lunes, 23 de enero de 2017

LA VOZ DE ALIENTO

REFLEXIONES SOBRE ESCRITURA Y TESTIMONIO
DE JORGE POLANCO SALINAS (EDICIONES INUBICALISTAS, VALPARAÍSO, 2016)

Martín Ríos López
Docente y editor


Estoy convencido de que sólo algunas veces el placer de la lectura te entra en el cuerpo. Cuando eso acontece, entonces ya puede ir uno presumiendo de una suerte como pocas. Con el libro de Jorge Polanco La voz de aliento. Reflexiones sobre escritura y testimonio, me puedo dar el lujo de presumir que ha sido una suerte, una sorpresa y, por eso mismo, un placer. Un afortunado placer que se ha manifestado vívidamente a lo largo de toda la lectura de su texto. Ya por esto, vayan mis más sinceros agradecimientos a Jorge por el disfrute que me ha dado con la lectura de su libro.
Pues bien, ante la pregunta ¿qué es Auschwitz?, esto es, ante la pregunta por el más grande de los horrores del que algunos hombres han sido capaces en contra de la propia humanidad; ante la pregunta por el Holocausto que afectó principalmente a judíos, y a través de ellos a toda la humanidad, un viejo profesor mío de la época que datan mis estudios por Madrid, me refiero al filósofo Gabriel Albiac, sostenía éste, con una severidad y una lucidez francamente abrumadora una sentencia que hasta el día de hoy resuena en mi memoria. Sobre este asunto sostiene Albiac que ‘Auschwitz es la crueldad reducida a su canon matemático’. En otras palabras, lo que quería decir Albiac era que la aportación del nazismo en el terreno de los horrores humanos consistió, en última instancia, en la convicción irreversible de que es posible destruir la condición humana. Todo ello a partir de un trabajo que se inicia con la demarcación ideológica, jurídica y administrativa que le permitió al nazismo, en primera instancia, clasificar, distinguir y separar aquello que es humano de aquello que consideraba que no lo era. Y, una vez lograda esa distinción, y puesto lo ‘no humano’ en un estado de aislamiento permanente –dígase guetoslagers o campos de concentración-, proceder, sistemáticamente a la destrucción de aquello ‘no humano’ hasta su última sombra de dignidad.
 Este es, según me parece entender, el marco de tensión histórico reflexivo que sostiene la pregunta por la relación entre literatura y el testimonio que ha conjurado Polanco en su libro. De algún modo la situación política de la Europa de la época, junto al posterior desastre eran ya de alguna forma intuidos casi premonitoriamente en 1939 por Bertolt Brecht cuando se esforzaba en denunciar que son estos -decía Brecht- “Malos tiempos para la lírica”. He dicho ‘casi premonitorios’ porque lo cierto es que el verso de Brecht, en razón de los horrores de la guerra, terminó por quedar corto. Pero siendo justos con Brecht, habría que señalar que difícilmente pudo haber siquiera sospechado que los malos tiempos que anunciaba llegarían a ser incluso peores. Y vaya que lo fueron.
 Y a pesar de todo, podemos encontrarnos con La voz de aliento de una promesa lejana en esa “medianoche en la historia” como perspicazmente definió Víctor Serge a esa época. A pesar de todo, se insiste, en que es posible una voz de aliento y una promesa lejana. ¿Cómo la memoria y la escritura pueden llegar a ser una voz y una promesa en tiempos de penuria? ¿A qué se compromete una promesa cuando promete? O, permítaseme traer a presencia un verso del himno “Pan y vino” de Hölderlin que pregunta de forma inquietante ¿Y para qué poetas en tiempo de miserias? ¿En qué parece consistir –entonces- esa alarmante miseria epocal que, cuando menos, pone en entre dicho la escritura? ¿Cuánto es posible prometer en tiempos de penuria?
 En su ensayo <> que data de 1936 y que a muchos nos es conocida sencillamente como El Narrador, Walter Benjamin hace constar un diagnóstico y una advertencia certera acerca del destino de la escritura en una época como aquella. Advertencia que consiste medularmente en el hecho que ‘se aproxima en fin del arte de narrar’. De ahí que, de un modo u otro el destino de la época se encuentra unido al de la posibilidad de narrar. El arte de narrar, nos dice Benjamin “Nos resulta algo alejado ya y que sigue alejándose”. Casi como una voz que resuena a la distancia. Si esto ha sido posible, se debió fundamentalmente a que “la cotización de la experiencia ha caído… -y más aún-, da la impresión que sigue cayendo”. Tenemos la experiencia que la experiencia misma se encuentra en retirada. La experiencia de la guerra en general y de la Gran Guerra en particular, aquella que va desde 1914 a 1918, se han constituido en el parámetro que permitió ilustrar con la mayor elocuencia el asunto. “Con la Guerra Mundial –dice Benjamin- comenzó a hacerse evidente un proceso que desde entonces no ha llegado a detenerse”.
 El diagnóstico benjaminiano en torno a la posibilidad de la escritura, o más propiamente de la narración, consiste en que hay en activo un proceso en desarrollo constante en el que la experiencia se encuentra en franca retirada. La desaparición de la experiencia es un síntoma inequívoco del peligro de la desaparición del narrador puesto que “La experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que han bebido todos los narradores”.
 El testigo de este diagnóstico benjaminiano es asumido prontamente por Th. Adorno. En su análisis de la situación, una vez acabada la guerra y conocidos públicamente los horrores del nazismo, le llevan a sostener prontamente que la experiencia, que venía en progresiva retirada, ha, finalmente, terminado por desaparecer. La afirmación benjaminiana de que en la guerra se constata fehacientemente la aniquilación progresiva de la experiencia, tendrá, según Th. Adorno, en la experiencia de los campos de extermino masivos su colofón. La experiencia de la aniquilación de todo rasgo humano, que fue posible en los campos de exterminio, habría, por tanto, liquidado y clausurado definitivamente toda futura experiencia. El fin de la experiencia llevaría, por lo tanto, aparejado consigo el fin de la narración. Sólo así sería posible entender cabalmente la sentencia adorniana, aquella que es por todos conocida y que reza del siguiente modo: “escribir un poema después de Auschwitz es una barbaridad, y eso afecta también a la conciencia de por qué se ha hecho imposible hoy escribir poemas”. Sin embargo, a la idea que empuja a pensar que con la aniquilación de los cuerpos sobrevendría la necesaria desaparición de la experiencia, a esa idea se le opone tenazmente otra experiencia que coloca en suspenso la radicalidad de su juicio. A pesar de la experiencia de muerte nos queda –y esto sería lo verdaderamente interesante- ‘un cuerpo residual de resistencia’: el sobreviviente que pasa a convertirse desde ese instante en testigo de la causa.
 La pregunta que cabe hacerse sería esta ¿qué cabe esperar después de Auschwitz? Si se pudiese formular de otro modo esta misma inquietud, entonces habría que interpelar directamente a la experiencia y preguntar ¿por qué clase experiencia queda después de la experiencia de Auschwitz?.
 Una respuesta lúcida a las cuestiones que hasta ahora hemos venido planteando las encontramos explicadas y desarrolladas con un rigor y sagacidad a toda prueba Jorge Polanco en su libro. Estoy plenamente conciente de mis palabras a este orden de cosas, porque también soy conciente de la advertencia que un autor como Günter Grass ha hecho en torno a estas cuestiones. Sobre estas cuestiones señala Grass en Escribir después de Auschwitz que “… Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender”. Y esto es así porque, siguiendo a Grass, habría que decir que llegar a ‘entender’ conllevaría de modo implícito o explícito una forma de justificar. Y el Holocausto sería por antonomasia un acontecimiento injustificable del cual, sin embargo, pende la exigencia de justicia que permanece de modo inclausurable como una promesa que porta una voz de aliento. O, para decirlo con las palabras de Pablo Oyarzún en la introducción a El narrador de Walter Benjamin, “lo que resuena en esa voz es lo inolvidable”.
 Vista así las cosas, me permito reiterar la pregunta: ¿Qué experiencia queda después de Auschwitz? Y así también me permito compartir una incipiente tentativa: cuando menos, diría, nos queda la experiencia del sobreviviente que se convierte por ello en testigo. La experiencia que retorna con el testigo es una experiencia que quiere dar testimonio y que, por ello mismo, difiere absolutamente con la experiencia de los soldados que regresaron a casa después de la Gran Guerra y que terminaron por enmudecer. Una experiencia del sobreviviente que, paradójicamente a lo sostenido por Adorno en un primer momento, vendría a recuperar la vitalidad de la experiencia y junto con ello la vigencia de la narración.
 Es en este punto donde resulta importante para Jorge Polanco la figura de Imre Kertész, en tanto en cuanto es, como sabemos, un sobreviviente que ha hecho del testimonio una vocación. En su libro titulado Sin destino (de 1975) así como en la película homónima (de 2005) que también, por alguna extraña razón llegó a ser traducida en su título como Campos de esperanza, el protagonista György Köves un joven judío que ha padecido el rigor de los campos de exterminio, al final de la película, y una vez que parece regresar a casa, reflexiona sobre el hecho de que a pesar de todo ‘siempre hubo un espacio para la felicidad’ incluso al lado de los crematorios que expelían incesantemente su asfixiante humo de muerte. En ese, muy a pesar suyo, coqueteo incesante con la muerte, había, sin embargo, espacio para la esperanza. Creo ver que en esta imagen, ya de un modo u otro, que Kertész hace un guiño -quizás no tan secretamente- a ese verso que se encuentra en el himno Patmos de Hölderlin y que reza bajo la siguiente fórmula “Pero en el peligro/ crece también lo salvador” y del que Heidegger no ha se cansó repetir hasta llevarlo a su casi total agotamiento.
 “Cada vez es más raro encontrarse con gente que pueda narrar algo honestamente” decía Walter Benjamin en El Narrador a propósito de su inminente desaparición. Y el sobreviviente, convertido finalmente en testigo, según creo, vendría a ocupar ese espacio. Por tanto, es así que la honestidad del testigo se encontraría íntimamente ligada, a su vez, con la condición verdad: “Wahr spricht, wer Schatten spricht (Dice verdad aquel que dice sombra) afirman los versos de Paul Celan en ese maravilloso poema titulado (Sprich auch du) “Habla también tú”.
 Si nos preguntamos en qué consiste la necesidad de dar testimonio, las palabras justas a esta pregunta las podemos encontramos con Primo Levi, quien sostiene que uno de los sentidos del testimonio se inscribe en la pretensión de mantener en la memoria un mensaje, “… para que repita un mensaje que no es nuevo en la historia, pero que demasiado a manudo se olvida: que el hombre es, tiene que ser, sagrado para el hombre, en cualquier lugar y siempre”. La vocación última del narrador se encontraría -entonces-, vista así las cosas, ligada intrínsecamente con la exigencia de justicia. Narrar para no olvidar, y no olvidar para, de ese modo, hacer justicia. De ahí que podríamos decir, y en esto también estamos siguiendo a Levi, habría que tener claro que el lenguaje del testigo no se condice con el lenguaje lamentoso de la víctima o el lenguaje iracundo del vengador. El objetivo último del lenguaje del testigo, sostiene Levi, consistiría en “preparar el terreno al juez”. A éste no le corresponde impartir justicia, pero sí, cuando menos, le es propio la potencia de su exigencia.

 HABLA TAMBIÉN TÚ
(Paul Celan)


Habla también tú,
Habla el último,
dicta tu sentencia.

Habla-
Pero no separes el no del sí.
Dale a tu sentencia también sentido:
Dale sombra.

Dale bastante sombra,
Dale tanta
Cuenta en su entorno sabes repartida entre
Medianoche y mediodía y medianoche.

Mira a tu alrededor:
Mira cómo cobra vida tu entorno-
¡Por la muerte! ¡Vivo!
Dice verdad quien dice sombra.

Pero ya mengua el sitio donde estás:
¿Adónde ahora, tú, desprovisto de sombras, adónde?
¡Te haces más fino, más irreconocible, más tenue!
Más tenue: un hilo
Por el que quiere descender la estrella:
Para nadar abajo, abajo
Donde se ve brillar: en la mar brava

De palabras peregrinas.



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