Algunas breves palabras
sobre el paso del cometa Llacson por el impoluto cielo maulino
Por Jonnathan Opazo
“De la cintura para arriba y de la cintura
para abajo”, dice Alfonso Alcalde a modo de prólogo en una edición de las
aventuras del Salustio y el Trúbico, “los cuentos populares de antaño
escarbaron el alma, los trabajos y la conducta de muchos de nuestros
compatriotas. Iba la micro rural a bandazos y los pasajeros blasfemaban ingenio
disparando con tallas, gallinas, canastos y huevos […] Nos reímos de frailes,
cornudos, matasanos, fornicadores buenos para el diente y matronas de
sustentado busto”. Cito al tomesino porque me parece entrever en “El regreso de
Naiquel Llacson” un registro que emparenta al escritor talquino con el poeta
del Panorama ante nosotros. A su manera, el negro Felipillo y el espectro de
Naiquel podrían ser nuestros Salustio y Trúbico, lanzados como ellos solos en
esta piducan road movie que recorre el territorio de punta a cabo y de cabo a
rabo, sorteando pacos y filas de turistas, almas en pena y miradas incrédulas.
Y como esos cuentos populares de antaño de los que habla Alcalde, “El regreso
de Naiquel Llacson” escarba y disecciona lo humano y lo divino para poner con
ingenio y ánimo socarrón de sobremesa dominguera la miseria del hombre, su
avaricia y su ternura de animal falsamente soberano de sí.
El imaginario que Luis Luchín Gutiérrez
va desplegando en esta novela de ficción espectral, posee todas las
dislocaciones propias del territorio que con tanto ahínco defiende Naiquel ante
el tribunal constitucional del Purgatorio: ahí tenemos, por ejemplo, al flaco
sanclementino que, asistido por un alma en pena, se disputa la medalla de
bebedor insigne, o a los espíritus de la familia del negro viajando en el
Ramal, la postal patrimonial por excelencia de esta región-añoranza. Luchín
Gutiérrez hace del Maule una Comala donde los fantasmas campean a sus anchas
buscando redención en las laderas del enladrillado o en las rocas jurásicas de
Constitución. Territorio vivo lleno de muertos que persisten, ciudad y paisaje
que es al mismo tiempo monstruo vivo y cementerio, el páramo de la independencia,
el chancho muerto y el alcalde vivo.
El desplazamiento, por supuesto, no
es solo físico sino también cósmico, astral, intergalático. Cito: “Vi como los
famosos hoyos negros, verdaderos pulpos del universo, se engullían todo lo que
se atravesara en su camino, estamos hablando de planetas, soles, estrellas,
puras cositas pequeñas. Pa’ que te cuento de las explosiones, a cada instante y
por todos lados, el desorden existencial y sabís qué, no producían ruido a
pesar de los aparentes mansos cuetecitos”. Luchín, me parece, tenía un ojo en
el barrio y otro en el eriazo oscuro e informe de la galaxia. De uno tomó la
prosodia y del otro la incertidumbre, la inquietud que pone los pelos de punta
ante la inmensidad del vacío cósmico. Figura doble, nuevamente: hombre de la
calle y trozo de vida en medio del universo, sub specie aeternitatis; taxista
de viejo barrio y flamante estrella pop venida a menos. Con esas duplicidades
Luis Luchín Gutiérrez, con un ánimo digno de recibir una medalla conmemorativa
de los mismísimos marcianos de Tralfamadore, construye este embutido de ángel y
bestia, sin timón y en el delirio.
¿Miedo y Asco en Las Vegas?
No. Risa y Hueveo en el Maule.
Dibujo: Canchano Olibos
No hay comentarios:
Publicar un comentario