miércoles, 2 de agosto de 2017

CARTA A LUCHÍN GUTIÉRREZ (1942 – 2017)

Bernardo González Koppmann
Talca, 17 de julio de 2017


Querido Luchín:

Te escribo en este día lluvioso desde el departamento de Fabiola, en el sector de La Florida, Talca, la morenita que vendía tus libros en el mall y que te llamaba para que le trajeras más ejemplares y retiraras las luquitas de lo vendido, y a la que tú le respondías -muerto de la risa- que ya se te había agotado la segunda edición y que estabas hablando con tus editores de Valparaíso, mientras nos mostrabas una entrevista a tu bella persona en The Clinic. Todo como un juego, como no creyéndolo. Y no era chiste. Porque tus libros prendieron como pasto seco, y así mismo se vendieron como pan caliente. Y eso que estabas recién apareciendo en estas lides, casi a los 70 años de edad; porque antes tuviste que trabajar en cien oficios, ya sea en la CIC -donde te hincharon las berenjenas los milicos-, de tornero, de confitero, de baterista en La Sonora Sortilegio, etc. etc. etc., ya que tenías que criar y educar a tus cuatro hijos, todos actualmente profesionales universitarios, y a puro ñeque te las batiste contra viento y marea, y sólo cuando el menor se tituló te decidiste a ser escritor. 
Y no te equivocaste, porque todo lo que emprendías te salía bien. Tenías muchas habilidades creativas, además sabiduría popular; mucha calle, mucho barrio, y eso no se compra en la farmacia. Naciste con un ancho corazón de hombre y fuiste por la vida haciendo el bien a cuanto prójimo se te atravesara, en cualquier lugar, fuera santo o pecaminoso, y ayudabas con tu consejo, con tu palabra y -cuando no- con sus pesitos al que vieras afligido. En la esquina, en la plaza, en la vereda, en una picada, palabreabas a los amigos de siempre -más que un curandero o el brujo de la tribu- como un simple hombre de buena voluntad que aportara con su granito de arena a la felicidad del vecino o de la comunidad, del club o de la parroquia, del sindicato o de la familia, con tantos hermanos y primos y sobrinos. Luchín, en otro territorio seguro que habrías sido lonco. Tenías un ojo clínico para cachar donde nacían los dramas, los enredos, y, con la alegría del honesto y la seguridad del que ha vencido el infortunio, entregabas tu opinión y tu consejo así, de pasadita, como que no quiere la cosa, pero le achuntabas medio a medio. En suma, eras pueblo en tu alma y en tu conciencia; pueblo bueno, humano, cariñoso, solidario. Inteligencia innata la tuya, chispeza, talento natural. Y de eso fue lo que escribiste con tanta autoridad moral y con pleno conocimiento de causa. Creo que la gente captó tu pluma certera y picarona. ¿Sabes? Mirando de reojo la producción de la literatura maulina reciente cuesta encontrar en las últimas décadas un escritor, en nuestra comarca, que narre la vida desde tan adentro de una clase social, como lo es la clase trabajadora, sin resentimientos ni nada por el estilo, pero sí implacable al momento de denunciar a los pate` vacas que manosean los sueños de la gente; escribiste como hijo de tu clase, desde un hogar sencillo lleno de valores cristianos, si se quiere, pero también inmerso en una sociedad como la carabina de Ambrosio, ésa que -bien sabemos- dispara patrás, a su propio pueblo. Sólo tú te atreviste en Talca a relatar la historia de un club deportivo ubicado en el ojo del huracán, en una población combativa, como lo fue la Manso de Velasco, especialmente reprimida en los inicios de la Dictadura. Nos relatas sus orígenes a partir de un puñado de muchachos que no los pescaban ni en bajada y deciden rebelarse e irse del club madre y fundar otro, en tu casa, nada menos. Y así fue como nació “Unión Pacífico. Un Club de Barrio”, tu primer clásico. Todos los que leímos ese libro nos enternecimos casi hasta las lágrimas cuando dices, por ahí, que tu mamá repasaba las camisetas en su máquina de coser Singer hasta altas horas de la madrugada, porque a las tres de la tarde en punto tenían que estar los muchachones impecablemente equipados, listos para saltar a la cancha. ¿Cómo no iban a salir campeones a cada rato los hermanos Gutiérrez y su pandilla, si al ponerse la indumentaria en el camarín cargaban con tamañas energías telúricas y bendiciones sobre sus espaldas? En otro capítulo, nos cuentas que una noche saliste a estirar las piernas a la cancha -porque necesitabas estar solo- y de repente se te apareció una sombra que fue tomando la forma de alguien conocido; era Germán Castro, sí, el mismo, el intendente fusilado, quien fuera tu gran amigo y compañero de defensa en la serie de honor de “Los Humildes”, y que por esos mismos días lo habían tomado prisionero. Mira, los datos exactos no los recuerdo muy bien, pero algo así era la cosa. Lo que vale, a las finales, es darse cuenta que siempre rescatas lo más humano de las personas que nombras en tus relatos. Eso es lo que se agradece y perdurará de tu trabajo literario, Luchín; porque todos, hasta el más dejado de la mano de Dios, cobran dignidad en tus palabras.
Andando, andando, y casi sin darnos cuenta, apareciste de sopetón con tu segundo libro. Ahí, simplemente te las mandaste; nos dejaste helados. Más contentos que perro con pulgas. Nos referimos a “La Sota. Crónicas de un Barrio Rojo”. Todos nos pusimos de pie para aplaudirte. Y tú, piolita, hacías callar con tu mano a la muchachada que te ovacionaba, subiéndola y bajándola, subiéndola y bajándola, diciendo: “Ya poh, cabros, déjense de güeviar”. Tu público, tus lectores, te estaban esperando como a “Giggi, el amoroso”. ¿Te acuerdas, Luchín? Fue un éxito instantáneo. Grito y plata; bueno, nunca tanta. Eso te hizo famoso en todas partes. Los diarios, las revistas, flor de documental, la tele, la radio. Tuviste tus 15 minutos de fama. La calle de las mil y una noches de Talquita, La Sota, ya era conocida en el mundo entero porque tú la describiste como nadie -con pelos y señales- desde el mismo día que se abrieron las primera casas de meta y ponga, cuando pavimentan sus cuadras, entre la 3 y la 5 Sur, pasando por la época de esplendor de sus burdeles y el merecumbé en la década del 60`, la vida alegre y desbocada de los maulinos, hasta cuando el Golpe de Estado primero y el terremoto después dejaron la tendalá en La 10, y calabaza, calabaza, cada uno pa’ su casa. En este libro cuentas anécdotas memorables, como ésa del famoso cliente que bailaba cueca sobre las cerámicas, con el único problema que tenía una pata de palo y quebró todas las baldosas con el zapateo; la regenta, literalmente emputecida, lo invita amablemente a seguir con su gracia en la calle; sin embargo, con él sale toda la concurrencia, y la de los otros locales también, a mirar como meneaba el esqueleto -algo mutilado- el hombrón, junto con su pareja; pero, acto seguido, después de despacharse su par de pies de cuecas choras, la barra brava aprovecha el entusiasmo y todos apretan cachete sin cancelar ni pedidas, ni servicios, ni favores concedidos. Quedó la mansa escoba. El que menos gritaba, parecía loro. Aseguras, Luchín -sin ningún tipo de dudas- que fue el perro muerto más grande en la eterna historia de La Sota. Notable. También recuerdo, a la pasadita, otra anécdota; la del funeral de un pianista muy querido. Ésta sí que es buena. Parece que era medio fino el muñeco. Ocurrió que, mientras se lo llevaban en forma horizontal y con los pies hacia adelante por la Una Sur, en una carroza antigua tirada por caballos -entre cumbias de Luisín Landáez y comparsas varias al ritmo de “Mariposas amarillas… Mauricio Babilonia”- dos cabros chicos se agarran de las mechas por un par de bolitas, de barro, más encima; a todo esto se involucran sus señoras madres y queda la mansa cagadita. Rajuñones iban, rajuñones venían. Así las cosas, los amigos cercanos y colegas del finado -todas enteras de locas- llamaban a la cordura tratando de separar a las damas que rodaban por el suelo, por respeto al difunto, más que sea. Pero, los fifí se dan cuenta de reojo que la carroza se aleja sin inmutarse y, rápidamente, corren despavoridos o despavoridas -no sé qué dirá la RAE al respecto- detrás del ataúd balanceándose ellos/ellas arriba de sus taco agujas, sujetándose los falsos de culos y tetas, y chillando con bastante más escándalo que los cachuchazos, las patás en la raja y las carcajadas que trataron de evitar. Sin duda, en tus libros, Luchín Gutiérrez, una de dos: o se ríe a gritos, o se llora a mares.
Bueno. Y así, paso a pasito, llegaste a tu tercera publicación, “Un viaje como el de tantos”. Escribiste, ni más ni menos, tu autobiografía, tu historia personal; vida, pasión y casi muerte de Luis Luchín Gutiérrez, publicada por Ediciones Inubicalistas del puerto principal. Nos narras aquí lo tanto que tuviste que pelar el ajo para sacar a tu familia adelante; con valor, esfuerzo, paciencia, mucha paciencia, pero, por sobre todo, con calidad humana, con decencia, sin aprovecharse de nadie. Hay que salir jugando con elegancia, decías, como Elías Figueroa. Una verdadera lección de humanidad. Así, rápidamente, pasaron tus días. Hasta que te nos fuiste, Luchín, el pasado 25 de mayo de este 2017, en Santiago de Chile, lejos del lugar de tus añoranzas, a los 75 años. De pronto, y como se temía, te falló la cuchara, con tanto empeño que le ponías a todas las cosas, más allá de tus fuerzas; pero, no todo terminó ahí, porque, como haciéndote el de las chacras, nos dejaste de tapadita una joya, la guinda de la torta; el libro que hoy se presenta aquí, en este salón de actos de la Intendencia de nuestra Región del Maule. ¿Cómo la vai hallando? Se trata de “El regreso de Naiquel Llacson”. De él, sólo te puedo decir -totalmente convencido- que me parece el más profundo y bien escrito de todos tus libros. Luchín, sinceramente, creo que con “Naiquel” andas más que derechito, como el vino, o como Gardel, que cada día está cantando mejor. ¿Y te digo por qué? Fíjate que, al relatarnos las ingeniosas aventuras del fantasma de Naiquel Llacson y su escudero Felipillo, nos vuelves a sorprender gratamente, justo cuando pensábamos que ya habías escrito tu obra cumbre, “La Sota”. Pero estábamos equivocados, porque aquí, en tu libro póstumo, nos das cátedra de cómo mantener al lector con las pepas abiertas su par de horas sin pescar el celular en el intento. Entretienes y educas al mismo tiempo -usando palabras tan sencillas como el pan, como el agua, tomadas del aire, del decir común y corriente de todos los días- hablando sobre lo humano y lo divino de los más pobres, de los que se van quedando a la vera del camino. La cosa es que se entienda lo que nos quieres decir. Cuando es necesario, nos ilustras tus hondas reflexiones filosóficas a chuchada limpia, y nos dejas clarita la idea. Es tu estilo el que cautiva; lengua viva, cruda, chispeante, oral, haciéndose, de primera fuente, creíble, cálida, honesta, humana. Y agrégale más encima lo pertinente, lo oportuno de las anécdotas, de las historias. ¿A quién no le podría interesar, a menos que sea marciano, leer para reconocerse en lo real maravilloso de Talca y sus alrededores? Desfilan por estas páginas la cordillera andina, Enladrillado, Vilches arriba; los misterios de la Piedra de la Iglesia, el tren del ramal y la forma de ser y de vivir de los lugareños, con el río Maule como telón de fondo. También, nos recuerdas cómo funciona actualmente el Casino local, con su tracalá de concursos mula. Tolón tolón, tolón tolón, cantaba una talentosa del micrófono arriba del escenario; luego, nos describes carretes, la previa -en clandestinos donde se deshumedecen los miembros y el alma toda- para que afloren la amistad, el amor y la vida reprimida para rematar lindamente donde la Tía Nelly. ¿Qué tarca, ah? Y, como broche de oro, nos narras la muerte y la reencarnación del jovencito de la película, con un final más abierto que ojo de cajero turco. Mención aparte habría que hacer a la tremenda inventiva que usas en esta novela, Luchín; le trabajas a la ficción, a lo fantástico, al surrealismo piduquense extrasensorial con total naturalidad, la que se pasea -por este libro, y por todos tus libros- como Sixto por su casa. Te pasaste, Viejito.
Lástima que te nos fuiste tan temprano; justo cuando más te necesitábamos para que nos enseñaras a escribir de cara al pueblo, en estos tiempos donde -por chorear legal o ilegalmente- el que menos puja caga un buque. Igual, nos dejas tu ángel de la guarda, tu duende, tu espíritu, y desde las palabas que escribiste nos alertas, como cable a tierra, para que no seamos giles y nos peguemos el cacho de una vez por todas respecto a que en Talca la existencia se puede disfrutar a concho. Los verdaderos maestros, como tú, nos dan estas lecciones de vida. Respecto a tu ortografía, eso es lo de menos, Luchín; no te enojís por lo que dije en el video. Tranquilo; según García Márquez -un muchachón que algo sabía de estas cosas- lo que realmente vale en un narrador es lo sabroso, lo original, lo entretenido y lo esencial del ser humano que actúa en las historias que se cuentan. Y en eso tú das cancha, tiro y lado al más pintado. Lo demás, lo puede remediar un gramático. Punto.
Ya, Luchín. Es hora que empecemos a despedirnos. Algún día nos reencontraremos por ahí, y, obvio, hablaremos de tus próximos libros, los que nunca se dejarán de escribir por aquellos escritores que recojan tu legado de narrador auténtico y fidedigno que no te olvidaste de los ángeles y los fantasmas, de las penas y las alegrías de las clases populares. Así se hará el traspaso de la importancia de tu obra literaria a Talca y al país entero. El que tenga oídos, que escuche. Gracias, Luchín; has dado la señal, porque, como te gustaba decir, la naturaleza es sabia, y atinó contigo cuando te regaló a manos llenas el don de escribir como se habla. Un poeta ducho anotó por ahí que “de la oralidad vienen los dioses”. Seguro que sí. Un fuerte abrazo, y saludos a las pícaras mujeres, al padre Guido Lebret y a todos los compañeros que te estaban esperando en el viejo y querido Paraíso. Nos vemos.


Bernardo.

Dibujo de Esteban Gutiérrez 

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