"Donde iremos esta noche", de Cristian
Cruz. Valparaíso, Ediciones Inubicalistas, 2015
Por Luis Riffo Escalona
Ya
sabemos que los lectores escasean, sobre todo los lectores de poesía y con mayor
razón los lectores de poesía chilena actual. No es arriesgado afirmar que esta
última es leída casi exclusivamente por poetas. Los poetas chilenos se leen
entre sí, por afecto o curiosidad, por amor al arte, por descubrir otras voces.
O porque los versos de ese poeta que puede ser un vecino, un amigo, un
habitante de la misma ciudad, hablan de un mundo compartido, de un lenguaje que
pertenece a la misma tribu.
Ya
llegará el día en que los estudiantes, los profesores o cualquier ciudadano,
disfruten o se arriesguen de manera habitual con la lectura de un libro de
poesía publicada por una de las tantas editoriales independientes que se
atreven a imprimir ese trabajo secreto y solitario, despreciado por las grandes
factorías de libros comerciales. Obras poéticas de registro diverso que aspiran
a encontrar al otro lado del laberinto, al otro lado de la soledad y el
silencio, a los lectores cómplices que completen el sentido de la escritura.
Falta para eso, falta mucho, pero los libros tienen paciencia.
Dentro
de esa diversidad de autores, Cristian Cruz es un nombre que suena, tanto por
sus libros como por la aparición cada cierto tiempo de columnas literarias en
medios digitales, en las que hace apología de alguna obra poética o diatribas
contra algún colega. Ese ejercicio ocasional logra levantar cierta polvareda y
alguna toma de posición vehemente, pero imaginamos que más tarde todo se
resuelve amistosamente al calor de las copas de alguna tertulia literaria.
Pero
en realidad debieran interesarnos más las huellas duraderas. Tengo en mis manos Dónde
iremos esta noche (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2015), un
título sugerente que transmite con eficacia la sensación de incertidumbre que
recorre las líneas de su quinto libro de poesía. La incertidumbre de un hablante
que no va ni viene de vuelta, sino que merodea en torno a las heridas de su
fracaso, a la evidencia de que los planes que alguna vez se propuso o debió
realizar sucumbieron estrepitosamente.
Las
tres partes en que se divide reiteran el tema y el tono de una vida a la
deriva, que asume con una amarga resignación los signos de su derrota o al
menos el fracaso en relación con cierta concepción que pone a la familia como
eje del mundo. El personaje que se desprende de los poemas parece entregado a
un extravío donde el sentido de la realidad se desliza por los intersticios, en
los gestos mínimos, al margen de los grandes relatos de la vida y de la muerte.
Como la conversación con el chofer de la carroza fúnebre que transporta el
cuerpo del padre o la imagen del árbol de pascua en el suelo o el mantel
manchado, hay un recurso metonímico en que los objetos hablan por las personas
o un hecho lateral entrega señales de la verdadera catástrofe existencial.
Casa
Después
de freír un bistec, prendí la radio para el programa deportivo,
el mantel lucía manchas de vino y agujeros de cigarrillos.
¿Desde cuándo están estos agujeros?
¿Por qué no he cambiado este mantel?
el mantel lucía manchas de vino y agujeros de cigarrillos.
¿Desde cuándo están estos agujeros?
¿Por qué no he cambiado este mantel?
La
aparente sencillez de estos poemas disimula la complejidad de los sentimientos
y las historias de intimidades fracturadas que se leen entre líneas, narradas
por un antihéroe que asume sin atenuantes su condición de alma a la intemperie,
sin asidero ni tabla de salvación. Ni siquiera se concede el derecho a la
compasión:
A la manera de Esenin
No
llores en los parques,
no escribas cartas temblorosas frente a fotografías
o cajas llenas de ropa;
El amor entre los seres no es nada nuevo,
y el fracaso, por supuesto, tampoco lo es.
no escribas cartas temblorosas frente a fotografías
o cajas llenas de ropa;
El amor entre los seres no es nada nuevo,
y el fracaso, por supuesto, tampoco lo es.
El
poeta deambula en su noche y busca en medio de la oscuridad un camino para su
vida y para su oficio, sin demasiadas esperanzas y más bien masticando el pan
duro de una soledad que se ha forjado por su propia desidia, por sus propios
errores. En ese trance entre una vida desastrosa y una escritura que quiere
descifrarla, el lector puede encontrar esos chispazos luminosos en que
confluyen la belleza del lenguaje y las miserias de la existencia. En ambas, un
corazón palpita dando cuenta de su rotunda humanidad.
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