lunes, 9 de enero de 2017

Perdido en la noche

"Donde iremos esta noche", de Cristian Cruz. Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2015

Por Luis Riffo Escalona


Ya sabemos que los lectores escasean, sobre todo los lectores de poesía y con mayor razón los lectores de poesía chilena actual. No es arriesgado afirmar que esta última es leída casi exclusivamente por poetas. Los poetas chilenos se leen entre sí, por afecto o curiosidad, por amor al arte, por descubrir otras voces. O porque los versos de ese poeta que puede ser un vecino, un amigo, un habitante de la misma ciudad, hablan de un mundo compartido, de un lenguaje que pertenece a la misma tribu.
Ya llegará el día en que los estudiantes, los profesores o cualquier ciudadano, disfruten o se arriesguen de manera habitual con la lectura de un libro de poesía publicada por una de las tantas editoriales independientes que se atreven a imprimir ese trabajo secreto y solitario, despreciado por las grandes factorías de libros comerciales. Obras poéticas de registro diverso que aspiran a encontrar al otro lado del laberinto, al otro lado de la soledad y el silencio, a los lectores cómplices que completen el sentido de la escritura. Falta para eso, falta mucho, pero los libros tienen paciencia.
Dentro de esa diversidad de autores, Cristian Cruz es un nombre que suena, tanto por sus libros como por la aparición cada cierto tiempo de columnas literarias en medios digitales, en las que hace apología de alguna obra poética o diatribas contra algún colega. Ese ejercicio ocasional logra levantar cierta polvareda y alguna toma de posición vehemente, pero imaginamos que más tarde todo se resuelve amistosamente al calor de las copas de alguna tertulia literaria.
Pero en realidad debieran interesarnos más las huellas duraderas. Tengo en mis manos Dónde iremos esta noche (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2015), un título sugerente que transmite con eficacia la sensación de incertidumbre que recorre las líneas de su quinto libro de poesía. La incertidumbre de un hablante que no va ni viene de vuelta, sino que merodea en torno a las heridas de su fracaso, a la evidencia de que los planes que alguna vez se propuso o debió realizar sucumbieron estrepitosamente.
Las tres partes en que se divide reiteran el tema y el tono de una vida a la deriva, que asume con una amarga resignación los signos de su derrota o al menos el fracaso en relación con cierta concepción que pone a la familia como eje del mundo. El personaje que se desprende de los poemas parece entregado a un extravío donde el sentido de la realidad se desliza por los intersticios, en los gestos mínimos, al margen de los grandes relatos de la vida y de la muerte. Como la conversación con el chofer de la carroza fúnebre que transporta el cuerpo del padre o la imagen del árbol de pascua en el suelo o el mantel manchado, hay un recurso metonímico en que los objetos hablan por las personas o un hecho lateral entrega señales de la verdadera catástrofe existencial.

Casa
Después de freír un bistec, prendí la radio para el programa deportivo,
el mantel lucía manchas de vino y agujeros de cigarrillos.

¿Desde cuándo están estos agujeros?
¿Por qué no he cambiado este mantel?

La aparente sencillez de estos poemas disimula la complejidad de los sentimientos y las historias de intimidades fracturadas que se leen entre líneas, narradas por un antihéroe que asume sin atenuantes su condición de alma a la intemperie, sin asidero ni tabla de salvación. Ni siquiera se concede el derecho a la compasión:

A la manera de Esenin
No llores en los parques,
no escribas cartas temblorosas frente a fotografías

o cajas llenas de ropa;
El amor entre los seres no es nada nuevo,
y el fracaso, por supuesto, tampoco lo es.


El poeta deambula en su noche y busca en medio de la oscuridad un camino para su vida y para su oficio, sin demasiadas esperanzas y más bien masticando el pan duro de una soledad que se ha forjado por su propia desidia, por sus propios errores. En ese trance entre una vida desastrosa y una escritura que quiere descifrarla, el lector puede encontrar esos chispazos luminosos en que confluyen la belleza del lenguaje y las miserias de la existencia. En ambas, un corazón palpita dando cuenta de su rotunda humanidad.


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