martes, 21 de septiembre de 2010

Presentación

LAS MEMORIAS DEL BARDO CIEGO
por Sergio Muñoz      

En mi opinión, una de las características fundamentales de la poesía, es propender a la suspensión de la rutina en el espacio primordial del lenguaje. Es decir, la poesía nos obliga a salir de los engranajes rutinarios, útiles y cotidianos del idioma de todos los días, para entrar en nuevas significaciones, percepciones y travesías de la lengua, a través de sus imágenes y sus símbolos.

          Si el poeta logra construir su vida en la suspensión de esta rutina, es decir, en el asombro cotidiano de un lenguaje que nombra y hace evidente una materialidad distinta de la externa, mediatizada con mayor o menor fortuna por el lenguaje, me parece que el poeta podría sentirse absolutamente satisfecho.

          Pero esta relación, entre el poeta y el lenguaje, entre la experiencia y su reflexión, o al menos su escritura, no es una relación superficial ni fácil de seguir.

          ¿Cómo debemos leer la necesaria relación entre experiencia y poesía?

          ¿Es la vida, la experiencia vital, la que exige y bosqueja las búsquedas y los hallazgos que el poeta realiza en el lenguaje, o por el contrario, es la poesía, y su peripecia simbólica, la que demarca los límites de lo real, y embarca al poeta en la concreción de los sueños que finalmente llegan a su fin?

          En el primer caso, el poeta sólo tendría la misión de transcribir, con mayor o menor certeza, las acciones y los actos de su osadía vital.

          En el segundo caso, se trataría más bien de configurar las claves de la existencia, de acuerdo con la poética de cada cual.

          Me parece que ese es el caso de Bernardo González Koppmann, pues su palabra poética no sólo se desprende de sus acciones, más o menos aventuradas, sino que de alguna manera, su poética configura el periplo de sus acciones. Dice González Koppmann en su poema Biblioteca Nacional:

“Mientras leemos a los muertos
se me olvida el nombre de los pájaros”

          Es decir, la naturaleza ya no es un paisaje externo, sino más bien, el espacio natural con todos sus elementos físicos y simbólicos, es el espacio desde donde el poeta irradia las concreciones de su lenguaje.

          En su ensayo Literatura y Utopía, Pablo Oyarzún nos entrega algo de luz al respecto:
El lenguaje cumple funciones representativas. Pero no se trata sólo de su capacidad referencial, en virtud de la cual nos remitimos desde las palabras a las cosas, estados y situaciones que ellas y sus combinaciones designan; se trata también de la capacidad del lenguaje para suscitar, por medio de las palabras y sus relaciones, esquemas homólogos a lo que la realidad nos presenta. En esta condición el lenguaje deja de satisfacer un requerimiento ancilar como el que le atribuye la idea de la referencia y los empleos comunicativos que le están asociados, para hacer valer una autonomía que, aun si se la considera relativa, le es por entero peculiar.”

          La vida en la orilla de la naturaleza es menos cambiante que la vida en la ciudad. Y tiene toda la razón Bernardo González Koppmann en encontrar una cierta transversalidad en la experiencia de la vida rural china de Li Po, en el siglo VIII, o en la experiencia rural finlandesa actual. Uno de los componentes fundamentales de lo rural, ayer y hoy, es justamente la lentitud de sus procesos y la mantención de la tradición al interior de sus estructuras sociales, políticas y artísticas.

          En este sentido, resulta altamente significativo, el hecho de que Bernardo González Koppmann, manifieste su adhesión física y anímica a lo que podríamos denominar como arte maulino. Un arte ligado férreamente a la naturaleza, ya sea desde el canto o desde la contemplación. En el prólogo de “Faluchos (30 poetas maulinos)”, publicado el 2004, González Koppmann dice:

“Con un premio nobel y cuatro premios nacionales de literatura, todos en el género poesía, amén de otros reconocimientos no menos significativos, nuestra creación poética se instala por derecho propio entre las producciones más señeras de la lírica nacional. En un país donde existe destacados y abundantes poetas, originales creadores, fundadores de estilos, escuelas, corrientes y propuestas estéticas de relevante influjo universal (creacionismo, antipoesía, larismo, etc.), nuestros representantes mauchos han marcado fuerte presencia en el desarrollo histórico de la poesía chilena”.

          Una de las características más notables de la obra de Bernardo González Koppmann, es la multiplicidad de vertientes que confluyen en sus textos. Muchísimos epígrafes, sumado a cierta intranquilidad estilística y temática, tal vez derivan de lo que él mismo denomina como una fusión, en un estilo propio, de las dos grandes tendencias o escuelas bien asentadas en el Maule: La corriente telúrico descriptiva, desarrollada por poetas como Efraín barquero, Jorge González Bastías, Max Jara o el propio Pablo de Rokha, y la corriente hermética metafísica, llevada adelante por poetas como Matías Rafide, Enrique Gómez Correa o Naín Nómez. Esta mezcla, es denominada por González Koppmann como estilo metadescriptivo. Y no es otra cosa que la mezcla sutil entre varios elementos del mundo campesino o rural y su relación con elementos metalingüísticos, que conforman en gran parte su hábitat más propio.

          Pero además, hay otros autores, que no son originarios del Maule, con los que creo, la obra de González Koppmann comparte, al menos cierta sintonía filial. Me refiero por supuesto a Rolando Cárdenas, a Alfonso Alcalde y a Carlos Alberto Trujillo. Se trata de cuatro voces claramente distintas, pero que comparten algunos de sus elementos de origen. Por ejemplo, la honda e inquebrantable ligazón con sus territorios físicos de origen. Y a la vez, también con claras diferencias, una suerte de preocupación metapoética que está presente en parte importante de sus obras.

          González Koppmann nos trae la simpleza de los retratos cotidianos, y la conexión esencial con la naturaleza. Pero el suyo no es un acercamiento ingenuo tanto a la maravilla de la contemplación de la naturaleza, como a la maravilla del lenguaje que lo canta. Más allá, por cierto, de la ardua elaboración intelectual que podemos encontrar detrás de estas maneras de acercamiento a la poesía y a los problemas del mundo, lo que hay es una construcción estilística, un poema, que busca la posteridad, que busca que el verso perdure, y que no renuncia a entablar diálogos serios con las problemáticas políticas, sociales y existenciales que cruzan por el sendero que Bernardo transita.

          Tiendo a ver en los textos de “Memorias del Bardo Ciego”, una conexión esencial con cierta madurez expresiva, tanto en el tono, como en la reflexión que surge, primero tras una mirada desnuda a la existencia efímera del ser humano. Por ejemplo, en su poema Para conversar con los árboles:

“Hermano, para eso escribo
para ángeles cansados como tú
relegados de la forma perfecta
de la belleza extraviada en los andenes
para poder conservar intacto en la distancia
ese ademán de jinete cruzando las neblinas
mientras Venus copula detrás de los cuarteles

Estás solo, me dicen, rodeado de transeúntes y palomas
leyendo en otro idioma la condición humana
estás solo, solo, con un libro raro entre tus manos
y yo, acá, conversando con los árboles.”

          El libro Memorias del Bardo Ciego, está separado en cinco partes.

          La primera, La Hermosura de Ser, está compuesta de nueve poemas, el último de los cuáles, del mismo nombre, está dedicado a El Kalevala, que es un poema épico de Finlandia compilado por Elias Lönnrot en el siglo XIX a partir de fuentes folclóricas finlandesas, traspasadas oralmente desde las generaciones más antiguas a las posteriores, o a través de las recopilaciones de las narraciones populares.

“Numen, antiguo silabario lleno de humanidad
sin ti estos paisajes serían cicatrices
y la plaza del pueblo un inmenso cementerio
hasta que el aire pase hojeando tus recuerdos
y los abedules cobijen el vuelo de las ánimas
y la historia semille horizontes, poesía…

soledad de los tercos: la íntima hermosura
de ser, de estar, de ir de palabra en palabra”

          La segunda parte, Intemperies, contiene 11 poemas, breves pero certeros. Donde aparecen los elementos propios del camino: piedras, carpas, mochilas, pájaros, lagunas y lugares. Además de su poema Manifiesto, donde dice:

“Los que han visto y callado
los que huelen y palpan
las formas del misterio
y el sabor de la tierra

en una brizna seca
los que raspan el hueso
para que alma gima
la única palabra

los que cogen, al fin
silencio de las cosas
como una cicatriz
acaso sean poetas”

          La tercera parte del libro, lleva por nombre La Hija de Ukki. 18 poemas que relatan la llegada de La Hija de Ukki desde Finlandia a las tierras maulinas. Ukki significa abuelo, en finlandés. Curiosamente, en El Kalevala, Ukko es el dios superior y todopoderoso. En esta parte, uno de los poemas está dedicado al compositor finlandés Jean Sibelius:

“La música que pasa por el valle
perfuma los conjuntos del poleo y la menta
tocatas siempre en fuga tantean la intemperie
brincan en los almácigos, se abrazan en los bajos
en sus huesos se posan chinitas y sanjuanes

La música que pasa por el valle
es la voz del silencio que se hace leyenda
cual varitas de junco rozando una capilla
donde conversan las ánimas con el tiempo”

          La cuarta parte, lleva por título El lento trajinar de lo que amamos, y está compuesta de 14 poemas, donde queda claro la mirada trascendente del autor. Leo el final de su poema Pichanga:

“Todos pichangueamos con vecinos
que hoy nos faltan más que las costumbres
ahora que esperamos el momento
que despierte el ciego de la esquina
cantando igual que ayer, en la memoria
de lentos días, de tiempos de arrumacos
cuando en la Uno Sur había zarzamoras
y se podía chapotear en el Piduco
y retozar bajo una manta. Todos
corrimos raudos detrás de la victoria
pero aún nos duele la derrota:
al mejor del barrio sur lo fusilaron…
Ni la pelota nos devolvió la infancia.”

          La última parte, La luz que no encendí, está conformada por 8 poemas. Leo el último, brevísimo, que lleva por título Ulises:

Quemé los mapas…
Ahora mi camino
es la tempestad

          Tiresias, el gran adivino de Tebas era ciego. Sobre el origen de su ceguera, la mitología entrega dos versiones distintas. La primera más bien banal, y la segunda, injusta a mi juicio, pero tremendamente importante en el fondo.

          La primera versión culpa a Afrodita, a quien Tiresias observó bañándose desnuda, y recibió de la diosa, la ceguera como un castigo a esta afrenta.

          En la segunda versión, Tiresias encuentra a dos serpientes apareándose, y las separa. Como castigo, Hera lo convierte en mujer. Tras siete años, vuelve a separar a dos serpientes que se aparean y Hera lo convierte nuevamente en hombre. A él, que ha vivido en ambos sexos, acuden entonces Zeus y Hera cuando discuten respecto de quién siente más placer en el orgasmo, si el hombre o la mujer. Tiresias, a mi juicio injustamente, dice que el hombre siente la décima parte de placer que la mujer. Hera indignada lo deja ciego, pero Zeus, como compensación, le otorga el don de la profecía y una larga vida.

          Tanto los títulos Cantos del Bastón, como Memorias del Bardo Ciego, aluden a la ceguera. Pero la ceguera puede estar referida no sólo a la condición física, sino también a una limitación espiritual. Y tal vez los Cantos del Bastón y las Memorias del Bardo Ciego, quieren alertarnos de aquella limitación del alma que no nos permite ver la maravilla que nos rodea.

          Más allá del prejuicio estéril de lo provinciano, el gran mérito de la poesía de González Koppmann es traer imágenes contundentes de la naturaleza bajo un trabajo depurado y transparente. No hay poses en este autor, pues este es un poeta que habita palabras de lo que conoce y siente de verdad. Palabras. Palabras que no van de la mano de ningún estruendo inútil.



Valparaíso, abril de 2010.

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