Por
Chanchán Olibos
Para empezar quisiera leer un
poema de Chiri Moyano, el que condensa en su decir certero todos los símbolos
que vendrán con la lectura del libro “Todo cocido a leña.” Se llama “Infancia”:
“No olvido/los versos escritos en
la pared de adobe: hay que volver a sembrar la tierra/ y
cuidar el agua/ como una gran pepa de oro/ y los niños que se columpien/ a la
sombra de los olmos y sean el sol y la savia/ de este legado”.
El barro de nuestros
juegos infantiles, trabajado por el genio inmemorial de la humanidad se
convierte en el material de construcción insuperable, el adobe, uno de los
símbolos clave de este poemario. La palabra grabada en el adobe permanece, vive
en la memoria de las generaciones, como el lenguaje zoomorfo de los relieves de
la milenaria Chan Chan, la ciudad más grande del mundo construida en barro.
Hay que volver a hacerse la casa
con barro y paja, sembrar y cosechar el sustento que nos regala la tierra, y
evitar por cualquier medio que ya no haya agua que beban los olmos para crecer
gigantes, que beban los niños para
brotar con salud salvaje bajo la bendita frescura de la sombra vegetal. Que la
palabra verdadera permanezca. Que el brillo del agua, más bello que todas las
joyas, siga brincando por las quebradas, con su libertad fertilizando todo a su
paso.
La poesía de Moyano es un cántaro
de greda lleno de imágenes, que atesora las verdades conservadas por la
sabiduría de sus ancestros. Mujeres y hombres que despiertan de madrugada a un
día que les pertenece. Generaciones a patapelá que aprendieron los usos de una
vida soberana y leal, los oficios, las labores múltiples que exige esta altiva
soberanía: huerta, viña, huevos de casa, casa de barro. Lo esencial. Lo que la
palabra poética nombra para salvaguardarlo, para recrear el mundo mítico donde
la humanidad era libre y la naturaleza era la madre nutricia y prodigiosa: “sabiendo
que debajo de las piedras hay un pequeño mundo mágico en donde nadie es dueño
de nada. Y en la copa de la palma saben que ahí viven las águilas con las
culebras” (“Viejos campesinos”). La tierra eriza su manta de yerbas
medicinales, ensucia la cara de las mujeres que paren a sus crías en casa como
la abuela más antigua lo hizo, como buenas mamíferas naturales. Hay que defender
esta tierra que nos provee la vida, poner el pecho como Eusebio. “…no vender su
tierra y seguir viviendo como vivían algunos antiguos sin patrón ni ley/ ni que
lo bajen del caballo y lo mandoneen como un perro” (“Le pone el pecho Eusebio”).
Sin patrón ni ley sigue viviendo
Chiri Moyano, escuchando La Polla Records mientras cosecha sus habas, sus
arvejas, alimentos sinceros, benéficos como ya quedan pocos. Entre los
admirables tomos de su biblioteca escribe sus poemas, rotundos como las cadenas
montañosas de su quebrada, versos que los lugareños descifran sin dificultad,
como descifran el lenguaje del viento o de las estaciones. Todos lo conocen,
todos lo saludan, y él habla con todos, tiene tiempo para preguntarles por la
madre, por el hermano, por la pega... Tiene tiempo. Tiempo para caminar los
cerros interminables en busca de una yerba, de un arriero, de unos dihueñes o de
un crepúsculo.
El tiempo. El campesino es dueño
del tiempo. El citadino, que no lo tiene porque lo vendió, quiere quitarle la
tierra y el tiempo, obligándolo a la esclavitud del trabajo mal asalariado. No
entiende nada y llega con su dinero, con su mentalidad megasuperhipermercachifle,
con sus monstruosos monocultivos, con su sequía, con sus venenos: “No han
brotado la manzanilla romana ni las añañucas/ ni la flor de la perdiz ni los
juncos (…) ” (“Mueren canelos y arrayanes”). La naturaleza muere y triunfan los
sucedáneos.
Otros citadinos, que nos
sentimos más mal que bien con el rostro contrahecho que adquieren cada vez más
las urbes, añoramos la existencia en la naturaleza y leemos al Chiri
empatizando con su personalísimo anarquismo rural y su rebeldía anclada en la
tradición de los suyos. Su obra es un árbol de raíces fuertes, con un follaje que
se deja llevar lejos por la libertad del espíritu: podríamos definirla en sus
propias palabras, con los versos del poema “Doña Ramona”: “una casa con piso de
tierra y un manzano vivo dentro de ella”.
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