REFLEXIONES SOBRE ESCRITURA Y TESTIMONIO
DE JORGE POLANCO SALINAS (EDICIONES INUBICALISTAS,
VALPARAÍSO, 2016)
Martín Ríos López
Docente y editor
Docente y editor
Estoy convencido de que sólo algunas
veces el placer de la lectura te entra en el cuerpo. Cuando eso acontece,
entonces ya puede ir uno presumiendo de una suerte como pocas. Con el libro de
Jorge Polanco La voz de aliento. Reflexiones sobre escritura y testimonio,
me puedo dar el lujo de presumir que ha sido una suerte, una sorpresa y, por
eso mismo, un placer. Un afortunado placer que se ha manifestado vívidamente a
lo largo de toda la lectura de su texto. Ya por esto, vayan mis más sinceros
agradecimientos a Jorge por el disfrute que me ha dado con la lectura de su
libro.
Pues bien, ante la pregunta ¿qué es
Auschwitz?, esto es, ante la pregunta por el más grande de los horrores del que
algunos hombres han sido capaces en contra de la propia humanidad; ante la
pregunta por el Holocausto que afectó principalmente a judíos, y a través de
ellos a toda la humanidad, un viejo profesor mío de la época que datan mis
estudios por Madrid, me refiero al filósofo Gabriel Albiac, sostenía éste, con
una severidad y una lucidez francamente abrumadora una sentencia que hasta el
día de hoy resuena en mi memoria. Sobre este asunto sostiene Albiac que
‘Auschwitz es la crueldad reducida a su canon matemático’. En otras palabras,
lo que quería decir Albiac era que la aportación del nazismo en el terreno de
los horrores humanos consistió, en última instancia, en la convicción
irreversible de que es posible destruir la condición humana. Todo ello a partir
de un trabajo que se inicia con la demarcación ideológica, jurídica y
administrativa que le permitió al nazismo, en primera instancia, clasificar,
distinguir y separar aquello que es humano de aquello que consideraba que no lo
era. Y, una vez lograda esa distinción, y puesto lo ‘no humano’ en un estado de
aislamiento permanente –dígase guetos, lagers o campos
de concentración-, proceder, sistemáticamente a la destrucción de aquello
‘no humano’ hasta su última sombra de dignidad.
Este es, según me parece
entender, el marco de tensión histórico reflexivo que sostiene la pregunta por
la relación entre literatura y el testimonio que ha conjurado Polanco en su
libro. De algún modo la situación política de la Europa de la época, junto al
posterior desastre eran ya de alguna forma intuidos casi premonitoriamente en
1939 por Bertolt Brecht cuando se esforzaba en denunciar que son estos -decía
Brecht- “Malos tiempos para la lírica”. He dicho ‘casi premonitorios’ porque lo
cierto es que el verso de Brecht, en razón de los horrores de la guerra,
terminó por quedar corto. Pero siendo justos con Brecht, habría que señalar que
difícilmente pudo haber siquiera sospechado que los malos tiempos que anunciaba
llegarían a ser incluso peores. Y vaya que lo fueron.
Y a pesar de todo, podemos
encontrarnos con La voz de aliento de una promesa lejana en
esa “medianoche en la historia” como perspicazmente definió Víctor Serge a esa
época. A pesar de todo, se insiste, en que es posible una voz de
aliento y una promesa lejana. ¿Cómo la memoria y la
escritura pueden llegar a ser una voz y una promesa en
tiempos de penuria? ¿A qué se compromete una promesa cuando promete? O,
permítaseme traer a presencia un verso del himno “Pan y vino” de Hölderlin que
pregunta de forma inquietante ¿Y para qué poetas en tiempo de miserias? ¿En qué
parece consistir –entonces- esa alarmante miseria epocal que, cuando menos,
pone en entre dicho la escritura? ¿Cuánto es posible prometer en tiempos de
penuria?
En su ensayo
<> que data de
1936 y que a muchos nos es conocida sencillamente como El Narrador,
Walter Benjamin hace constar un diagnóstico y una advertencia certera acerca
del destino de la escritura en una época como aquella. Advertencia que consiste
medularmente en el hecho que ‘se aproxima en fin del arte de narrar’. De ahí
que, de un modo u otro el destino de la época se encuentra unido al de la
posibilidad de narrar. El arte de narrar, nos dice Benjamin “Nos resulta algo
alejado ya y que sigue alejándose”. Casi como una voz que resuena a la
distancia. Si esto ha sido posible, se debió fundamentalmente a que “la
cotización de la experiencia ha caído… -y más aún-, da la
impresión que sigue cayendo”. Tenemos la experiencia que la experiencia misma
se encuentra en retirada. La experiencia de la guerra en general y de la Gran
Guerra en particular, aquella que va desde 1914 a 1918, se han constituido en
el parámetro que permitió ilustrar con la mayor elocuencia el asunto. “Con la
Guerra Mundial –dice Benjamin- comenzó a hacerse evidente un proceso que desde
entonces no ha llegado a detenerse”.
El diagnóstico benjaminiano en
torno a la posibilidad de la escritura, o más propiamente de la narración,
consiste en que hay en activo un proceso en desarrollo constante en el que la
experiencia se encuentra en franca retirada. La desaparición de la experiencia
es un síntoma inequívoco del peligro de la desaparición del narrador puesto que
“La experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que han
bebido todos los narradores”.
El testigo de este diagnóstico
benjaminiano es asumido prontamente por Th. Adorno. En su análisis de la
situación, una vez acabada la guerra y conocidos públicamente los horrores del
nazismo, le llevan a sostener prontamente que la experiencia, que venía en
progresiva retirada, ha, finalmente, terminado por desaparecer. La afirmación
benjaminiana de que en la guerra se constata fehacientemente la aniquilación
progresiva de la experiencia, tendrá, según Th. Adorno, en la experiencia de
los campos de extermino masivos su colofón. La experiencia de la aniquilación
de todo rasgo humano, que fue posible en los campos de exterminio, habría, por
tanto, liquidado y clausurado definitivamente toda futura experiencia. El fin
de la experiencia llevaría, por lo tanto, aparejado consigo el fin de la narración.
Sólo así sería posible entender cabalmente la sentencia adorniana, aquella que
es por todos conocida y que reza del siguiente modo: “escribir un poema después
de Auschwitz es una barbaridad, y eso afecta también a la conciencia de por qué
se ha hecho imposible hoy escribir poemas”. Sin embargo, a la idea que empuja a
pensar que con la aniquilación de los cuerpos sobrevendría la necesaria
desaparición de la experiencia, a esa idea se le opone tenazmente otra
experiencia que coloca en suspenso la radicalidad de su juicio. A pesar de la
experiencia de muerte nos queda –y esto sería lo verdaderamente interesante-
‘un cuerpo residual de resistencia’: el sobreviviente que pasa a convertirse
desde ese instante en testigo de la causa.
La pregunta que cabe hacerse
sería esta ¿qué cabe esperar después de Auschwitz? Si se pudiese formular de
otro modo esta misma inquietud, entonces habría que interpelar directamente a
la experiencia y preguntar ¿por qué clase experiencia queda después de la
experiencia de Auschwitz?.
Una respuesta lúcida a las
cuestiones que hasta ahora hemos venido planteando las encontramos explicadas y
desarrolladas con un rigor y sagacidad a toda prueba Jorge Polanco en su libro.
Estoy plenamente conciente de mis palabras a este orden de cosas, porque
también soy conciente de la advertencia que un autor como Günter Grass ha hecho
en torno a estas cuestiones. Sobre estas cuestiones señala Grass en Escribir
después de Auschwitz que “… Auschwitz, aunque se rodee de
explicaciones, nunca se podrá entender”. Y esto es así porque, siguiendo a
Grass, habría que decir que llegar a ‘entender’ conllevaría de modo implícito o
explícito una forma de justificar. Y el Holocausto sería por antonomasia un
acontecimiento injustificable del cual, sin embargo, pende la exigencia de
justicia que permanece de modo inclausurable como una promesa que
porta una voz de aliento. O, para decirlo con las palabras de Pablo
Oyarzún en la introducción a El narrador de Walter Benjamin,
“lo que resuena en esa voz es lo inolvidable”.
Vista así las cosas, me permito
reiterar la pregunta: ¿Qué experiencia queda después de Auschwitz? Y así
también me permito compartir una incipiente tentativa: cuando menos, diría, nos
queda la experiencia del sobreviviente que se convierte por ello en testigo. La
experiencia que retorna con el testigo es una experiencia que quiere dar
testimonio y que, por ello mismo, difiere absolutamente con la experiencia de
los soldados que regresaron a casa después de la Gran Guerra y que terminaron
por enmudecer. Una experiencia del sobreviviente que, paradójicamente a lo
sostenido por Adorno en un primer momento, vendría a recuperar la vitalidad de
la experiencia y junto con ello la vigencia de la narración.
Es en este punto donde resulta
importante para Jorge Polanco la figura de Imre Kertész, en tanto en cuanto es,
como sabemos, un sobreviviente que ha hecho del testimonio una vocación. En su
libro titulado Sin destino (de 1975) así como en la película
homónima (de 2005) que también, por alguna extraña razón llegó a ser traducida
en su título como Campos de esperanza, el protagonista György Köves
un joven judío que ha padecido el rigor de los campos de exterminio, al final
de la película, y una vez que parece regresar a casa, reflexiona sobre el hecho
de que a pesar de todo ‘siempre hubo un espacio para la felicidad’ incluso al
lado de los crematorios que expelían incesantemente su asfixiante humo de
muerte. En ese, muy a pesar suyo, coqueteo incesante con la muerte, había, sin
embargo, espacio para la esperanza. Creo ver que en esta imagen, ya de un modo
u otro, que Kertész hace un guiño -quizás no tan secretamente- a ese verso que
se encuentra en el himno Patmos de Hölderlin y que reza bajo
la siguiente fórmula “Pero en el peligro/ crece también lo salvador” y del que
Heidegger no ha se cansó repetir hasta llevarlo a su casi total agotamiento.
“Cada vez es más raro encontrarse
con gente que pueda narrar algo honestamente” decía Walter Benjamin en El
Narrador a propósito de su inminente desaparición. Y el sobreviviente,
convertido finalmente en testigo, según creo, vendría a ocupar ese espacio. Por
tanto, es así que la honestidad del testigo se encontraría íntimamente ligada,
a su vez, con la condición verdad: “Wahr spricht, wer Schatten spricht (Dice
verdad aquel que dice sombra) afirman los versos de Paul Celan en ese
maravilloso poema titulado (Sprich auch du) “Habla también tú”.
Si nos preguntamos en qué
consiste la necesidad de dar testimonio, las palabras justas a esta pregunta
las podemos encontramos con Primo Levi, quien sostiene que uno de los sentidos
del testimonio se inscribe en la pretensión de mantener en la memoria un
mensaje, “… para que repita un mensaje que no es nuevo en la historia, pero que
demasiado a manudo se olvida: que el hombre es, tiene que ser, sagrado para el
hombre, en cualquier lugar y siempre”. La vocación última del narrador se
encontraría -entonces-, vista así las cosas, ligada intrínsecamente con la
exigencia de justicia. Narrar para no olvidar, y no olvidar para, de
ese modo, hacer justicia. De ahí que podríamos decir, y en esto también
estamos siguiendo a Levi, habría que tener claro que el lenguaje del testigo no
se condice con el lenguaje lamentoso de la víctima o el lenguaje iracundo del
vengador. El objetivo último del lenguaje del testigo, sostiene Levi,
consistiría en “preparar el terreno al juez”. A éste no le corresponde impartir
justicia, pero sí, cuando menos, le es propio la potencia de su exigencia.
HABLA TAMBIÉN TÚ
(Paul Celan)
Habla también tú,
Habla el último,
dicta tu sentencia.
Habla-
Pero no separes el no del sí.
Dale a tu sentencia también sentido:
Dale sombra.
Dale bastante sombra,
Dale tanta
Cuenta en su entorno sabes repartida entre
Medianoche y mediodía y medianoche.
Mira a tu alrededor:
Mira cómo cobra vida tu entorno-
¡Por la muerte! ¡Vivo!
Dice verdad quien dice sombra.
Pero ya mengua el sitio donde estás:
¿Adónde ahora, tú, desprovisto de sombras, adónde?
¡Te haces más fino, más irreconocible, más tenue!
Más tenue: un hilo
Por el que quiere descender la estrella:
Para nadar abajo, abajo
Donde se ve brillar: en la mar brava
De palabras peregrinas.
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