclóricos de la región actualmente ocupada por la república de Finlandia y la región tradicional de Karelia. La elección de este texto como referencia explícita dentro del poemario cobra importancia cuando se examina un par de características del Kalevala.
          El Kalevala, tal como muy probablemente ocurrió en el caso de los poemas homéricos, responde fundamentalmente a tradiciones que jamás estuvieron fijas y conservadas en el papel: su expresión propia es la de versos concebidos para ser recitados en público, tanto por un aedo solo como en el contexto de desafíos. No nos debiera sorprender en Latinoamérica tal forma de expresión y comunicación –en Chile tenemos el Canto a lo Divino, en que un poeta popular acompañado de guitarra compone en una forma fija las leyendas cristianas, muy razonablemente una herencia de los catecismos jesuitas en verso de la época colonial. Sin embargo, el Kalevala tiene ciertas características que llevan a leer el poemario de González Koppmann en ciertas perspectivas: la antigua épica finlandesa no se trata de luchas armadas entre héroes, cuyo mundo está separado ya del mundo de los dioses. En el Kalevala, los conflictos no tienen que ver con el hierro y la guerra material, sino con el canto y la guerra mágica –en un mundo aún no emancipado de sus dioses, el poder del verbo no está tan separado como para ser propiedad de entes trascendentes, por lo cual el poema tiene una relación directa con el mundo. Esto es digno de tomar en cuenta al leer poemas de González Koppmann como “Solo de pájaro”, dedicado a un fiofío (ave de la zona central de Chile):

Azul que rodeas
las cosas, llena
esta soledad de
mis huesos, el
dolor de viejas
cicatrices, y
hazme bosque
ala,
viento

          La alocución evoca, en efecto, esa simbiosis entre creación y naturaleza que desemboca en la capacidad primordial de metamorfosis del ser dentro del contexto mítico –y precisamente en la dirección de un deseo de renovación que se engarza y evoca lo más propio de dicho contexto, renovación periódica que fundamenta el ritmo natural de una existencia que aún no es emancipada por los eventos históricos de la modernidad.
          Resulta asimismo interesante el trabajo sobre el verso que González Koppmann ejecuta en ciertos textos del poemario, entre ellos el poema recién citado. Lejos de la respiración “natural” de la poesía chilena moderna (que por lo demás también aplica con gran presteza, paradojalmente en la sección más ceñida al imaginario del Kalevala), González Koppmann encuentra diversas salidas para hacer al material poético digno de esa actualidad primordial –actualidad mítica- a la que aspira. Particularmente interesante me resulta “Versos del jardinero”:

Desde temprano en la huerta
escarbo los pensamientos
con la poruña mojada
silbando airecitos viejos

Estuve de sol a sol
desmalezando las melgas
aguardando que brotaran
azulillos a mis penas

en que lejos de presentar ingenuidad, me parece que González Koppmann consigue usar con verdadera fluidez y sin artificios uno de los versos más difíciles dentro de la métrica tradicional de la poesía oral. Me interesa hacer notar esto, ya que este “trocaico tetrámetro” (para decirlo en términos técnicos) es precisamente el metro del Kalevala. Esto me hace pensar, necesariamente, que González está muy lejos del estereotipo fácil del poeta lárico, y que el uso de formas tradicionalmente asociadas a la ingenuidad campesina o a un mítico mundo primordial en él están necesariamente utilizadas con la arquitectura y la sofisticación de un genuino y consciente creador literario, que incluso ha trascendido la pasiva mirada del poeta lárico para poder efectivamente hacer una poesía en que la vivencia se hace presente sin matices de evocación (pienso en poemas como “Lanchón de mañío”).
          Por más que Memorias del Bardo Ciego presente defectos de construcción en cuanto poemario (poemas de temática y tono absolutamente distintos se reúnen sin una real necesidad interna), en cuanto colección de poemas representa un sustancial salto adelante en la producción de González Koppmann, un autor que hace ya tiempo tenía una presencia importante en la producción maulina. Este poemario le da presencia nacional no sólo por la situación editorial, sino por la consciente universalización de los temas y el fino trabajo sobre la musicalidad de los textos, lo que le hace trascender con mucho gran parte de una sección de la poesía chilena que, si bien se desea ingenua, ha aprendido a ocupar una supuesta necesidad de tosquedad como sello de naturalidad, cubriendo así la falta de voluntad de oficio –uno de los grandes defectos de la mayor parte de la producción realizada desde la provincia chilena.
          Es en este sentido que Memorias del Bardo Ciego sabe ocupar su sitio dentro de una literatura chilena en que la problematización de la experiencia urbana parecía el tema mayor, volviéndonos la mirada al oficio mismo de la poesía en su asociación más propia y primordial: responder a una expresividad íntima que, quizá, sólo es posible encontrar en la contemplación de aquello que la ciudad sabe negar demasiado bien –la afirmación de lo real que sólo se da extramuros.

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