Sobre
Santa Victoria, de Ricardo Herrera
Leído el sábado 15 de
julio de 2017 en la presentación de Santa Victoria, en el Centro Cultural de la
comuna de Carahue.
Por Luis Marín
Con el advenimiento de Santa Victoria (Ediciones Inubicalistas,
Valparaíso, 2017), el quinto libro del poeta Ricardo Herrera Alarcón, asistimos
a la transustanciación de un hecho cotidiano (esto es, la conversión del pan y el vino
en el cuerpo y la sangre de Cristo) en notable
poesía. Una poesía preñada de símbolos pero también expositiva. Larismo Surrealista
o Larismo Deconstruido, como le llamó Luis Riffo con algo de ironía.
Porque lo cierto es que acá el paisaje
aparentemente idílico, donde los hechos ocurren –una escuela rural para niños
mapuches en riesgo social– se transmuta, en la marmita del poeta, en un
infierno bucólico (valga el oxímoron); en un lugar que es a la vez lenocinio,
convento, psiquiátrico, ermita, santuario y no sé cuántas cosas más. Una suerte
de paisaje monstruoso gobernado por las leyes de la pesadilla, donde el tiempo
se ha detenido y el recinto de Santa Victoria parece definir los límites del
universo.
La historia que dio origen a este libro
es más o menos como sigue. Herrera (el ciudadano poeta y no el hablante poético;
es decir, quien yace fuera del libro) es, en aquel entonces, profesor de
Lenguaje en una escuela rural ubicada entre Galvarino y Chol-Chol, en los
campos de Llolletúe, donde a diario viaja en un furgón desde Temuco. La escuela,
regentada por sostenedoras pragmatistas, necias y clasistas hasta la
insolencia, y devotas del exmandatario Pinochet, lo reciben con hostilidad.
Entonces el poeta, sin heroicidades impostadas ni alardes vengativos,
transforma todo aquello en materia de escritura…
“La hermana
T se dedicó a hacerme la vida imposible durante mi estadía en Santa Victoria.
Empezó
quitándome el saludo, hablando a mis espaldas
mientras
almorzaba lanzaba virulentos comentarios que hacían me atragantara
que la comida
saltara de mi boca, que me doliera el estómago por las noches.
Por eso me
confundía de pronto con un plato de cerezas, un cervatillo demasiado confiado…
Así lo
único que iba sobreviviendo de mi amor por estas paredes blancas
a estos
pasillos que simulaban túneles
eran los
enfermos que se creían árboles
y se
cortaban los brazos como frutos…”
Otro de los aspectos que me interesa
destacar, es que acá la dicotomía entre Poesía de la Urbe v/s Poesía Lárica (o
del origen), manejada por ciertos críticos a partir de la polémica Lihn v/s
Teillier, no tiene cabida, porque ambas formas –y otras, por cierto– coexisten.
El telón de fondo es, como decíamos, un sitio bucólico: un lugar sin
contaminación, ni ruido, ni tacos vehiculares, pero donde medra la injustica,
el maltrato hacia los educandos (que no excluye el castigo físico), la
ramplonería y los negocios bajo cuerda. ¿El resultado?: el descentramiento
síquico y la debacle del hablante, y del pasaje, y de la realidad. Una debacle que
también puede ser venturosa, como una pesadilla que se vuelve sueño dirigido:
“Deberías
venir a pintar estos campos, estas serranías, deberías dejar tu taller en París
y
volver a Chile, instalarte en una cápsula solar, en una carpa iglú, en una
/barraca de
madera, en una ruca
y
pintar meses y meses estos paisajes casi vírgenes que no han tenido voz…
Llolletúe
te espera
las
hermanas Collío Huenchuleo preparan el horno de barro para hacer el pan
engordan
los mejores cerdos y afilan el hacha para tu arribo en un globo
/aerostático,
en unas alas delta, en una embarcación de totora
deja
París te lo ruego y vuelve a beber conmigo al bar El ayunto, al bar del
/papá de
Claudio, al bar La costa, al Pedro de Valdivia
vuelve
porque acá, para serte franco, nadie sabe qué hacer desde tu partida…”.
Se ha dicho que uno de los atributos
del infierno es la irrealidad, pero quizás el infierno también sea una elección.
O al menos cuando se tiene el poder de transmutar, cuando se tiene toneladas de
paciencia (o de arrojo) y la perseverancia de quien intuye que su mensaje puede
ser decodificado.
Me gustaría finalizar con un par de
reflexiones. El oficio escritural vive tiempos difíciles. Quizás siempre ha
sido así, quizá todos los tiempos son tiempos de crisis, pero ahora el tema
parece ser el individualismo, o la fragmentación, o también la indiferencia
ante el exceso de estímulos y de creadores, de esos que apenas ensayan. Quizá
la escritura, en el contexto en que vivimos, no sea otra cosa que lanzarse a
una piscina sin agua y sin piscina, y por eso está permitido –o siempre lo
estuvo– el valor moral de la venganza razonada… contra el afuera, contra la
realidad inasible y también contra el prójimo gusano. “[Asumir] el demonio de
la literatura / esa vieja costumbre de escribir a caballo contra el viento”,
como dicen los versos del segundo poema del libro, es una invitación a seguir
adelante, incluso a contrapelo de la máquina del mundo.
Concluyo con unas palabras de la primera
parte del Zaratustra de Nietzsche: “Pero, ¿cómo podría yo ser verdaderamente
justo? ¿Cómo podría dar a cada uno lo suyo?
Básteme esto; yo doy a cada uno lo mío.
En fin, hermanos míos, guardaos de ser injustos con los solitarios. ¿Cómo
podría olvidar un solitario? Guardaos de ofender al solitario. Pero si le
habéis ofendido, ¡matadle!”.
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