Presentación de Perdigones, de Guillermo Riedemann
Por Jorge Polanco Salinas
Por Jorge Polanco Salinas
“¿Acaso no es la poesía un intento de enmendar un
error?”
Mahmud Darwix, En presencia de la ausencia
La
niebla confunde el tiempo y, como en la novela autobiográfica de Sándor Márai,
la familia de futuros fantasmas celebra todos los años de una vez, porque saben
que es poco probable volverse a encontrar. Si extendemos la mirada de Ulises,
actualmente estos emigrantes son los que intentan cruzar hacia la orilla de una
Europa supuestamente civilizada y, en Latinoamérica, algunos viajeros
provenientes de países vecinos desean también ingresar paradójicamente a Chile.
Perdigones de
Guillermo Riedemann da cuenta de esta «historia»: es como si contara sueños de
un destierro, aunque no al modo del extrañamiento surrealista, sino como
espectros que estructuran nuestra vigilia. La «historia» parece articularse
así: entre los extravíos de migrantes que a menudo sucumben huyendo de la
miseria, pero que de todos modos merodean penando la historia.
«Perdigones» significa tanto el ave como los balines de las escopetas. Puede
usarse en este doble sentido: el viaje y la caza. Sin embargo, en el libro
estas dos acepciones requieren de una precisión: presumen algo ocurrido, una
guerra innominada que acabó incorporándose en la escritura de un sujeto
anónimo. Hubo una lucha, hubo una historia, quedan los desterrados. Una tercera
acepción —cuenta el poeta— es precisamente estar perdido. En Perdigones no
existen nombres propios, pero sí cicatrices. Máculas de una batalla que se
sigue gestando. Los viajeros no buscan lo inesperado de la modernidad o las
fronteras de la vanguardia; perviven en un duelo que, a pesar de los síntomas
de extravío, explora escenas de felicidad en las imágenes de la memoria.
La
prosa poética permite una apertura hacia perspectivas que “narran” oblicuamente
el desastre. El traslado a la prosa no guarda relación necesariamente con la
anécdota; como los últimos e incisivos libros de Ennio Moltedo, quien también
optó por este estilo renovado en el siglo XIX gracias a Baudelaire, pareciera
que el resquebrajamiento del verso —su sonoridad y medida— abre posibilidades a
una musicalidad de la derrota. «Será todo tan normal que terminará por ser
normal», apunta de manera inquietante Riedemann, bajo la piel gruesa y
cotidiana de la catástrofe. En La escritura del desastre, libro escrito
también en prosa y sin títulos, Blanchot se refiere a la quietud del peligro, a
la amenaza de lo inactual, al silencio de su desgarro. «No somos contemporáneos
del desastre», dice Blanchot. Sin embargo, se escribe. En la elección por la
prosa poética, Perdigones apunta de algún modo a esta búsqueda de un
ritmo desacoplado de la belleza armoniosa, aunque paradójicamente recurra a
ciertas escenas bellas. La devastación contiene algo de espera; la prosa
poética es el testimonio de su inminencia.
Hay
dos figuras que me parecen significativas como modos de aguardar el despertar
del duelo y que a su vez lo acompañan, merodeando el periplo del viajero: por
una parte, la mirada infantil o juvenil y, por otra, la insistencia en los
animales (principalmente aves). La naturaleza no conforma una tierra indómita,
sino que reafirma la ruina. Los cuervos se unen a los zorzales, tordos,
cornejas y a los murciélagos, desterrados también del entorno. En «¿Por qué
miramos a los animales?», John Berger afirma que antes del capitalismo del
siglo XX, «los animales constituían el primer círculo de lo que rodeaba al
hombre. Tal vez esto sugiera una distancia demasiado grande». Es decir, los
animales están igualmente exiliados; viajeros que inquietan al ser humano y
esconden un secreto con la mirada. Como en Perdigones, están refugiados en
el exilio, apartados y al mismo tiempo acompañando la experiencia de los que
han sido cazados por la historia. La mirada juvenil (¿de un adolescente?)
recorre esta espera: regresa a escenas amorosas, las atesora en el paisaje
interior que coincide con el sentido último del viaje. La inminencia de lo que
puede venir.
Pensando
en el primer poema, la devastación interioriza la densidad, suspende al lector
en el borde de la frontera: «Más allá empieza el mar o termina la tierra. Ida y
vuelta cruzan la frontera las ideas que tenías del principio y del final. El
primero cada día más lejos no obstante el retorno al lugar que permanece en el
mapa, estático en el límite amarillo de los últimos brotes de pasto que se
hunde con dedos y raíces o es tragado por la boca del agua. El segundo cada día
más cerca, aunque esta idea dependerá del lado de la frontera, que no es lo
mismo que el punto de vista o el cristal. Porque no miras ni quieres, en vuelo
de vuelta y de ida, seguro de encontrar el borde exacto y suspenderte». No es
necesario recordar que también estamos hablando de Chile. Existen territorios
denotados a lo largo del libro: la glorieta de La Reina, el Calle-Calle, por
ejemplo, pero igualmente la Berggasse o la Vía Apia; es decir, «las alturas de
las ruinas bajo un sol inminente». Astillas de una memoria fija en el espacio
marcado por la barbarie.
Pero,
¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que vuelven a la normalidad como si todo fuera
normal, o los golpeados que «no tomarán las fotografías»? ¿Aquellos que
«resistirán el fuego de gritos invisibles, sin hablar, sin rebeldía ante la
tortura de los anfitriones»? Los desplazados no poseen el obturador de la
historia; a menudo conforman el objeto de la cámara, al servicio de los
titulares. Con todo, ese es el lugar desde donde se ha escrito la poesía más
interesante de las últimas décadas en Chile. En esas máculas silenciosas, en
prosa o verso, donde los signos se densifican. Y esta es la opción de Guillermo
Riedemann. En vez de continuar la ruta ya ganada de cierta literatura
norteamericana, convertida en Chile como referente exclusivo, prevalece un
espesor equilibrado entre el filo de lo narrado y lo decible. Perdigones parece
escrito en una zona fronteriza, mirando desde «un ojo huérfano, un ojo
derramado, el Campo de Marte tomado por inmigrantes». El espesor proviene del
reconocimiento de la violencia.
En
«La poesía se vende», Eugenio Montale cuenta que «el cómico Amerigo Guasti
rechazaba el regalo o adquisición de libros en paquete cerrados, diciendo “No
me fío, pueden ser versos”». La gente, cuenta Montale, estallaba en risa. Sin
embargo, esta broma puede plantearse en Chile desde otro ángulo. A pesar de los
intentos de domesticación, la escritura poética mantiene su fuerza actual en la
respuesta a la violencia a la que ha sido sometido el país. ¿La poesía, aún,
no se vende? Por medio de la escritura, que no busca naturalizar el desastre,
contesta con la fortaleza precaria del lenguaje a las agresiones de la
historia. Habría que pensar desde dónde vienen actualmente los perdigones;
cuáles son las fronteras a las hay que mirar y todavía seguir
confiando en los regalos que puedan traer versos. Es posible que esta historia
cambie, pero hasta el momento muchos poetas siguen dando cuenta del duelo y la
espera del porvenir. «Penan las ánimas. Tengo en mis manos un cartucho vacío»,
dice en un fragmento Riedemann, y en otro que puede citarse como corolario:
«Incumplir la condena, resistir hasta encontrar el modo de llevar dentro
aquella espesura (…) Resistir hasta forjar un follaje de voces que apunte al
centro, una trenza de manos y pies que paste sin pausa, y salten y corran para
prolongar el universo».
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