Por Susana Burotto
Talca, julio 2017
No conocí al autor de este libro. Sólo lo vi una vez, en
la muestra del documental sobre la Sota. Mi memoria registra imágenes difusas
de ese encuentro y por lo tanto, mi aporte en este homenaje viene solamente como
apreciación lectora de su libro El
regreso de Naiquel Llacson. He tratado de equilibrar una visión humana y
literaria, porque entiendo que su figura se proyecta mucho más allá que los textos
publicados por él.
¿Qué llamó mi atención de este libro? Muchas cosas. Para
empezar, la pasmosa soltura, el aire desenvuelto, sin complejo alguno, conque
narra una aventura tan fantástica como esta, un fantasma famoso que sale
temporalmente del Purgatorio para introducirse en el cuerpo de un talquino
modesto, un joven taxista, con el que dialogará incesantemente todo el relato,
siendo este rasgo –el coloquial, humorístico, chispeante y alegre diálogo entre
Naiquel y Felipillo, el muerto y el vivo– la hebra que da vida al argumento.
—Escúchame –continuó Naiquel– no tengai miedo, yo soy el espíritu de
Naiquel Llacson, necesito hablar contigo pa proponerte un negocio, pero pa eso
tenemos que juntarnos en un lugar, que podría ser la Plaza de Armas, mañana
temprano, en el asiento que se encuentra en el basurero más grande. Cuando
lleguís abre la tapa y me verás revuelto con la basura, no es que haya sido
basura, pero en ciertas ocasiones me comporté como tal, tú sabís que nadie está
libre de pecados, creo que es el lugar más adecuado para este encuentro de
tercer tipo.
Así es como Naiquel y Felipillo se conocen y empiezan sus
andanzas, que recuerdan las aventuras clásicas de las amistades que,
literariamente hablado, dan vida a muchas obras narrativas eternas, nutridas
por anécdotas, diálogos, encuentros fortuitos con toda clase de personajes,
visita a parajes maulinos, elementos costumbristas y descriptivos, intercalados
con reflexiones, situaciones carnales y espirituales que van ampliando la
panorámica de una novela que a primera vista juzgamos como una simple voltereta
narrativa en tono lúdico. Tal vez, en un comienzo sea así, para dejar sentadas
las bases de la historia, y luego, a partir de allí, deambular por toda clase
de situaciones, que alcanzan una variedad de matices, coloridos, elementos realistas,
anímicos y filosóficos, en una especie de feria literaria por donde cualquier
lector puede deambular con la certeza que no se perderá, que el hilo narrativo
está siempre allí, tensado y flexible a la vez, con las voces llenas de vida de
sus protagonistas.
-
…Naiquel preguntó a Felipillo.
-
¿Hay volao alguna vez?
-
Cuado me he fumado un pito solamente.
-
¿Te gustaría hacerlo físicamente, en cuerpo y alma,
surcado los cielos de estas montañas?
-
¡Claro que me gustaría volar como las gaviotas!, pero
cómo… a menos que me tirara barranca abajo y volar hasta quedar convertido en
puré.
-
¡Vamos, súbete a la mochila y asegúrate bien!
-
(……..) (…)
-
De esta manera
surcó los aires cordilleranos el pajarraco, con la figura más grotesca que se
pueda imaginar, así como el viejito pascual vuela con sus trineos o la bruja
que lo hace montada en una escoba, o la bicicleta de Mary Poppins, eran las
comparaciones que hacía Felipillo, con la diferencia que él iba sobre una
mochila.
Este deambular se nos anuncia desde el comienzo como una
breve incursión temporal y con ello ya se adivina que todo estará contenido, abreviado, compendiado en situaciones
argumentales nítidas: es el viaje a Marte, al planeta Fantasía, a Constitución,
a Enladrillado, a Talca callejera y a Talca en su mundo de casino y negocios,
en fin, un fluir por espacios donde tiene lugar una anécdota, un cambio, un
recuerdo, una reflexión, una crítica, muchos sarcasmos, pero también indulgencia
frente al actuar humano. Leyéndolo, se tiene la percepción que el autor ama la
vida y que dentro de ella, amaba la literatura. Es imposible pensar este libro
sin imaginar a un hombre que leyó mucho, donde muchas de esas lecturas –aventuro,
conjeturo– se quedaron con él y que cuando escribía pudieron haberlo acompañado,
como el mismo fantasma del Quijote y sus elucubraciones con Sancho, Dante visitando
el Purgatorio y reflexionando sobre el destino, Lazarillo y otros jóvenes
vagabundos literarios arriesgándose por calles y caminos inciertos pero
seductores. Todo lo leído es vida, ciertamente, y experiencias varias, que al
tomar la palabra, como en la clásica narrativa de viajes y aprendizaje,
adquiere incluso un tono sentencioso, rozando en lo moralizante, salvándose de
ello por el humor, la ironía, el habla informal, que acuden en su ayuda para hacerlo
desistir de esa ruta. Queda despejado el camino para este juego humano y
literario.
Junto a los rasgos anteriores, se percibe también una
urgencia por nombrarlo todo, contarlo
todo, pensarlo todo, en una voluntad que no teme correr el riesgo del
desbordamiento o la desmesura. Y es justamente este rasgo, la posición autoral
del “yo cuento” que al situarse en una oralidad incesante, constituye uno de
los rasgos más identitarios de este texto, que en sus diálogos entre Naiquel y
Felipillo se pasea por el costumbrismo, el realismo, el humor negro, la nota
sentimental, el pensamiento crítico social, el cotilleo, el pelambre, la
inquietud espiritual, la imposible y soñada recuperación del pasado (es notable
el episodio de la playa, donde Felipillo puede acceder a la imagen de sus
padres antes de morir ahogados para salvarlo, cuando él era muy pequeño). Todo
lo anterior va sumando, se entra y sale con pasmosa facilidad de un episodio
absolutamente sexual a otras anécdotas con distinto carácter, como la entretenida
historia de la actuación de Felipillo en el casino de Talca, bailando al son
del verdadero bailarín, Naiquel, que ocupa su cuerpo. La impresión que se
obtiene de esta suma ingenua, químicamente lúdica y creativa, es que el autor
no quiso ahorrar material narrativo alguno. Tenía
que estar todo.
¿Qué alternativa nos deja un libro así? Mi hipótesis, por
llamar de otro nombre a la simple y atenta apreciación lectora, es que aquí la
expresión “critica literaria” es absurda, inútil, ociosa. Ante personajes como
Naiquel y Felipillo sólo cabe –como si volviéramos a nuestra infancia lectora–
sonreír, asentir, dejarse llevar y agradecer que otra vez, como lectores,
simplemente nos dejemos encantar por la palabra escrita que trasunta, en su oralidad
fresca, sin límites ni trabas de ninguna índole, la inmensidad de la vida y el
gozo de haberla conocido.
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