(Cristian Cruz,
Ediciones Inubicalistas, 2015)
Por Cristián Gómez O.
Por Cristián Gómez O.
La
dificultad de hablar del último libro de Cristian Cruz (San Felipe, 1973),
radica en la serie de reflexiones que Dónde iremos esta noche nos
provoca. A pesar de su brevedad, este es un conjunto que intensifica su decir
en este envase sólo en apariencia reducido: cada página, cada línea vale aquí
la pena. Quinta publicación del autor, el conjunto de ellas demuestra una
evolución desde el larismo más mimético hasta un abandono casi absoluto de tal
poética (si es que no su refutación más agria y biliar), proceso resumido con
su habitual lucidez por Ismael Gavilán en su artículo: “Volver a comenzar: Dónde
iremos esta noche de Cristian Cruz”.
No
me extenderé, por tanto, en ese proceso de distanciamiento, sino que intentaré
detallar algunos de los procedimientos de los que Cruz se vale para llevar a
cabo la tarea de situar a su hablante en las profundidades de su desengaño y,
en segundo lugar, el espacio que una poética como la de Cruz puede o no ocupar
al interior del sistema poético de Chile. Por lo pronto, partiremos señalando
que el libro se divide en tres secciones (Apartado postal, No hay caso, Respete
la señal), cada una de las cuales representa una etapa de ese descenso, si se
me permite la palabra, no a los infiernos de una modernidad vivida desde
afuera, sino al de una modernidad coja, periférica y, en suma, incompleta. Pero
no hablamos aquí de ese concepto de modernidad incompleta como lo acuñara Julio
Ramos en Desencuentros de la modernidad en América Latina (PDF),
con el cual el teórico portorriqueño retrataba las angustias de los
intelectuales decimonónicos y finiseculares del continente ante ese nuevo
escenario de una progresiva división del trabajo, sobre todo del trabajo
intelectual, que poco a poco los iba alejando de su ámbito de influencia en la
esfera pública y, a la larga, de esta última en su conjunto, sino de una idea
tal vez más modesta pero por lo mismo más terrenal y cercana.
Esta
modernidad incompleta con la que nos encontramos en los poemas de Cruz está
ilustrada, literalmente hablando, desde la portada del volumen, en ese
fragmento de una foto en el que vemos sólo la parte inferior del rostro de un
hombre, su mentón y el auricular del teléfono cerca de su boca, mientras él
está mirando –suponemos– hacia afuera de la cabina. El título del libro,
ubicado justo encima de la foto, agrega al tono de incertidumbre al que la foto
nos expone: un desconocido, cuya mirada sólo podemos imaginar y un título que
sólo ofrece una pregunta sin posibilidad de ser respondida.
Tal
vez sea eso lo que hacen estos poemas: tratar de dar con un destino para esa
noche. No me parece un hecho sin más soslayable el que no exista un poema en
todo este conjunto que sea homónimo con el título del mismo. Esto quizás se
deba a que el sentido del total de estos poemas está repartido entre todos
ellos, sin que haya uno sólo que acumule en sí mismo la matriz semántica de Dónde
iremos esta noche. Al contrario, las tres partes en que se divide el libro,
que mencionáramos más arriba, cada una de ellas parece ser un capítulo de la
travesía. “Apartado postal”, la primera, nos introduce a una localidad, a una
ubicación, una dirección postal (“San Roque Rural City”) en la que una
devaluada cotidianidad nos pone frente a frente con el detritus de un proyecto
moderno que, desde esta perspectiva, no pasa de ser una parodia de sí mismo.
Así,
un poema como “Mala racha” nos presenta el foco de una conciencia anodina, por
lo general la misma a la que debemos seguir a lo largo de todo el libro,
centrándose en la anécdota de un tragamonedas ubicado ¿en un almacén, en una
panadería, en una tienda de abarrotes? donde vecinas del barrio ven que su
suerte no cambia a pesar de la asiduidad con la que juegan en la máquina
señalada. Los versos no respetan mayormente una medida silábica. El
vocabulario, sin ser necesariamente coloquial, no se aleja mayormente de la
norma hablada. Imposible pasar por alto un detalle: quien protagoniza este
texto, la vecina de la mano cortada, pone una nota sino de extrañeza, por lo menos
de algo cercano no diré a la monstruosidad, pero sí una anormalidad que le da
al total del poema un tono mucho más sombrío. A esto se suma el que algunos de
los poemas que preceden a “Mala racha”, insisten en una geografía de pueblo
chico, de zona apartada, donde cualquier resquicio de modernidad es una noticia
tardía de esta. Por ejemplo: en el poema que abre el libro, “Una bella noche
para bailar rock”, en un carro fúnebre donde llevan desde Santiago a una ciudad
de provincia, el cadáver del padre del hablante del poema, tanto el hablante
como el chofer comparten un cigarrillo y se ponen a escuchar un cassette. No un
iPod, no un disco compacto, sino un cassette. Otro poema habla de una
imaginaria “San Roque Rural City”, algo así como el arquetipo de la ciudad
perdida, la ciudad que fue de la que hablara Eliana Navarro, pero que ahora ha
perecido ahogada por un proyecto neoliberal y totalitario que no ofrece mayores
espacios para estos pueblos sin “oferta”.
Pero
volvamos a “Mala racha”: la manca y una amiga de ella maldicen su mala suerte,
golpean la máquina producto de su frustración y, nos dice el hablante,
“murmuran y garabatean su mala racha” (9). Quisiera detenerme brevemente en
este último verso, con el que termina el poema, en la medida en que me parece
una especie de metonimia involuntaria del resto del libro. Que condenen en voz
baja su mala suerte es propio de la escena. Que la garabateen, sin embargo, nos
puede llevar en dos direcciones divergentes. Una es la coprolalia asociada a la
palabra garabato en Chile. Ese es el significado más estándar. No obstante hay
otro, ya que garabatear también significa (sic) escritura al trazada, notas
hechas a la rápida. Aquí es donde creo que Cruz amplía el sentido que podemos
explorar. Porque ese garabatear la mala racha, en realidad parece una metáfora
de Dónde iremos esta noche en su conjunto.
La
segunda parte del libro, “No hay caso”, se detiene a detallar los sinsabores de
un quiebre amoroso que, como el título indica, parece ser irreversible. Esta
vez los ires y venires del hablante tienden a ser de menor extensión, como si
la fuerza del epigrama fuese suficiente para dar cuenta del descalabro
emocional en que aquel se encuentra. Así, tenemos el poema que le da el título
a esta sección, donde en sólo cuatro líneas se pasa del escepticismo en torno a
una hipotética relación amorosa, a extender ese aire de desengaño hacia
cualquier idea de futuro, de mañana. Cruz lo hace mediante dos subjuntivos en
pasado (“Necesitaba una mujer que no quisiera hijos/y que no los tuviera
tampoco”, 23) que ponen entre paréntesis cualquier posibilidad de pensar en un
futuro, en la medida en que el hablante mismo se pregunta: “¿Se puede pedir
algo así?/Entre el pronóstico de las carreras, el auto chocado?” (23). A mí me
parece más bien demoledor. Si la mujer que se sueña, se sueña para una relación
intransitiva (lo cual es una opción legítima entre muchas otras), el matiz que
agregan las dos últimas líneas es lo que le da el tono definitivo a la escena.
El sólo hecho de preguntarse por la posibilidad de pedir algo así pareciera
anular cualquier oportunidad de alcanzar ese objeto del deseo. Pero hacerlo
entre medio de un auto inservible o en mal estado, apostándole al futuro como
Bukowsky lo hacía con las musas, es un espectáculo que mueve necesariamente al
lector hacia el patetismo, en el más ortodoxo sentido de la palabra.
“Respete
la señal” nos lleva a los poemas más elaborados del conjunto y que son el
broche de oro (aunque no haya nada muy esplendoroso en esta poesía) para el
total de estos poemas. Se pregunta aquí el hablante por el origen mismo de lo
poético, por su verdadera naturaleza, pero sin dejar de contextualizar sus
condiciones de enunciación, sus posibilidades de decir que lo inscriben en un
sistema poético –el chileno–, específicamente en las coordenadas de las dos
últimas décadas. Aclaremos que a todo lo largo de este libro esta pregunta está
presente. Textos como “No había reparado en eso”, “Relaciones”, “La trama”,
“Teléfono”, giran, en mayor o menor medida, en torno a lo escrito y sus
cualidades.
¿Cuál
es, sin embargo, esa naturaleza de lo lírico?: responder esta pregunta nos
parece clave, en tanto la comprensión que se haga de ese fenómeno ha marcado
hasta ahora en Chile los rumbos de las distintas poéticas operantes al interior
de ese sistema literario. En los distintos poemas que se abocan a este tema,
hay una tendencia a entender el poema, i.e., lo poético, como un ente y/o una
cualidad que el poeta recibe y/o interpreta de acuerdo a determinadas
circunstancias. De este modo, el poema se entiende aquí como un algo (no lo
denominemos por ahora, no pretendamos por el momento decidir con precisión
sobre su hechura) previo al hecho mismo de la escritura, una suerte de
condición congénita de las cosas que preceden al acto mismo de escribir sobre
ella: la poesía está en la realidad, la poesía es, en consecuencia, anterior al
poeta que escribe el poema. El viejo adagio de Teillier, “se escribe porque se
es poeta, no se es poeta porque se escribe” cobra renovadas fuerzas desde una
perspectiva como ésta. A propósito de esto, resulta atingente recordar esa
conferencia que Jorge Luis Borges diera en Harvard University en el año lectivo
de 1967-68. Con su habitual ingenio, pero también con su impenitente lucidez,
Borges se dedica a desconfiar de cualquier intención demasiado fervorosa por
definir lo poético. En una especie de paradoja, que en el contexto de la
argumentación borgiana resulta total y absolutamente justificada, el autor
argentino señala que cuando se está en presencia de la poesía, de inmediato se
sabe que se está en presencia de ella. Vale la pena citarlo:
Esto
significa que sabemos qué es la poesía. Lo sabemos tan bien que no podemos
definirla con otras palabras, como somos incapaces de definir el sabor del
café, el color rojo o amarillo o el significado de la ira, el amor, el odio, el
amanecer, el atardecer o el amor por nuestro país. Estas cosas están tan
arraigadas en nosotros que sólo pueden ser expresadas por esos símbolos. Para
terminar, tengo una cita de San Agustín que creo que encaja a la perfección.
San Agustín dijo: «¿Qué es el tiempo? Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me
preguntan qué es, no lo sé». Pienso lo mismo de la poesía.
Hay,
evidentemente, otros intentos que podríamos invocar para una definición de lo
poético. Johannes Pfeiffer y su aproximación fenomenológica, Octavio Paz y su
lectura de los ritmos del poema en correspondencia con los ritmos universales,
el habitar poético del hombre en la particular definición heideggeriana.
Prefiero, sin embargo, el método borgiano en este caso, sobre todo porque nos
permite valorar lo que hay de particular en Cruz, en la medida en que este
poeta, al preguntarse por la peculiaridad de lo poético, aquello que lo
distingue, en definitiva, de otros fenómenos, parece inclinarse por una
comprensión híbrida del discurso poético, una donde caben la idea de la poesía
como acto de escritura, como un hecho de lenguaje, y otra donde lo poético está
en aquello mismo que es cantado. El poema que cierra el libro, por ejemplo, “De
cómo miro por la ventana”, es un bellísimo ejemplo de esta transición entre un
adentro y un afuera de la enunciación del poema, esa capacidad que Cruz viene
demostrando desde su anterior libro (Reducciones, 2009) de
reflexionar sobre la factura misma del texto, sin dejar que el texto explore
otros temas al mismo tiempo.
Vemos
a este hablante diluyendo la separación entre lo representado y el acto de
representarlo, entre el poeta que “canta” a las cosas y esa realidad plasmada
en palabras. Si el poema se abre con la focalización de la conciencia en un
paisaje exterior al lugar de hablada, lo hace con un distanciamiento que nos
impide desde un principio cualquier intento de identificarnos con ese paisaje,
con naturalizarlo, por paradójico que esto parezca. No podemos dar por sentado
ese paisaje, ya que el hablante nos alerta sobre la naturaleza lingüística del
mismo, sobre su condición de corpus: “pero no era el paisaje, era yo que estaba
allá afuera como un corpus,/y cuando te digo corpus es que los árboles flotando
podrían ser mis brazos/o mis piernas, no es seguro, tómalo como ejemplo” (41).
La transformación del hablante en ese paisaje se hace desde una posición que
está consciente del artificio de la tarea, donde la voz se haya en control de
lo que ocurre en el texto. Una vez que comienza a caer la luz, sin embargo, que
ilumina el afuera, aquello que está más allá de la ventana se pierde en la
oscuridad, y ahora la luz comienza a colarse al interior de la pieza desde la
cual este discurso es producido por la conciencia del hablante. Este último ve
cómo ahora la ventana refleja lo que está adentro de esa habitación: “Lo
distinto es que no hay que traspasar el cristal/y lo de adentro y lo de afuera
se hacen uno para que el poema sea” (42).
Por
último, una reflexión en torno al carácter político, incluso contingente, desde
el cual leer este libro. Me centraré aquí en “De cómo un poeta provinciano
charla con un poeta citadino”, poema que plantea debates viejos y nuevos que
radiografían la vida literaria chilena (pero también la situación política)
conforme a un patrón inédito de comprensión de sus circunstancias. Traigo a
colación este poema porque de nuevo nos encontramos con la centralidad de la
palabra “paisaje”, como si ella misma comprendiese la totalidad de esa
tendencia lárica/paisajística que permeara décadas de la poesía chilena y de la
cual Cruz se distancia por completo en este libro. Sin embargo, el tema es más
complejo, ya que también con este vocablo se intenta subrayar la dinámica
campo/ciudad pero traída al ámbito literario, esa vieja disputa de
exclusión/inclusión que ha sido una larga querella, esgrimida principalmente
por aquellos que se sienten ignorados por el centralismo santiaguino.
Cruz, sin embargo, con una lucidez a toda prueba, va más allá de estas
tensiones para llevar la contradicción de estos polos (aparentemente) opuestos
a otro nivel de lectura:
Pero si cultivas otro idioma para
traducirte a ti mismo,
ya que así te escucharán en otro punto del plano,
y rebuznas frente al hongo venenoso del que hablábamos,
entonces la poesía no será fácil,
ni escrita a bordo de un avión
ni sobre el tronco volteado
que sirven para lo mismo.
ya que así te escucharán en otro punto del plano,
y rebuznas frente al hongo venenoso del que hablábamos,
entonces la poesía no será fácil,
ni escrita a bordo de un avión
ni sobre el tronco volteado
que sirven para lo mismo.
El
discurso globalizado como lugar de blanqueo de las contradicciones locales.
Sibilino, Cruz pone el dedo en la llaga para señalar cómo esas disputas
internas (i.e., la poesía lárica en la ciudad, tradición v/s modernidad, etc.)
al ser llevadas a un escenario global son re-significadas y por un inversión
simbólica valoradas desde un óptica positiva (pero que a nivel local sería
profundamente conservadora, incluso reaccionaria) que las retoma para ubicarlas
en un concierto de creciente enajenación sensorial y de una experiencia
cotidiana vista cada día más como un simulacro de sí misma. Cruz entiende a
cabalidad este fenómeno donde la vivencia tercermundista termina por ser parte
de un exotismo que viene a satisfacer la(s) demanda(s) de presencia e
inmediatez propias de una sociedad (local e internacional) que ve cómo
cualquier rasgo de “autenticidad” se borra a velocidad acelerada.
Ese
notable poeta y crítico que es Jaime Pinos, en su colección Visión
periférica, planteaba no hace mucho, en un ensayo titulado “La poesía como
política”, que a su parecer era necesario mantener viva “La intuición de que la
poesía puede contribuir a alimentar una nueva perspectiva que en vez de
disociar las dimensiones sociales e individuales de ese cambio [social],
trabaje por integrarlas”. Después de leer Dónde iremos esta noche,
creemos que una grieta separa lo planteado por Pinos con el mundo representado
por Cruz en su libro. Esto no es para decir que este último se aleje de un
discurso político, sino por el contrario, para señalar que la política de la
fractura que transita Cruz nos parece ciertamente más válida que una operación
reconciliatoria como la que plantea Pinos. La fractura radical de Dónde
iremos esta noche proviene de ese desengaño total que lo único que
busca, suponiendo que busca algo, es dejar en claro –y por escrito– la
dimensión de su fracaso, la extensión de su soledad. No hay en este libro de
Cruz ninguno intento de enmienda, ninguna narrativa de horizonte ulterior. Por
lo tanto, contribuir a una perspectiva que no disocie las dimensiones sociales
e individuales del cambio social, no puede parecer más alejado de este
proyecto. Cualquier intento redentorista está clausurado para Cruz. La grieta,
la fragmentación y la derrota son su única política. La más preclara de todas.
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