Dónde iremos esta
noche de Cristián Cruz
Por Ismael Gavilán
Durante
bastante tiempo la poesía escrita por Cristian Cruz (Putaendo, Aconcagua,
1973), ha sido leída o vinculada con el universo y sensibilidad propiciada por
la así llamada “poesía lárica”. Y si bien, desde su primer libro (Pequeño
país, 2000) Cruz dio muestras inequívocas de su propio talento e
individualidad, aquel juicio que relacionaba su escritura con las de Jorge
Teillier o Efraín Barquero, –juicio a veces repetido una y otra vez con una
ligereza espeluznante- no era, sin embargo, del todo inexacta, no tanto por el
mero hecho de efectuar el joven poeta aconcagüino un revival acrítico
de una poética tan sugestiva y poderosa como la de estos autores, ni tampoco
porque viese en ellas una especie de justificación identitaria para dar cuenta
de su propio proyecto poético frente a las exigencias metropolitanas de una
hipermodernidad avasallante que, siendo francos, bien poco le interesaba e
interesa lo que desde la provincia pueda acontecer como búsqueda estética o
reflexión mesurada. Tal vez se trataba de otra cosa y que, a falta de una
palabra más pertinente, pienso ahora que aquello podría caracterizarse de
manera provisoria con el término aprendizaje. Es así que en Cruz,
el apropiarse imaginativa, mítica y retóricamente de lo mejor que llevaron a
cabo Teillier y Barquero –amén de otras referencias que son canónicas en la
formación de un joven poeta como el que Cruz quiso ser y fue: Fournier, Rilke,
Guy-Cadou, Esenin, Trakl, pero también Cárdenas, Volpe, Vallejo, el Neruda
de Crepusculario y, por supuesto muchos más- significó, entre
otras cosas, descubrir y aprehender puntos de encuentro para verse a sí mismo
como continuador y parte de una rica y vasta tradición -el viejo dictum que
dice que uno no elige escribir poesía, sino que es elegido por
ella-. Pero por otro lado, Cruz fue, sin duda, lo suficientemente hábil como para
tener sus propias luchas interiores, ordalías nacidas de las exigencias para
con la escritura misma y que, con altos y bajos, devino aprehensión de esa
misma tradición aludida, pero sin una complacencia mimética que lo inmovilizara
en una reiteración equívoca o estéril.
Esas
luchas interiores a las que hago alusión están referidas no sólo al desafío de
vérselas con los fragmentos de una experiencia rural hecha añicos por los
desoladores procesos de modernización que han caracterizado a nuestro país desde
la década de los 90, sino también y de modo mucho más relevante, por una
peculiar manera de dar cuenta en el gesto lector que le es tan característico,
de una apropiación sentimental cargada de significado, una verdadera búsqueda
expresiva que no deseaba cortar puentes con un imaginario que hacía y hace de
la imagen de la precariedad y de una subjetividad desgarrada, lo más preclaro
de su singular aventura escritural. Aventura que, a la par de lo desarrollado
por sus congéneres generacionales –los así llamados poetas de los 90 donde
me parece que Cruz tiene un legítimo derecho de inscripción-, hizo de la
memoria uno de sus baluartes de sentido ante la debacle epocal
que, desde los albores del nuevo siglo, ha hecho que la epifanía se vuelva cada
vez más distante o irreal. Una idea o concepto de memoria que no tiene que ver
solamente con otorgar una enumeración de lugares, seres y enseres desde un
pasado cargado de nostalgia para traerlos a presencia como fantasmas de una
dudosa redención, sino más bien, la memoria entendida como un gesto discursivo
que implica leer y ser leído por una poesía otra –siempre toda
poesía es otra al venir desde la memoria como asalto- que pone en entredicho
nuestra mismidad como lectores con nuestros hábitos y prejuicios, pero también
haciéndonos cuestionar nuestros usos y abusos de lenguaje. Me atrevo a pensar
que eso quizás ayuda a entender la manía intensa de Cruz de persistir en una
escritura que traiga a lugar esas experiencias referidas al lar, la tierra, el
recuerdo, las imágenes entrañables de los sitios y espacios abordados por la
infancia, las relaciones humanas dibujadas en la estela mítica del amor y la
sencillez, etcétera. Tanto en Pequeño país (2000), como
en La fábula y el tedio (2003) y en Fervor del
regreso (2004), Cruz personaliza esa retórica lárica, pues ensaya y
explora sus límites, no tanto como el establecimiento de sus propias fronteras
a nivel léxico, por ejemplo, sino más bien, como indagación de sus
requerimientos verbales en tanto representación de su propia experiencia: que
la situación vivencial, geográfica y cultural que a Cruz le ha tocado vivir,
coincida con buena parte de lo que ha leído, es una conjunción, si bien,
sugestiva, no menos crítica para establecer caminos expresivos que, asumiendo
su propia realidad, le instan a seguir en la búsqueda de su particularidad
poética. Si Cruz fuera un poeta de menos talento, habría persistido una y otra
vez en aquel gesto volviéndolo una reiteración ajena a su propia vitalidad
imaginativa y escritural.
Con
la publicación de Reducciones en 2009, Cruz, sin salirse de lo
que hasta ese instante era parte vital de su proyecto, pareciera dar un giro
fundamental: atrás queda esa retórica que hace del pueblo, los bandidos, el
pozo, la acequia, la lluvia y las estaciones el eje primordial de sus intentos.
Sin abandonar aquel imaginario, en los poemas de Reducciones como
ha apuntado con agudeza Damaris Calderón, asistimos a una conjunción del canto
con una actitud intelectual, cosa que implica en otros términos, un razonamiento
que viene otorgado por la conciencia de la precariedad y el espanto ante la
muerte. Pero por otro lado, en Reducciones, Cruz pareciera ser
que amplía un modo que ya era adivinable en Barquero: la exploración de cierta
sensibilidad oriental con un énfasis en cierta poesía china, ya como
paráfrasis, ya como la articulación de varios personae de
hablas diferidas y distantes que, sin embargo, hacen sentir la cercanía de una
reflexión que no teme verse apabullada por el miedo ni cercada por la caída de
toda ilusión.
La
caída de toda ilusión…con estas palabras se podría subtitular la última entrega
de Cruz: Dónde iremos esta noche y que bajo el sello de
Ediciones Inubicalistas de Valparaíso, comienza su circulación pública.
Entender la singularidad de esta nueva entrega de Cruz, implica comprenderla
como una variación severa y adusta de su retórica anterior, pues lo que
prevalece en ella no es el lenguaje nostálgico del lar, ni la exploración
afectiva de los seres y enseres de la cotidianidad como maravillamiento. Para
nada. En poemas como “Restorán sencillo”: (…) No has tocado el pan del
menú,/ no deseas tocar el corazón de nada./ La mesera, los pobres de corazón y
yo/creemos ver el Sol en los espejos,(…) o “Mala racha”: (…) Las
leyendas de los tragamonedas se encuentran en inglés,/ pero todos juegan sin
detenerse;/ siempre que voy por cigarrillos/ está la vecina de la mano cortada/
y otra vecina rubia:/ a ratos golpean la máquina,/murmuran y garabatean su mala
racha.(…) el lenguaje ha adquirido un tono seco, casi prosaico, cercano a
un realismo para nada complaciente donde imágenes de decrepitud –las ancianas
del boliche que juegan en el tragamonedas- o de cierto vaho melancólico –la
escena prosaica de la espera sin sentido en el restorán- muestran un modo de asumir
cierta diferenciación radical ajena a cualquier idealismo que, no obstante, aún
sitúa a su hablante en parajes identificables como márgenes de cierta derrota,
pero sin el candor de una poética “lárica”.
Donde
iremos esta noche, nos va mostrando, poema tras poema
una forma de entender como contradicción lo que hasta este instante había
venido escribiendo nuestro autor. Un libro a ratos duro, en otras desgarrado,
salpicado de derrota en cada poema, donde la vida se vuelve el atroz
desplazamiento de la felicidad tal como es posible advertir, por ejemplo, en el
poema “Sin decoro” que aquí cito completo: Todo comenzó sin decoro,/ el
árbol de pascua en el suelo,/ y la casa se venía abajo;/ una buena tía nos
ayudaba con la renta,/ y aun así la casa se venía abajo;/ no era la bebida, no
eran /los fines de semana frente al televisor./ Era algo parecido a la noche.(…)
O asimismo en otros poemas tales como “Nota”: En la nota de despedida/
dejaste sin querer el título del poema:/ Borracho y egoísta. Un hándicap literario. (…)
o “A la manera de Esenin”: (…) No llores en los parques,/ no escribas
cartas temblorosas frente a fotografías/ o cajas llenas de ropa;/ el amor entre
los seres no es nada nuevo,/ y el fracaso, por supuesto, tampoco lo es.(…)
Aquí, a lo que asistimos, es menos a una exposición desnuda de la subjetividad
carente ya de adornos ilusorios otorgados por la ficción del poeta lárico en
tanto sujeto poseedor de una relación mágica o especial con su entorno, que a
un abandono consciente de la quimera del lar como presencia activa: si acaso
hay espacio para la esperanza, ésta no se encuentra en la ensoñación que
permite entrever la poesía, sino en la nostalgia misma de considerarla una
posibilidad pasada. Y ello implica, como en los poemas antes citados, advertir
que la realidad cruel y agónica de la vida cotidiana, no esconde ningún
aliciente reponedor ante el desgarro de la subjetividad. El tono confesional de
buena parte de los poemas de este libro, creo que hilvanan un relato que no es
la mera exposición flagrante de una intimidad destruida o fracasada, sino más
bien una subjetividad a la que se le han quitado todas las prebendas que la
sustentan como particularidad de reconocerse a sí misma como “poética”. Y eso,
me parece altamente significativo, pues indicaría que la poesía de Cruz,
abandonando la retórica en la que aprendió su propia identidad se desplaza
ahora hacia nuevos derroteros que sugieren el despojarse de cualquier adorno
“lárico” por más prestigioso que éste sea. No deja de volverse singular aquel
gesto. Implica no sólo cierta valentía expresiva, sino también una conciencia
escritural que en este libro también está presente y de un modo como nunca
antes en la poesía de Cruz.
Esto puede advertirse sin duda en la vigorosa reflexión metapoética que aparece persistente una y otra vez en poemas claves como “De cómo un poeta provinciano charla con un poeta citadino” y, sobre todo, “La trama”; poemas donde se plantea un problema no menor respecto al relato de fracaso y precariedad que el libro ha ido articulando: que el mero dato de experienciar lo real del modo que sea –como percepción de las cosas en nuestra conciencia o como proyección ilusoria de nuestra subjetividad respecto de lo que cree atisbar delante de sí- nunca es suficiente para dar cuenta del poema como un algo que se encuentra en un más allá de cualquier aprehensión sensible de los datos con que creemos percibir esa misma experiencia. Como manifiestan los versos iniciales de “La trama”: (…) El poema es la trama que está sobre nosotros sin darnos cuenta,/es la avioneta que deja entrar su ruido por la ventana/ y pensamos en el piloto que mira nuestra casa.(…)
Aquel
“más allá”, ciertamente no es metafísica, tal vez de modo mucho más humilde es
la condición necesaria de entender que el poema como objeto imaginario y verbal
se nutre y alimenta de la realidad y aún de la precariedad, qué duda cabe, pero
es él mismo su propia realidad, donde el valor autónomo que sustenta para
existir, no es confundible con un mero dato que lo haría documento y no
obra. En ese sentido y apelando a la vieja tradición que refiere al poeta
como el ser humano que “recibe” el mensaje de algo en el sueño y donde el
despertar es, muy probablemente, la conciencia escritural de volver material
como escritura las imágenes y los ritmos verbales arrancados a lo onírico,
otros versos posteriores de este mismo poema me parecen reveladores: (…) Nosotros
que a esa hora dormíamos en casa/ interpretamos el sonido del poema/que entraba
por la ventana;/ más bien era el sonido del cielo, / porque las avionetas son
el sonido del cielo./ Pero era el poema que ululaba tras los visillos/ para que
yo lo escribiera.
En
los poemas finales del libro –pienso en “Parafraseando a Dickens en la navidad
moderna” y en “De cómo miro por la ventana”- creo que Cruz logra su non
plus ultra expresivo: poemas de largo aliento, con versos de una
cadencia lenta y de respiración entrecortada; poemas saturados de imágenes que
han sido saqueadas de las ruinas del lar, pero que no lo reivindican con
nostalgia alguna; poemas carentes ya del tono epigramático rastreable en poemas
anteriores, pero también poemas que poseen en su desarrollo una fuerte dosis
reflexiva en lo que implica establecer las condiciones mismas de su existencia
como poemas que relatan la precariedad y el abandono y que hacen de su
conciencia escritural la fragilidad misma que enuncian: un deseo que se
manifiesta como nostalgia, pero sobre todo, como perplejidad.
En
esa perplejidad es que leo un feliz atrevimiento de parte de Cruz: un atrevimiento
para intentar escribir una poesía sin aura, en la desnudez cruel de lo que
creemos puede ser la realidad, pero sin saber acaso si el poema es una epifanía
de aquella desnudez o sólo su mera fantasmagoría.
Con
este nuevo libro, un poeta como Cristian Cruz vuelve a comenzar. Y eso, como
lector, se agradece.
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