Qué Será de los Niños que Fuimos de Claudio Guerrero Valenzuela
Por Carlos Henrickson
En una de esas a alguien se le ha ocurrido entrar a
la poesía chilena como a un archivo, asumiendo que podría bien analogarse a una
biblioteca con sus registros exhaustivamente puestos al día año tras año por
una legión incontable de expertos, y dudo mucho que pudiese salir del edificio
con alguna conclusión limpia y precisa sobre algo -incluso quizás ni siquiera
pudo salir de ahí, con la razón extraviada y fija en la contemplación de un
inexplicable “canon” que se equilibra en un evidente y mañoso truco de circo
sobre el precario y asimétrico volumen de armarios construidos a la rápida.
No, porque cuando hablamos de poesía no estamos
hablando de un archivo. Si se nos ocurriera ir a revelar algo sobre la poesía
chilena, sobre su voluntad íntima permanentemente azotada tanto por los
turbulentos vientos de la historia social y nacional como por las modosas y
cíclicas oleadas de inquietudes intelectuales que para bien o para mal han
recorrido el Atlántico desde el simbolismo francés hasta la experiencia
estética del margen, si es que quisiéramos dejar ver un fondo que revelara su
ser misterio, habría que pensar mucho para hallar mejor manera que
la de Claudio Guerrero Valenzuela (Santiago, 1975) en Qué será de los
niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (Valparaíso:
Inubicalistas, 2017). La apelación a la infancia es aquí una clave de
lectura iluminadora en el sentido de lograr entregarnos una geografía, un
plano en que se puede postular trayectos de la mirada, y
así hallar, ya realizado el ejercicio, si no respuestas, la
articulación correcta de preguntas.
Esta tipología de la niñez chilena, según la
define el autor, se fundamenta en un corpus de poesía nacional que
sabe no ser estrictamente completo para estar a la altura de
una necesidad mayor: evitar el reduccionismo que no solo la
comodidad, sino que una extemporánea exigencia de coherencia, acosa a toda
actividad estética en épocas críticas. Acá hacía falta salir de la comodidad y
entregarse a la extrema flexibilidad que el mismo objeto de estudio, en
cuanto modo de escritura, dicta a la elección del corpus y su
tratamiento. Así, el trayecto primario entre los posibles -el que parece
más obvio, desde José Martí a Angélica Panes-, se nos
diversifica como un árbol en que sus ramas no parecen
terminar en los autores seleccionados, proponiendo lecturas abiertas,
no tan solo a obra poética o literaria, sino a la historia social, política y
hasta médica o jurídica. La mirada del autor sabe ver en la
poesía el reflejo de las condiciones de vida más allá del arte,
con una perspicacia que llega a hacérnosla comprensible, propia en cuanto
parte de una historia social en permanente estado de pregunta, de
expectativa crítica.
Y esta perspicacia, esta nitidez, es
tanto más importante en cuanto la poesía no es nítida, en cuanto
su mayor capacidad de reflejo se da misteriosamente en la mayor autoconciencia
de su capacidad propia y exclusiva de hacerse una historia en sí misma, un
mundo en sí mismo que se resiste a ser leído si no es desde dentro de su propia
casa. Así, el poder pensar al niño en diversas poéticas implica el que no
solo se le considera cuando es referido como un ser empírico, sino
también -como Guerrero plantea de manera atrevida y eficiente en los casos
de Delia Domínguez o Vicente Huidobro- en cuanto ser símbolo, y hasta en cuanto
enigmática ensoñación en el Poema de Chile, tan poco considerado
aun a los ojos de nuestra historia literaria y que en Qué será de los
niños… aparece casi como una vindicación en profundidad de
la escritura mistraliana en conjunto. Esto supone ir más allá del doble
dilema de entender la poesía bien como un dictado inspirado desde una ceguera
vidente, bien como una astuta herramienta de registro político-ideológico; en
esta investigación vemos que la elusiva e inabarcable productividad propia de
la poesía debe ser escuchada antes que leída, que sus ecos sobre la experiencia
propia deben saber ser el punto de partida para pensar en una noción más amplia
de experiencia de la que se pueda con justicia y propiedad hablar, que
la definición del objeto de estudio debe darse en un susurro mentiroso y guardarse bajo las siete llaves
de una fértil intuición.
En este sentido, el carácter eminentemente situado de esta
investigación resulta ser la garantía para su capacidad conclusiva. El texto
inicial, Poesía, memoria, infancia, no olvida referirnos a la
experiencia del autor como in-fante, asumiendo que
este producto se fundamenta en ese tiempo de escucha, miedo y juego
que toda una generación debió pasar bajo una dictadura
que utilizó mañosamente y objetualizó en el imaginario
público a la figura infantil, cuya postulación supo ser preponderante, previamente en
la construcción ideológica de las alternativas populares al régimen
oligárquico, una dictadura que, en fin, supo cavar un abismo violento entre una
vida de adentro -privada, segura, familiar- y una vida de afuera que se hizo
peligrosa, huérfana y solitaria, imagen de un abandono que desde ya estaba
resonando en los orígenes de la postulación del imaginario infantil. En el
intento por comprender cómo el niño de Pezoa Véliz o Teófilo Cid aparece un
siglo después en Diego Ramírez o Angélica Panes, se encuentra un juicio sobre
la historia social de Chile que resulta esencial como pregunta implícita y
virtualmente imposible de responder desde la palabra o la antropología, si bien
acaso pueda alguna vez serlo desde la política, esa política grande que hace
tanto llevamos esperando y que, precisamente, tendría que ser pregunta y
respuesta en nosotros mismos como personas más que como poetas o
investigadores. El libro de Guerrero funciona así como una interrogante
que, al tiempo de conectar la producción de escritura con la vida social en el
sentido más íntimo en que esta se manifiesta, está aludiendo a un momento
perdido de comunicación entre la vida intelectual y la experiencia de
un país que tiende a hallar cada cierto tiempo en la figura
del niño precisamente un extravío, un abandono y una deriva dolorosa.
Digo, hallar en la figura del
niño, precisamente en cuanto esta, a fuerza de presentársenos reiterada y
multiforme en las 250 páginas de Qué será de los niños…, se
nos hace mera construcción mental. Guerrero sabe apuntar a la potencia crítica
de su tema, en cuanto este es un paradigma imposible: no es solo que hablemos
de la voz de un in-fante o la escritura de quien aún no
deja de jugar como actividad esencial y justificada en sí misma, es que en esta
figura la predecible pubertad -y con ello el deseo, la voluntad dirigida- se
nos señala como horizonte de muerte, como daño. No es casualidad entonces que
el título salga de un poema en que este particular ser-para-la-muerte,
para quien todo riesgo es el riesgo supremo, se presenta como un
enigma que parece indicarnos que aquí, precisamente en esta imagen de niño,
está comprimida toda una pregunta gnoseológica, una inquietud radical
sobre cómo nos alzamos al conocimiento y a la responsabilidad
sobre nosotros mismos que esta imagen acarrea. Esta
imagen, digo, porque a fuerza de
hacerse objeto crítico en plenitud, no puede cuajar en figura,
no se hace visible: al fin, un espectral índice de algo que vive -o yace- en
los cimientos de la estructura social que nos conforma como personas y
ciudadanos, y sin el cual tampoco podríamos comprender la misma existencia
social en el desarrollo de nuestra historia.
Guerrero no se olvida tampoco de hacernos ver la
transparencia de este símbolo en términos que resaltan esa presencia ausente,
espectral de la que hablaba antes, examinando momentos en que la naturaleza se
despliega como infancia de la civilización o la provincia como infancia de la
metrópolis, lectura implícita en la mirada lárica. El niño, desde esta
perspectiva, se puede leer en cuanto figura mítica; mas cabe resaltar que acá
dicho aspecto se reúne topológicamente en un capítulo con
la niña desaliñada del testimonio infantil de Violeta Parra y
la problematización del espacio natural que se aprecia en el contraste de la
obra de Neruda con la de Nicanor Parra. Vale decir, la investigación sabe bien
eludir la tentación de una lectura que llegue a pretender una hipótesis de
perspectiva única. Sería asombrosa la cantidad de opuestos que podríamos
mencionar como de imposible complementariedad, partiendo del que este y el
párrafo anterior parece llamar a superficie -Lihn-Teillier-, y esto le da al
lector de Qué será de los niños… la inquietud por armar una
cartografía mental propia y personal de este árbol, virtud que escasea en casi
la totalidad de los estudios sobre poesía que diversifican las
poéticas en la elección de sus objetos de estudio.
No cabe sino invitar a los lectores a marearse con
gusto en este extenso e intenso estudio, entrando al juego de escondidas que
implica el rescatar la traviesa silueta de este niño, que salta del bosque a la
biblioteca, de la calle a la pieza oscura, del país que ya fue al país que se
sueña. Un trabajo que en sí constituye un desafío y que sabe retar al lector a
leer y mirarse, a sí mismo, leer.
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