Por
Felipe Moncada Mijic
Si
se pudiera hablar de poesía metafísica, habría que aludir obviamente a formas
que desarrollen entre sus contenidos, inquietudes sobre la constitución del ser
y la naturaleza de la realidad. Una leyenda dice que Aristóteles organizó su
biblioteca, de manera que los documentos que no tenían como propósito el mundo
físico, estuvieran “más allá” (meta) de los otros, y si bien se trata de una
tradición inabarcable, aparece por ejemplo, al intentar comprender
espiritualidades de otras culturas, o aquellos aspectos de la naturaleza en que
la razón científica no puede explorar con sus mecanismos. Mucho de lo
mencionado anteriormente ocurre en la poesía de Cristian Cayupán[1] (Puerto
Saavedra, 1985), a lo cual debiéramos agregar una preocupación vital por el
lenguaje, que decanta dentro de su producción en su libro Tratado de
piedras:
Sus
abuelos han escondido las palabras / en lo más oscuro del pozo / en el fondo de
sus aguas / en el vientre de la tierra / para que no salgan a flote // Solo
usan su idioma cuando están borrachos / en el torneo o en algún clandestino /
Allí se escucha hablar de los Alchimagnen / esa bola de fuego que cuida el
rebaño (Rito esotérico).
La
comunicación humana / es tan remota como el fuego mismo / que la especie se ha
complacido en propagar / La palabra es la leña que tempera el hogar / el
espíritu salido del fondo del hombre / Recuerdos que perduran en la hoguera de
la historia // El silencio fue otra palabra para adornar el lenguaje / como el
fuego apagado después de la cena (Fuego eterno).
Cayupán,
no incorpora sistemáticamente elementos de esa lengua primera, y tampoco
utiliza el doble registro, pues sus inquietudes apuntan decididamente a lo
arquetípico, aquello que es común a los hombres de distintas culturas y
lenguas, siendo el mundo mapuche, su punto de partida que le permite despegar
hacia lo arcaico y reflexionar sobre la comunicación y la persistencia de
aquello que la sociedad contemporánea desecha:
El
cántaro que hoy está roto / siempre permaneció en el hogar / como un utensilio
indispensable / Sin júbilo ni gloria yace en pedazos / Sus fragmentos son las
arrugas de los ancianos / la mirada quebrada de los que ya han partido. (Cántaro
roto).
La
trascendencia, lo inmanente, está simbolizado en la piedra, símbolo de lo
antiguo e imperecedero a la vez. La piedra, que en la cosmovisión mapuche está
trabajada como símbolo cultural en el toquicura[2], piedra que llevan los toquis como
símbolo de autoridad, las que pueden varían en color y tamaño según la
jerarquía del portador; pero también están las piedras en estado natural, u
horadadas in situ, benéficas o maléficas, de ciertos lugares ceremoniales, como
la piedra Lallincura, sitio ceremonial destruido recientemente por la Forestal
Arauco, en la comunidad Chilko ko[3]. Pero más allá de identificar la piedra
con su cultura particular, siendo conocedor de estas tradiciones, Cayupán se
inclina por la universalidad del elemento:
Amo
esa puerta de piedra/ hecha con las estaciones del año / porque es el enigma
indescifrable / y deja ver el peso de la tierra / sobre el destino de los
hombres (Una puerta). O bien, en su relación
directa con el ser: Un tratado de piedras es el hombre / en su
expresión suntuosa de estar en el mundo / Si hay testigos de su presencia en la
tierra / son las piedras / Piedras silvestres, cautivas y anónimas / De
principio a fin esculpieron su alma / hasta darle forma humana (Tratado
de piedras).
En
el libro El hombre y su piedra, Cayupán sigue profundizando esta
línea de escritura: tópicos como el tiempo, el espejo, el fuego, la genealogía,
lo sagrado, las ceremonias, le permiten realizar un movimiento de reflexiones
hacia las profundidades de la civilización, una poética de interés
antropológico, que traspasa su identidad particular, aludiendo a la antigüedad
de la existencia, como una opción ante la alucinante velocidad de cambio de los
referentes actuales, probablemente un efecto de la aceleración y la entropía,
más que la cercanía de la meta del desarrollo material, cual piedra de Sísifo
empujada por la retórica del progreso, siempre ansiosa de borrar el pasado, de
allí que el verso de Octavio Paz, usado como epígrafe: “El tiempo es una
máscara sin cara”, funciona perfecto como preámbulo de su exposición:
Hay
una palabra que es el origen de todas las palabras / y cuando alguien la dice,
recuerda a todos sus ancestros de una sola vez / porque es un concepto que
convoca a los antiguos / y solo se dice con el vientre humano / aún, sin saber
que es la madre del vocablo (…) Hay que pulir piedra y lenguaje en la estepa /
donde reposan los misterios de la humanidad / los vestigios olvidados // hoy
contemplo esta luz de antaño de otra manera / porque al final, hemos nacido
para ver morir a otros. (La vasija del
tiempo).
Las
ceremonias, ya sean de antigua religiosidad o de un simbolismo propio, también
ocupan un rol central en esta poesía, algunas de ellas colindan con ciertas
tradiciones campesinas, las que a su vez pueden ser tomadas como
“supersticiones” por una mentalidad racionalista o una fe dominante, pero que
nos habla más bien de que el sentimiento religioso, o la apertura a lo
“sobrenatural”, brotan de manera natural, allí donde se está en contacto con
restos culturales invadidos por la maleza, dando cuenta de la fragilidad de la
cultura humana, como cuando el poeta persa Khayyam, invita a recordar las
civilizaciones muertas mientras se toma vino y se observa la Luna, a
experimentar las sensaciones que produce el vestigio semiborrado, lo derruido,
la ruina, lo cíclico de la ambición humana y su ego desproporcionado, que
parece vivir una tecnológica edad de oro:
Cuando
alguien arroja sal en forma de cruz fuera de una puerta / nadie recuerda a los
moradores de aquella casa / ni siquiera quien la arrojó precisamente sabe quién
es / porque esa es la sentencia humana más antigua que prevalece en el mundo //
La sal vieja al caer en la tierra blanda seca todo a su paso / y se pierde en
las profundidades / como se pudre el hombre cuando hace pacto con la noche / al
asumir la oscuridad recién nacida tras la tarde agonizante // Los herederos de
esa casa desahuciada / escarmenan la historia en los vestigios olvidados /
mientras dos cielos contrapuestos se miran en un espejo de piedra // En esa
misma casa donde no queda ningún miembro familiar / toda la sal caída de la
mesa / se ha convertido en hierba que crece en su alrededor / colmando los
muros de olvido (Epitafio de la sal).
En
nuestra poesía local, es posible recordar autores como Humberto Díaz Casanueva,
Eduardo Anguita, Rosamel del Valle, Enrique Gómez Correa, o más recientemente a
Ximena Rivera, entre otros, donde la palabra poética es el resultado de una
indagación en la percepción de lo real, en la trascendencia o la desaparición
del fenómeno humano, poéticas que cuestionan la lineal percepción de los
hechos, o la existencia y persistencia de un alma, siempre teniendo como punto
de partida la razón dominante, los símbolos culturales occidentales, operación
que Cayupán invierte y complementa, desde su origen mapuche:
Somos
seres en busca de un sentido / esa fuente sagrada que nuestros antepasados
enterraron / en lo más profundo del olvido (…) // En algún momento, abrimos las
puertas de antaño / y atravesamos de una era a otra, retrocediendo en el tiempo
/ A veces, sin saber lo que queremos encontramos un propósito / como si esos
nueves meses en el vientre materno / solo fueran un abrir y cerrar de ojos //
(…) Hay algo que nos hace humanos / no la muerte ni los sentidos, sino el
lenguaje / ese tratado que desentrañó la gente de antaño (Alguien
atraviesa las puertas de antaño).
* * *
Notas
[1] Director
de la revista Comarca. Ha publicado: Poemas prohibidos (Editorial
Rodarte, 2007), Katrü Rüpü Romancero mapuche (2008), Reprimida
ausencia (Comarca Ediciones, Temuco, 2009), Usuarios del
silencio (Comarca Ediciones, Temuco, 2012), Tratado de piedras (Editorial
Conunhueno, Valparaíso, 2014), Terruño (Ediciones Mapu Ñuke,
Temuco, 2015), El hombre y su piedra (Ediciones Inubicalistas,
Valparaíso, 2016).
[2] Piedra
considerada sagrada y que se conserva dándole sangre. Cuando los caciques se
reúnen para decidir cuestiones tribales, cada uno trae su toquicura.
Durante toda la deliberación, la piedra sagrada permanece en el suelo. El dueño
de la toquicura debe esconderla debajo de la tierra cerca de su casa. En caso
de ser atacado, la piedra le avisará. Por eso, también es llamada peutufe (piedra
que avisa). Se cree que la posesión de la piedra es un don de Nguenechen.
Por lo tanto, el dueño no puede desprenderse ni regalar nunca la piedra sagrada.
Diccionario Mapuche mapuche-español / español-mapuche; personajes de la
mitología; toponimia indígena de la Patagonia; nombre propios del pueblo
mapuche; leyendas; Editorial Guadal, 2003.
[3] “Forestal
Arauco en complicidad con Serviu Bio Bio destruyeron con explosivos la roca que
daba vida al salto de agua “TRAYENKO CHILKO KO”, cuyo lugar es de rogativa,
celebración de wextripantu y lugar de sanación de la machi Huenumilla.
Supuestamente este trabajo era para construir una toma de agua para abastecer
los habitantes de Llico. Hoy abandonada por no tener resultados positivos, solo
la destrucción del Trayenko.” Fragmento del comunicado de la Comunidad Chilko
ko, diciembre 2014.
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