Por Ricardo Herrera Alarcón
Lo
político y lo poético, (como dimensión ética y, en menor medida, épica) son uno
en la poesía de Guillermo Riedemann y son también una característica de toda su
generación. Mucha de la sensibilidad de los poetas posteriores está incubada en
textos como Dawson, Desencanto general, Contradiccionario,
Primer arqueo,
Mal de ojo, o
en un libro bien posterior pero que me parece clave en su textualidad híbrida
anclada entre lo onírico, lo social y lo metapoético, como lo es Materia
de eliminación, de 1998. La conciencia de ejecutar un arte de la
palabra, pasa por Llanos Melussa, por ejemplo, en esa lucidez escritural que
ondea por temas y formas variadas. O en Alejandro Pérez extiende la mano a ese
sinsentido que toca y trastoca el mundo; o la sensibilidad logofágica que se
enuncia y se niega y se devora a sí misma en su decir, la misma que Lira lleva
al extremo de su propia desaparición física. La poética de Guillermo, por lo
menos en sus tres últimos libros, viene de ese anclaje, en esa arena movediza
escribe, desde allí salta al vacío de la página en blanco.
Una de las
características de su poesía social es que parte de lo íntimo y luego se vuelca
a la calle. O lo íntimo es lo social, lo personal es lo colectivo. Hombre
muerto (2007), ahonda
en esa política de lo individual, ese campo de batalla que es la vida propia y
la existencia en general. Si hubo un tiempo en que se escribió poesía Para matar este tiempo (ironiza el
hablante de un poema estableciendo una intratextualidad con el libro publicado
en 1984) ahora la consigna parece ser “Ni una palabra para subir al cielo/ Sólo
minúsculos insectos/ Reptando sobre la hoja en blanco”. Un aire nuevo, un
cambio que no altera, en todo caso “identidad oficio y obsesiones”. Cualquier “arrogancia
disfrazada de lírica impostura” es dejada de lado y el hablante de estos textos
postula una estética a la que llamará, con ironía, “poesía menor”, que no
aspira a ninguna inmortalidad y que prolonga, de alguna manera, esa
“conversación en la penumbra” que es todo poema, en palabras de Eliseo Diego,
“unas palabras/ que uno ha querido, y cambian/ de sitio con el tiempo”. Unas
palabras que también han dejado de ser el manifiesto o cualquier manifiesto de
cualquier época, que no pretenden querer “conmover a las estrellas”, porque “El
mejor poema para la posteridad/ Es el mejor discurso para los gusanos”.
El camino que transita Guillermo en Hombre
muerto y Calle de
un solo sentido, explosiona hacia nuevos horizontes en Perdigones,
que opera como una sesión de sicoanálisis en que los recuerdos quieren
encontrar su lugar en un tiempo esquizofrénico. Pero siempre en los libros de
Riedemann, el horror que se describe es superado por lo afectos y el amor,
tanto en Mal de ojo, publicado en 1991 (en
poemas como “La elegida”, “Estas son las mañanitas”, “Oh la soledad”, “Habeas
Corpus”, “Pequeño poema” o “Fe de nacimiento”), como en Perdigones,
publicado recientemente por Ediciones Inubicalistas de Valparaíso, a fines del
2016.
Mientras la voz de algunos de sus compañeros de generación se ha
ido adelgazando, decolorando, acentuando el falsete con el paso del tiempo, la
poesía de Guillermo Riedemann ha ido problematizando sus límites, ampliando su
campo de acción, haciendo menos rígidos y, por lo tanto, más expansivas sus
propias orillas. Lo que en otros suena a una autoparodia, un idiolecto cansado
y carrasposo que repite la misma música y el mismo mantra, en Riedemann es un
logos vital, político, amoroso, un no tomarse en serio a sí mismo ni al trabajo
lírico, que transforma sus textos en pequeños manifiestos de la lucidez, donde
toda la pérdida que significa existir gana en escepticismo pero también en la
fe de ser redimidos por el amor al prójimo. Si Primo Levi dice, al inicio de Perdigones,
que los destinos individuales carecen de importancia, lo que sigue es la
constatación de esa negación escrita desde el horror de un poder omnívoro y
ciego que detesta la belleza. Porque este epígrafe es el límite entre sentido y
locura: los únicos destinos posibles de tener importancia son los individuales
y el horizonte de cada uno es el de todos, ese ser humano responsable del
destino de todos los seres humanos, del que nos hablaba Sartre. El principio y
el final de una vida, como anuncia el texto primero de Perdigones,
son cruzados por ideas que no resisten anclaje ni en mar ni en tierra y cuya
frontera es “el borde exacto” de un punto de vista, un sentimiento impreciso,
donde puedas suspenderte. Ese hablante que volvía, en Calle de
un solo sentido (su
anterior libro), cansado de su desierto o montaña personal y que buscaba el
lugar más solitario del café para leer o meditar y que prefería no contarle o
decirle a nadie que la duda se había transformado en su pasión, asume ahora una
voz que se multiplica y nos traspasa la perplejidad del acorralado o el
cazador, del torturado o el que tortura, del poder político o del oprimido por
ese mismo poder. El libro es a ratos la crónica de esta dualidad
horror/belleza. Es así como en el texto segundo alguien hace una mesa para que
otro escriba sobre ella. Y en la mitad del recorrido se cruzan ambos sujetos en
la siguiente reflexión: “¿Quién dijo que escribir un poema es como hacer una?
La gente dice cosas y no sabe nada”, jugando a yuxtaponer una orfebrería con
otra, donde símbolos clásicos como lluvia o ebriedad, con toda su carga
romántica, son puestos como obstáculos de la realización. En Perdigones la sala de tortura habita en lo social
y en lo íntimo: si “todos los navegantes serán perseguidos”, si todos somos
“perdigones abandonados antes de aprender a volar”, si “las alas no pueden con
ese cuerpo y se derrumban”, si el mundo se mira “de una manera nueva,
aterradora, calibre 16”, los poemas se mueven entre el dolor o los dolores con
una inquietante y pasmosa tranquilidad. No hay discurso de guerrilla, aunque
sabemos que están escritos desde la izquierda del corazón. Perdigones es un libro donde mujer y hombre se
preguntan lo que han perdido, donde el campo de concentración se amplía al
mundo todo: salas de embarque, hoteles baratos, cuartos herméticos, padres
odiados, el insomnio o “esos espectadores que apuntan con el dedo, cuando no
con el pulgar hacia abajo”, son, quizás, quienes nos rodean a diario: “Vendrán
noches de insomnio. ¿Cómo ocultarle la llave al horror? Algunas noches el
desvelo se situará en lugares desconocidos por completo. Salas de embarque,
hoteles baratos, cuartos herméticos para fumadores. ¿Cómo esconderle al horror
sus zapatos, desbaratarlo en la plaza de las suicidas frente a los ojos de
padres odiados? Y tras el insomnio, defenderse de cuchillos, de fuentes
sacrificiales. No ser más en la fiesta de los brujos. Incumplir la condena,
resistir hasta encontrar el modo de llevar dentro aquella espesura. Aunque ese
follaje, ese viento, desmelenen los espejos, irriten los ojos. Desafiar a los
espectadores que apuntan con el dedo, cuando no con el pulgar hacia abajo.
Resistir hasta forjar un follaje de voces que apunte al centro, una trenza de
manos y pies que pasten sin pausa, y salten y corran para prolongar el universo”.
Los demás, los otros, el grupo como ghetto, la ebriedad como
ghetto, la creencia como ghetto, el fascismo personal: la poesía de Perdigones ataca cualquier fanatismo, se aleja de
cualquier forma de dominación, observa con desconfianza a quienes hablan, es
capaz de escudriñar en las intenciones solapadas (“Dicen cosas como sacerdotes,
pero como sacerdotes ebrios, o furiosos, feroces cuando se burlan y eructan (…)
Voces mustias y afeminadas por el alcohol. Finalmente no son más que
cobardes”). Si el hablante se sabe parte de un mundo que no le deja otra
posibilidad más que la de escribir desde el oprobio, la memoria es un pozo de
aguas fragmentadas, donde una cosa se confunde con otra, donde la escritura y
el afán de “encontrar tus propias palabras en el vuelo de plumas y perdigones”
es un afán inocuo. La intemperie cruza el texto. Pero también la esperanza:
“Por vencido no te darás”, comienza una prosa. Y en otra se señala: “Se
equivocan si esperan que les demos en el gusto, que respetemos esas reglas de
las que nos enteramos los refugiados al cruzar la calle, subir un cerro, nadar
desnudos en los ríos. Carece de sentido una existencia en un país rodeado de
muros. No les daremos satisfacción. Serán derribados y ellos lo saben; seremos
justamente nosotros quienes convertiremos en polvo todas las murallas (…) Nos
besamos en las esquinas, los miramos a los ojos y sonreímos”. No es solo el
dolor si no también su derrota lo que se postula. Por eso las aves,
desterrados, prisioneros, migrantes, niños enamorados, mujeres de siglos
pasados, desfilan por el mundo destrozado que nos ha tocado vivir y nos ha
tocado tener que redimir a través de la palabra. La poesía de Riedemann no solo
ha consolidado ese saludable matrimonio entre lo lárico y lo político presente,
por ejemplo, en Mal de ojo (y en general su poesía publicada bajo
el seudónimo de Esteban Navarro), sino que ahora abre su abanico a un universo
donde la memoria no tiene contemplaciones consigo misma. Aquí los antiguos
trenes llevan animales o familias al matadero, no expandiendo el campo de
concentración de la memoria, sino liberando a los recuerdos para que habiten
las casas en forma de murciélagos o plumas en el apacible cubrecama.
Imagino a Riedemann comenzando este libro, como a veces empiezan a
escribirse los buenos libros, con esa sensación de no saber lo que quieres
decir, de estar absolutamente perdido, querer dibujar una brújula y sentir
apenas el deslizamiento del agua estancada en la que caen pájaros muertos y no
piedras. No saber hacia dónde te llevará la escritura, si hacia un subterráneo
o una isla, la cercanía de una débil estructura o el cerebro de un grillo que
debajo de la cama o entre las paredes piensa en el sueño de la mujer que padece
insomnio y lee. Una mujer de cofia. Una niña que camina de la mano del
siquiatra hasta perderse en nuestros sueños.
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