Sobre
Espejismos, cuentos de Raúl Alcaíno, Inubicalistas (2018)
Por Felipe
Montalva
Uno. Anécdota de un viaje. Hace
algunos años, subí nuevamente al valle de Quinquén, en la cordillera pewenche.
La tierra transversal habitada como un vestigio por pewenes, animales y humanos
quienes, en su mayoría, entienden que ese paraje es un refugio. No sólo para
ellxs, que lo han preservado a punta de dolor e incomprensión chilena sino para
la humanidad toda. Es singular este refugio: El clan Meliñir llegó a estas latitudes
del lago Galletué e Icalma empujados por el avance de las tropas chilenas a
fines del siglo XIX. Arribados a una zona, que probablemente sólo empleaban
como veranada, tuvieron que sobrevivir en condiciones exiguas. Hicieron harina
y bebida del nguilliñ, es decir, del piñón, el fruto del pewen. Se
acostumbraron a los metros y metros de nieve que caían, cercando sus ranchas,
desde abril a octubre. Se sobrepusieron a la soledad y al aislamiento que
también fueron su blindaje. Este refugio es lo más parecido a un espacio cavado
en la corteza de la montaña con las propias uñas y piel, sangre y huesos. El
refugio es aquel que nos ha costado todo aquello. El refugio relata una
historia silenciosa. La del hombre y la mujer que padecieron para construirlo.
En marzo de 2015, grandes incendios atacaron la cordillera pewenche. Desde la reserva nacional China Muerta, y por razones aún conjeturables, las llamas empujadas por el viento fueron reduciendo pewenes, lengas, koiwes y ñires a muñones humeantes. Similar suerte corrieron, como lo comentaron algunos Meliñir, muchos pájaros, felinos, insectos, plantas y hongos, entre innumerables otras formas de vida. Sucumbían estos palacios de la naturaleza mapuche. No caía únicamente su torre tan visible sino toda su intrincada arquitectura. Parafraseo aproximadamente: Hoy no eran los mismos chilenos que les venían a quitar sus tierras enarbolando un título de propiedad como había acontecido en 1991. O quizás sí: Para los Meliñir el incendio fue provocado por intereses mineros. Resonaron apellidos –como el García– famosos en la Araucanía por la diversidad de sus intereses y la extensión de sus predios. Los hombres del pewen acusaban a este tipo de personajes de estar tras del fuego. Pero, si se escarba un poco ¿no es acaso la ambición del humano capitalista–blanco–ignorante el que ha modificado los ciclos naturales? El llamado cambio climático, que ha percutado esta cantidad de eventos ¿no ha sido producto de siglos de desangramiento, tala y resecamiento de la tierra, entendida como un bien, como un insumo, como un medio?
Subí a la cordillera, en esas
semanas, para entrevistar a los pewenche que combatían el incendio con recursos
modestos, algunos entregados tardíamente por CONAF. Una noche pernocté en la
casa de Eleuterio Meliñir, un hombre ya mayor que vivía solitario. Tenía sus
animales; ovejas, cabras, hasta una vaca que pastoreaba. También recolectaba
piñones en el walüng, el verano mapuche. Tallaba muebles y adornos de
madera que vendía en Lonquimay. Hace poco habían instalado luz eléctrica en
algunas casas del valle. Eleuterio Meliñir contaba con un televisor dotado de
señal satelital donde veía algunos canales. Tomaba mate mientras miraba las
noticias de Santiago. Como muchos de sus iguales, había vivido en la gran warria
chilena, y había corporizado una historia de trabajo, austeridad, amor y
tragedia, que relataba a gotas, a copos, a hojas caídas, o a trozos de corteza
arbórea, como el devenir de esta cordillera. Una noche fuimos a ver a uno de
sus parientes, a un par de kilómetros de su casa, cuyo nieto había estado en la
línea de fuego. Salimos al camino que atraviesa la planicie salpicada por
coirones y algún pewen encallado en la arena volcánica. Yo llevaba una
linterna, él no. La lluvia había parado un rato y el aire era frío y ligero.
Algunas estrellas relumbraban tras los nubarrones. Caminábamos conversando. No
podía apreciar pero adivinaba, algunos metros más allá, el inmenso agujero
lúgubre de la selva. En un instante, por algún motivo que no recuerdo, la linterna
dejó de funcionar y quedamos completamente a oscuras, en mitad de un sendero
que atravesaba un valle remoto en la cordillera. Me detuve. Eleuterio Meliñir
siguió caminando un rato. Lo perdí. Su voz desapareció. La penumbra me rodeó.
Lo escasamente conocido se esfumó y quedó el humano enfrentado a lo insondable,
a lo incierto. Que es también el terreno de la paradoja: El humano despojado,
en un espacio ajeno, inmanejable, enfrentado o compuesto sólo de sí mismo.
Algo así pasa con los cuentos
contenidos en “Espejismos”, de Raúl Alcaíno. Fin de la anécdota.
Dos. Otra anécdota circunvalatoria.
El cine sobre guerra. Un filme que desearía comentar, muy brevemente: “La cruz
de hierro”, de Sam Peckinpah (1977). Frente ruso, probablemente fines de 1943.
La línea alemana comienza a resquebrajarse. El avance orgulloso sobre la estepa
es un apenas un recuerdo. Ahora, los soldados de la Wehrmacht están obligados a
esperar en sus trincheras el ataque ruso, contundente y final. En esa
periferia, dos caracteres en el mismo bando. Steiner, personificado por James
Coburn, el sargento forjado en la guerra concreta, aquella de muerte, pólvora y
deshumanización; lo que ha aprendido, que finalmente es supervivencia, lo ha
desarrollado en esta contienda. En otra vida, pudo ser un albañil o un
maquinista. Hoy no. Su vida es la guerra. Uno puede sospechar que los discursos
de otros lo han empujado hasta allí por enrolamiento, y puesto en ese sitio
debe sobrevivir, y lograr que la mayoría de sus compañeros también lo haga. Por
eso es respetado. El tipo es corto de verbo pero es leal, no un fanático. Es un
sujeto que sabe que la guerra está perdida pero ha sido valiente, y por eso es
candidato a recibir la cruz de hierro, la máxima distinción militar alemana. El
otro carácter es el oficial Stransky, interpretado por el actor austríaco
Maximilian Schell. Un sujeto de la aristocracia germana, devenido oficial por
tradición familiar que –se sospecha– ha pasado más tiempo pavoneándose en
salones y desfiles que en el terreno cochambroso donde perecen o son mutilados
centenares de hombres. “Es el tipo de hombres que sobrevivirá a la guerra”,
creo recordar que dicen de él. El oficial quiere esa cruz de hierro como un
sello de su paso exitoso por esta carnicería. La guerra es un trámite. Los soldados
son instrumentos de su objetivo, personal.
En este filme de Peckinpah,
entre otras cosas, las ideologías parecen desaparecer. Queda el enfrentamiento
ético entre Steiner y Stransky, que ocurre en condiciones extremas. Las
acciones, y mejor: sus motivaciones profundas, las contradicciones de cada uno,
resultan sobreimpresas gracias al tinte del entorno. La guerra pasa a ser otra
cosa. El enemigo es otra cosa.
De similar forma en los cuentos
de Alcaíno. Fin de la segunda anécdota.
Tres. Uno de los elementos que, me
parece, atraviesan los relatos de “Espejismos” es este: La guerra (o la
violencia) es el ecosistema riguroso donde los protagonistas solitarios,
despojados, deben verse consigo mismos y sus fantasmagorías. Aparezcan estas
literales o mediante sueños o alucinaciones.
En “Los Guardianes”, un
antropólogo español llega a un pueblo de la Amazonía brasileña en pos de la
remota tribu de los Yahuani. El afán investigador del científico tiene su
reverso en los mecanismos de evasión de los nativos. Pregunta: ¿Cuándo el tesón
personal pasa a ser una intrusión? Depende del punto de vista con que se vea.
Este es un efecto especular del relato.
En ese sentido, me preguntaba si
acaso todos los protagonistas de “Espejismos” son intrusos de alguna manera. Un
soldado en una tierra de nadie es un intruso, según cierto punto de vista. Tal
ocurre en “Falkland”, donde 2 militares argentinos intentan llegar a un sitio
seguro, amenazados por la inminencia del desembarco inglés. En este relato, así
como en “Después de la Victoria”, los protagonistas lucen insignificantes en
medio de un paisaje descomunal. Hay en estas narraciones, algo que me recuerda
a otro filme: “El desierto de los tártaros”, de Valerio Zurlini, donde la hoja
en blanco, que es el entorno, nuevamente croquea las pulsiones de los humanos.
“La limpieza de la
playa les permitió divisar el promontorio donde habían cavado el pozo que les
servía de refugio. Se dieron una mirada de tranquilidad”.
Falkland, p.40
El cuento “Trumao” posee una
doliente actualidad. Es una narración localizada en algún sitio del sur chileno
que también es el país mapuche. Como en “La Cruz de Hierro”, existen dos
caracteres contrapuestos, esta vez en bandos contrarios. El carabinero y el
prisionero, a quien acusa de cierto ataque incendiario. La riqueza del relato
opera, singularmente, por la ambigüedad de sus señales para que emerja la
soledad de este par. Las voces de ambos (que parecen ser emitidas por otros, un
notable detalle) representarían los bandos en pugna. Los individuos quedan
desnudos en su movimiento gatillado por decisiones colectivas. El peor rol,
predeciblemente, lo cumple el policía empeñado en un deber rutinario y simbólico,
en representación del Estado, sin carne ni justicia. Su trabajo es apenas la
represión de quienes luchan por recuperar lo usurpado. La desnudez del
enfrentamiento –verbal– revela las estrategias de cada uno. El intento de armar
un relato (que justifique la detención) de uno, choca con la acusación del
mapuche sobre el involucramiento del uniformado en la balacera que le costó la
vida a un muchacho durante una recuperación pacífica. Es muy difícil no pensar
en los hechos que costaron la vida de Alex Lemún, Jaime Mendoza Collío o Matías
Catrileo. O Camilo Catrillanca, muy recientemente. En “Trumao”, uno busca y
niega; el otro niega y busca. El trumao crea un espacio de indefinición: El
espacio para los relatos en pugna. Para las acusaciones mutuas. Una zona donde
las palabras no llegan a construirse en conjunto sino que son relatos autónomos.
Son versiones cruzadas. La metáfora del conflicto puro.
“Del sospechoso
queda una sombra. Sigue hablando,
asevera un crimen, una fuga, las palabras salen de su boca con vehemencia,
insolentes, pero el peso del recuerdo las transforma en un ruido incomprensible:
el policía recuerda la forma del trumao, la nube a un metro del piso, las
figuras espectrales detrás del humo y de las capuchas”.
Trumao, p.20
En “El Prisionero”, el
aislamiento de los personajes nuevamente opera en sentido especular. Una columna
de guerrilleros, en algún sitio selvático de Latinoamérica, encuentra a un gringo, un perdido, que habla nada de
castellano, y que –si lo meditamos– está tan extraviado como los rebeldes,
perseguidos de cerca por las tropas gubernamentales o la CIA. En esa jungla, la
motivación ideológica también parece haber quedado abandonada en un pantano. La
tropa se comporta del mismo modo en que, seguramente, se comportaría el
ejército regular.
Un detalle notable en este
relato, y que también aparece en otros cuentos de “Espejismos”, es el modo en
que es narrado el acto del asesinato o de la muerte.
“Desenfundé, quité
el seguro y le disparé a la cabeza. Su rostro pasó, en un segundo, desde el
dolor y la desesperación al gesto estático de la muerte: los ojos enfocaron al
vacío, los labios entreabiertos mostraron las hileras de dientes amarillos y
pequeños. Mis hombres creyeron que se había tratado de una acción compasiva.
Fue mejor así”.
El prisionero, p.33
Hay algo acá. Ese modo también
despojado de narrar el final de una vida, cometido por otro u otros. Regreso al
cine: Pienso en el montaje o la edición como generación de efecto de realidad.
Regreso a Sam Peckinpah, magnífico exponente. Para ejemplo, nuevamente “La Cruz
de Hierro”, la escena cuando Steiner y su pelotón intentan regresar a la línea
germana, al código de “¡Demarcación!” que, de alguna forma, reitera lo hecho en
la escena que cierra su película clásica “La Pandilla Salvaje”. El modo en el
que quiebra la secuencia de los movimientos, cómo altera las velocidades, cómo
compone diversas acciones en diversos planos y ángulos. Cómo el resultado es un
ejercicio de montaje. La emoción final es producto de una construcción.
Del mismo modo, el escritor debe
despedazar los elementos para reconstruir y provocar una emoción. Alcaíno
describe el acto de dar muerte o de la muerte secamente. Metonímicamente casi.
Como un disparo que ingresa a una bolsa de arena, coherente con el tema de sus
relatos.
En “Después de la Victoria”, el
extravío le acaece a un pelotón de soldados chilenos tras el fin de las
hostilidades en la guerra del Pacífico, en algún paraje del desierto de
Atacama. Es destacable cómo en este
relato, entre el reporte de los últimos actos atroces, el sargento y el soldado
moribundo, intentan recordar lo que les ha ocurrido, como si el pasado también
fuera un espejismo. Lo vivido y lo peleado (y más aún porqué se ha peleado: los
argumentos que los llevaron al reclutamiento) se van desvaneciendo como si el
sol del desierto también operara sobre su capacidad de registro y
reconocimiento. Extraviados, la inutilidad de sus acciones remarca su
espectralidad.
“Y somos todos
transparentes, sargento, lentos, felices y transparentes; a través de los
uniformes de los otros soldados puedo ver el horizonte, que es una línea blanca
muy brillante que separa las aguas del cielo ¿la ve, sargento, allá en el
fondo?
Después de la
victoria p.55
En el cuento que le da nombre al
volumen, el soldado israelita Cohn, un judío nacido en Nueva York, ingresa a un
pueblo palestino abandonado, y en medio de una casa en ruinas se encuentra con
un anciano árabe. (Nuevamente la pregunta ¿Quién es el intruso acá?). Como
fuere, el relato posee el aspecto de una caja de humo que contiene otras cajas.
Si un espejismo es la proyección de nuestros deseos en circunstancias extremas,
la narración del anciano ante el soldado es eso y más: Opera como una fábula
laberíntica donde todo lo representado puede llegar a ser otra cosa. Esto
podría establecerse hasta llegar a quien escribe el cuento. Posible final de la
caja.
“Yo creo que
deberíamos aceptar la vida como es; la guerra nace precisamente de lo
contrario, de querer modelar el mundo con la forma de nuestros deseos.
Cohn se quedó
pensando: ¿Cuál es la forma de mis deseos?”.
Espejismos, p.62.
“Manuscrito hallado en un
convento” cierra el libro y aparece otro elemento: El enmascaramiento de la
protagonista. Sin embargo, su extravío es similar al de otros personajes:
Desencantada de su periplo en el nuevo mundo, perdido el propósito, al regresar
a la península ibérica su despojamiento y falta de pertenencia se redoblan.
“Anhelaba la paz
para mi espíritu y preguntábame mientras andaba bajo los arcos ojivales,
mientras me oscurecía bajo la sombra indecisa a la vacilante luz de las antorchas,
quién era yo realmente y de qué estaba hecha mi alma: se confundían en mi seno,
la delicadeza de la doncella, la indolente bravura del soldado y la cavilosidad
de la religiosa”.
Manuscrito hallado
en un convento. p.92
Los sueños. Para concluir: En varios de
estos cuentos los sueños y las alucinaciones cumplen un rol apreciable. El
antropólogo sueña en dos ocasiones. Uno sospecha que primero como advertencia y
luego como una forma de camino. El comandante de la guerrilla en “El
Prisionero” también:
“Luego el ruido
sordo fue apagándose y la misma cascada dejó de presionar y Villablanca tuvo
una sensación de amplitud. Después todo fue silencio. Villablanca expandiéndose
en una acuosidad aletargante. Silencio”.
Los Guardianes, p.13
“Un silencio absoluto,
total, opresor, se extendió, creció, envolvió por completo la selva y me
penetró hasta hacerme sentir un terror inexplicable”.
El prisionero, p.28
El sueño y la alucinación operan
como una representación. Pero aquí radica la paradoja: Para ciertos pueblos
originarios, como el mapuche, el sueño es un mecanismo de conocimiento y existe
no sólo una taxonomía onírica propia si no complejos métodos de interpretación
de lo accedido. Despojados, los personajes de estos relatos no alcanzan a
entrever lo representado. Paradójicamente, a quien sí le queda claro es a la
protagonista de “Manuscrito hallado en un convento”, claro que tras una ingesta
de cierta mezcla alucinógena preparada por los nativos que, ingenuamente,
reciben a los invasores españoles. Su decrepitud es evidenciada en esa visión.
Es el lector –en su inutilidad–
el que podría entrever el significado que se abre. Sin embargo, también sabemos
que el sueño expande el significado pero establecen preguntas. Ahí radica su
paradoja. Como el arte.
(Pregunta al margen: ¿El sueño
es una forma de espejismo?)
“Espejismos”, de Raúl Alcaíno,
es preciso en su objeto. Como una pistola, es ilusoriamente sencillo y cada
pieza encaja en otra de tal manera que su efecto es simple, concreto y
efectivo. También acá, hay despojamiento: Siempre, en el efecto final de estos
relatos, relumbra lo prístino de la crueldad, la curva descendente de la
barbarie humana que se libera en el tiempo de la guerra, o los estados de
guerra, alentados por los totalitarismos.
Valparaíso,
24 de Noviembre de 2018
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