LA
PAVA, NOVELA DE MANDY GUTMANN
Felipe Moncada Mijic, Valparaíso, diciembre 2016
Es frecuente oír en el
ámbito literario, que en Chile ha faltado la “gran” novela de la dictadura, reiterándose
un poco la esperanza en hallar un relato totalizante y clarificador, pero por
otra parte está la visión de que el desarrollo y consecuencias de ese período
histórico, está diseminado en un sin número de obras narrativas y testimoniales
que abordan el tema, pero de una manera oblicua, desarrollando los matices más
que el retrato frontal de la historia; y es en ese segundo ámbito, donde creo
que La Pava toca fibras que estaban
pendientes, como lo son las consecuencias del período autoritario en la
infancia, o más precisamente, el hecho de crecer en un mundo de adultos fragmentados,
que han perdido la memoria, que usan eufemismos para referirse a hechos
históricos, o que la urgencia de resolver la sobrevivencia cotidiana, no les deja
fuerzas para resolver el pasado.
En el plano formal, se
trata de una novela escrita en polifonía de voces; tres niños de una localidad
rural, una mujer de la tercera edad, una joven santiaguina en pleno vértigo de
la resistencia a Pinochet, y una sexta voz —masculina— que se desliza mediante
postales y que otorga una mirada extranjera a la situación narrada, la fuga del
viajero romántico que pone distancia a la estática realidad de las normas
sociales. Este formato de distintos hablantes es un pie forzado que requiere
despersonalizarse y proyectar la idea de un otro con gran penetración
sicológica para poder funcionar con naturalidad. Si bien la mayoría de estas
voces surgen dentro del modo de vida pueblerino, niños de aldea rural marcados
por la sombra de la historia, la excepción, el contraste que otorga profundidad
al relato, es la voz de una mujer de la metrópoli, situada en el pasado, ya que
en ella se concentra la tensión, como un fantasma clave dentro de la historia.
A medida que avanzan
los capítulos, avanzan paralelamente muchas historias que son como fugas del
tronco central: la obsesión de la protagonista por su madre desaparecida, una
adolescente que cae frecuentemente en estados oníricos, con una visión muy
particular de la realidad; la amistad de dos niños, mezclada con el inicio del
deseo sexual y todas las alteraciones de ello; la resistencia contra la
dictadura, su vértigo y su desastre en la vida familiar; la violencia
intrafamiliar en el mundo rural, la presencia y ausencia de vidas rotas,
fragmentadas, con zonas oscuras; pero ante todas estas ramificaciones empuja la
persistencia de la vida, su corriente caótica de turbulencia en movimiento.
Como es frecuente en
Chile, un terremoto ha modificado la vida de la aldea, y gracias a eso han
llegado forasteros, entre ellos un perito forense encargado de reordenar los
restos del cementerio, y con estos forasteros una fisura se instala en las
costumbres y aspiraciones de los antiguos habitantes. Es fuerte esa imagen de reconstruir
un cementerio devastado por un terremoto, pues funciona por proyección como
imagen de un país edificado sobre muertos sin tumbas, esos huesos confundidos
por un desastre natural, pero que evocan de manera casi directa a los detenidos
desaparecidos de la dictadura.
En el documental “Nostalgia
de la luz”, de Patricio Guzmán, se contrapone el trabajo de astrónomos que
buscan información en estrellas y galaxias lejanas lejanas, desde el Desierto
de Atacama; con mujeres que buscan restos de familiares asesinados por
militares, bajo de la misma arena que sostiene los observatorios, poniendo en
evidencia la distancia astronómica, valga la redundancia, entre las realidades
de personas que se cruzan a diario en una carretera. En una de las escenas
finales de la novela, la Pava, llega hasta el desierto —acompañada de una
pareja— en búsqueda de su madre, y se encuentran con algunas de estas personas
que persisten en buscar a sus parientes sin ninguna certeza, casi como un acto
ritual de respeto por sus muertos, un simbolismo quizás, que permite soportar
un luto indefinido. Entonces, la niña y sus acompañantes se acercan a una mujer
y le preguntan si ha visto a cierta persona, lo que provoca la escena de confusión
que reproduzco a continuación:
“Nos
acercamos a la primera mujer. Tendrá unos sesenta años. En su sombrero brilla
una flor plástica azul. Cuando nos ve, sigue escarbando sin decir una palabra.
Seguro que piensa que somos curiosos que vienen a distraerla o a reírse de
ella. Lleva puestos bototos y una falda de un amarillo desteñido.
—Hola, cómo le va señora— le dice María
José.
La mujer nos dice hola y sigue
escarbando. —Aquí estamos— dice.
—Perdone por molestarla— dice María
José. —¿Pero nos puede dar un minutito? Estamos buscando a alguien—.
La señora se levanta del suelo, con la mano
en la espalda. Años de buscar en la tierra la han encorvado. —Ay, m’hija— dice.
—Todas estamos buscando a alguien. No creo que te pueda ayudar. ¿Qué quieres:
una mandíbula, un pedazo de chaleco endurecido como palo, un diente? He
encontrado pedacitos de huesos aquí por allá, pero es difícil saber a quién
pertenecen.”
En la escena, María
José, la persona que acompaña a la Pava, pregunta por una persona viva, pero
esa pregunta no cabe en quien la muerte es su moneda cotidiana, por ausencia de
un cuerpo a quien prestarle luto, y quizás en ello, en ese desencuentro, en
esos mundos paralelos se resume una violencia cotidiana que persiste en nuestro
país.
Otro tópico a destacar
en la novela, es el tratamiento de la sexualidad, o más derechamente, el
despertar de la homosexualidad como un proceso de deseos, tentaciones y
contradicciones, ello está finamente tratado en uno de los personajes, y es que
es un tema que aún es incómodo en gran parte de nuestra sociedad, a pesar de
las aperturas mediáticas de los últimos años. Y son esas dificultades de
aceptación, tanto a nivel interno como externo, las que se desarrollan como un
conflicto paralelo a la historia central, si se puede hablar en esos términos.
Otro aspecto que
quisiera mencionar, para terminar, es lo vívido de las sensaciones de infancia
que se reproducen en los tres hablantes principales, y aquí me gustaría
referirme a la biografía de Mandy, pues si bien nace en Santiago, pasa parte de
su infancia en zonas rurales del Ñuble y el Maule, para luego estudiar de joven
en Estados Unidos, donde en la actualidad ejerce docencia en universidades, en
el área de la literatura creativa. Dos cosas al respecto: para quienes tuvimos
la suerte alguna vez en la infancia, de experimentar la epifanía del mundo
natural, aunque fuera en los márgenes poblacionales de la urbe, de perder la
noción del tiempo a la orillas de un río, en un bosque, o en esos partidos de
fútbol interminables que se acababan cuando la noche ya no permitía ver la
pelota; encontramos en muchas situaciones de la novela, lo vívido de las
percepciones de la infancia, ya que los personajes de esta novela permiten
reconstruir sensaciones, y me refiero al olfato, la piel, el cansancio, el
sueño, la nitidez del primer mundo que se percibe mediante la desnudez de los
sentidos. Y la segunda cosa, es la idea de aldea que se desarrolla, mediante el
dibujo de Kutral, el pueblo donde ocurre la mayor parte de la novela. Pienso,
por ejemplo, en el escritor aconcagüino Ernesto Montenegro, quien luego de
salir a correr el mundo, llega a Nueva York donde trabaja durante años como
periodista, y cuando regresa a Chile y funda la escuela de periodismo de la
Universidad de Chile, elige para su narrativa escribir sobre aldeas del
Aconcagua, reconociendo que en ese mundo popular estaban los relatos, que a la
manera de las Mil y Una Noches, son universales, pero en la mirada de quien se
ha alejado, entonces este Kutral, podría estar en algún punto del valle central
o el norte chico, y la verdad no importa mucho, pues nadie querría saber con
exactitud dónde está Macondo o Comala, o esos pueblos que Bradbury coloca en
algún lugar del territorio norteamericano, y qué inclusive no duda en
colocarlos fuera del planeta por efectos de un espejismo mental. Nos basta con
saber que la vida en estos pueblos sigue siendo algo nuevo en cada generación,
y que de esa aldea universal venimos todos, pues vienen nuestros antepasados
con su carga de fábulas que repiten una y otra vez el drama del ser, bajo el
viejo sol de los primeros habitantes.
Quiero celebrar la
aparición de esta novela, e invitar a los lectores a subir por su tronco
central y vagar por sus distintas ramas,
pues todo su cuerpo es un árbol frondoso que rebosa de salud cada vez que el
viento lo estremece con su carga de lenguaje y humanidad.
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