Discursos para desorientar a la Aldea Global
por Patricio SereyLa primera vez que escuché la palabra “Sátiro” fue por boca de la que pensaba era la mujer más fea del mundo; doña Clotilde -la bruja del 71-. Aunque pequeño, siempre me llamó la atención la inflexión, atribuida a los celos, con que enrostraba la palabrita al escuálido don Ramón, cada vez que éste miraba lascivamente a la nueva y exuberante vecina del barrio.
De ahí que por algún tiempo asocié esta rara palabra al perfil del entrañable personaje de la “vecindad del chavo”, atribuyéndole su carácter de paria, enamoradizo, sinvergüenza y ocioso -pero de raro atractivo-, al otro, al Sátiro.
Pero no mucho tiempo pasó para que algún film de precarios efectos especiales, álbum, o libro de estampitas ilustradas, me revelara su verdadero origen; el del ser mitológico llamado Sátiro, Pan, Fauno, o incluso Silvano por la cultura grecolatina. Este ser antropomorfo, de la cintura para abajo obedece a la figura de una cabra y, el resto del cuerpo, brazos, tronco y rostro, a un ser humano, con orejas puntiagudas, nariz encorvada, pelo rizado y abundante en una cabeza coronada por dos pequeños cuernitos en la frente.
Según Borges, en su “Libro de seres imaginarios” se tratarían además de “seres lascivos y borrachos que acompañaban al dios Baco o Dioniso”, jefe y compañero de juerga, en su eterna jarana “por los bosques del Indostán”, mientras tendían emboscadas a las cándidas y curiosas Ninfas, atraídas sistemáticamente “por la diestra forma de danzar y tocar la flauta” del lujurioso personaje imaginario. Cuento aparte sería la pleitesía que le rendirían campesinos, quienes le veneraban ofreciéndole las primeras vendimias del verano, así como las cosechas y corderos que se sacrificaban en honor a su nombre y figura, (Cuando leo esta descripción no puedo dejar de pensar en mi amigo Víctor Hugo).
Fueron los mismos griegos que, me imagino, dado al perfil injundiosamente jocoso del Sátiro, aplicaron esta terminología para definir un tipo de composición literaria, escrita en verso o prosa, cuyo objeto era criticar los defectos, vicios y errores del hombre y su mundo, desde un punto de vista particularmente sardónico. Según los textos de estudios el más recordado, leído y estudiado, es el sátiro Aristófanes, quien creara sátiras como Los Pájaros, o Las Nubes, entre otras, dónde usando el humor y la comparación paródica, desnudó la imperante desazón ante el dominio de los poderes fácticos de la época (léase especialmente políticos, económico y religioso). Nada ha cambiado.
Demos un salto de cientos de años y ahí tenemos, en plena edad de oro español a uno de mis favoritos –si me perdonan el abuso- un Francisco de Quevedo y Villegas que hacía arder la escena pública y literaria con incendiarios sonetos, letrillas y Romances, “Puto es el hombre que de putas se fía/y puto es el que sus gusto apetece/puto es el estipendio que se ofrece/en pago de su puta compañía”. Menos culterano y barroco que su archienemigo Góngora –cuyas diferencias ha condimentado la historia del idioma castellano-, Quevedo hizo enfadar con su querella crítica y burlona, si bien un poco moralista, a más de algún burgués o cortesano de su época, registrando así “con su voz de látigo” la contrahecha España del siglo XVII, aquel verdadero “Reino del Espanto”, según él mismo.
Sin dejar de mencionar a un tal Cervantes, Villón, Rabelais, Jarry, y otros tantos que han aportado con su literatura revulsiva (si no en éste género, con humor corrosivo), demos un salto y aterricemos en lo profundo de la nueva era donde otros monstruos con patas de cabra, como Leonidas Lamborgini, Enrique Araya, Lihn, entre otros -a la siniestra siempre de Nicanor Parra-, han contribuido, por medio del lenguaje y/o humor crítico, a la construcción de una de las tradiciones poéticas y literarias más potentes del último siglo, que, fiel a ese espíritu trasgresor del género, han dado rienda suelta a las más descaradas parodias de una época no menos obscura, “propensa al engaño”, a la mascarada fácil y compensatoria”, al doble estándar, la autocomplacencia y la falta de autocrítica.
En este intersticio de la historia, donde proliferan como nunca hueros bufones de la corte, es donde se instala y se mueve con facilidad la indomable mente y cuerpo de nuestro sátiro aconcagüino. Poeta-sátiro prolífico, si bien quitado de bullas, dueño de un carisma espectral que lo hace uno, y casi inseparable, con su escritura. En ese ying yang perfecto, Víctor Hugo especula casi siempre como en voz alta, gesticulando, escribiendo en forma afiebrada, entre el delirio místico y la lucidez que le otorga su naturaleza bestial, en simbiosis con tanta piedra, árboles, pájaros, y temporero interconectado a la aldea global. Conforma así un Aleph por donde avizora y muestra los vicios del mundo moderno, con la naturalidad y el desparpajo de quien improvisa un discurso de sobremesa, arriba de la pelota.
Sin codicia literaria Víctor Hugo, aun a riesgo de desnudar su propia monstruosidad, como buen sátiro, nos revela esa verdad vergonzosa, el contenido interior del sepulcro blanqueado que es aquí y ahora, que no dista mucho de los vicios de otras épocas. Y lo hace sin mayores rebuscamientos; simplemente con esa facilidad para hacernos reír a mandíbula batiente, mientras un conato de vergüenza e incomodidad se nos instala en un interior impreciso, y queda rondando en el pecho y el estómago tras rumiar cada texto.
Como buen sátiro, y poeta inubicalista por antonomasia, imposible avizorarlo a simple vista entre mesetas, cerros y casas construidas en el abismo de Las Cabras, localidad atrincherada en una orilla precordillerana de la comuna de Santa María de Aconcagua.
Pero si se aguza un poco el ojo se le podría divisar cosechando uvas -mientras acicatea ninfas de parronal-, o haciendo fintas como delantero del equipo senior del pueblo, así como vaciando las javas en el tercer tiempo del mismo. O inventando el retoque albañil a un “muro con guata”, instalando cerámicos en algún chalet o rancho de la zona, para terminar garrapateando, en innumerables cuadernos escolares, sendos poemas y sátiras inspirados en sus dominios perdidos, infectados de antenas parabólicas y fatigados de parronales. Textos que terminarán irremediablemente extraviados en su tundra de piedras, refrigeradores descompuestos y hierbas de excéntricos nombres.
Víctor Hugo Díaz Saldivar, (Víctor Hugo Saldivar) nace un 12 de julio de 1958 en Pueblo Hundido, Hoy Diego de Almagro, en la tercera región de Atacama cerca de Copiapó. A la edad de 6 años se traslada, junto a su familia, a la comuna de Las Condes en la región metropolitana donde se cría y vive hasta el año 1997. Ese mismo año el azar del amor lo trae a la comuna de San Felipe y finalmente el año 2003 se traslada hasta la localidad de Las Cabras de la comuna de Santa María, hasta el día hoy.
Víctor Hugo ha participado en talleres literarios con escritores como Guillermo Trejo y Rossana Byrne y ha publicado algunos textos poéticos en las antologías Ecos de la mente, Brecha al Infinito y la Antología de poesía nueva de San Felipe de Aconcagua, su primer texto satírico, la Sátira del futbolista, fue publicada en el número 8 de la revista La Piedra de la locura. “Sátiras” es su primer libro publicado en forma individual.
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