martes, 13 de junio de 2017

Presentación para Perdigones, de Guillermo Riedemann

 Por Antonio Rioseco

I
CUERVOS

“Nunca he visto un cuervo”, señala el autor en un poema que se nos presenta más bien como una declaración de principios. Con ese pie forzado entramos en un mundo de paralelos y contraposiciones; tensiones que nos hacen estar en más de dos lugares o tiempos a la vez.
La poesía es el lenguaje creado -como otros ya han señalado- no para la mímesis sino para la poesis, donde se puede estar y no estar a la vez y, de igual modo, ser y no ser al unísono.
Riedemann, o el hablante, si queremos precisar, “no ha visto” cuervos en el sentido estrictamente visual, pero sin duda ha convivido con ellos y les ha temido como, desde los orígenes, nuestros antepasados del hemisferio norte, los han venerado con un temor de dios.
Al leer Perdigones, su octavo libro de poesía, los textos en prosa permite también estar en dos lugares a la vez: la narrativa y la lírica. Cada uno de estos párrafos posee una vocación discursiva que logra unir esas dos parcelas de la literatura con soltura. Lo narrativo nos convoca a un horizonte común de sentido, situándonos, a través de un relato fragmetario, que dispone de elementos cotidianos que remiten a un imaginario, que bien podría hablarnos del sur de Chile, o en zonas rurales del valle central, aunque con matices que podemos abordar más adelante. La poesía, por su parte, carga de complejidad los textos, desprendiéndolos de su perfil narrativo más inmediato, y entrega una libertad al autor para desplazar los ejes tiempo y espacio sin mediar ningún aviso.
Los referentes que nos remiten, como decía, a ese Chile rural, se presentan a ratos en un estado calamitoso, producto del horror de la represión, pero también a través de la podredumbre que deja la colonización económica, que destruye el ecosistema. El bosque, al cual los textos vuelven una y otra vez, no es ese espacio protegido por la memoria, que cobija a quien lo visita, sino una selva hostil de pinos, donde los tordos son reemplazados por cuervos que nos vienen a recordar la proximidad de la muerte que acecha sin tregua.
Yo he visto cuervos. Merodeaban cerca mío en un jardín botánico en Austria; a ras de suelo, caminando a saltos cortos sin temor alguno, seguros de sí mismos como si supieran exactamente lo que estaban haciendo. No es difícil entender la fijación humana de la que han sido objeto. No parecen animales sino por su forma, y uno casi espera que de un segundo comiencen a increparte. Su infamia, proviene de su cercanía con la podredumbre que merodean -pues, son astutos carroñeros- y en Chile son símbolo de la barbarie de los organismos de represión de la dictadura.
Entonces, el ave negra viene a invadir la vastedad del paisaje, que va constriñéndose, haciéndose claustrofóbico, y situándonos entre cuatro paredes estemos donde estemos. Da lo mismo el Trankura como el Danubio: los cuervos, buitres de vuelo rasante, miran burlones entre las botas.


II
Perdigones
Mucha gente no está familiarizada con los perdigones. Se le llama de esa manera a unas pequeñas esferas de plomo, que constituyen la munición que cargan los cartuchos que utilizan las escopetas. Al jalar el gatillo, sale a gran velocidad no una bala, sino un número fácilmente superior a 200 de perdigones. Este tipo de arma es de un uso muy extendido en el campo, pues permite cazar con facilidad presas escurridizas, como conejos o perdices, pues, al salir del cañón los perdigones se van dispersando cubriendo una mayor área de impacto, requiriendo así una menor precisión que, por ejemplo, un rifle que solo dispara una bala.
Hace unos meses, nos enteramos de que en un procedimiento de detención policial en la Araucanía, un carabinero disparó su escopeta a quemarropa a un joven mapuche que había sido reducido y que se encontraba tendido en el suelo. Fue herido con una infinidad de perdigones que casi le costaron la vida. Una muestra de la más brutal represión policial.
Este libro fue escrito antes de este hecho pero no ajeno a la identidad de su violencia. Los poemas nos recuerdan una y otra vez que no existe una ruralidad idílica: la naturaleza es el escenario de la corrupción, del horror; una triste síntesis entre paisaje y cuerpos, ambos devastados. El bosque de pinos se convierte en un laberinto al cual entramos desarmados, sin saber que caminamos por un campo de tiros.

[Pág. 28]

Sin embargo, el poeta no elude ni se da por vencido; al contrario, sale al paso una y otra vez, trayendo la palabra que ayuda a blindar la memoria, y que incluso puede buscar refugio en los espacios que hieden. "Cerrar los ojos, taparme los oídos -señala Riedemann- sirve de muy poco. Lo que está allí y no me gusta no deja de ser". El bosque es el memorial, es la trampa, es la pérdida y el espacio de lucha: "todas las palabras y ninguna, como partículas de saliva que se despiden y caen desechas".


Valparaíso, marzo 2017

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