Por Cristian Cruz
Santa Victoria obliga al lector a identificar las huellas dactilares de la poesía de Ricardo Herrera. Digo obliga, porque estamos en presencia de la consolidación de una poética, lo que permite instalar el perfil de esta misma dentro de su generación y permite ampliar la red de su influencia y rastrear también la influencia de la tradición chilena en su propia escritura. Es difícil proferir ideas claves sobre Santa Victoria sin regresar a la poesía anterior del autor, porque este libro es parte esencial de la estética que envuelve toda su obra, además de agregar algunos elementos que refuerzan su andamio personal y semántico.
Los
campos que visita la obra de Ricardo son los territorios no existentes dentro
de un sistema poético nacional. Dicho esto se nos presenta la relación
inevitable que ha establecido esta poesía con el creacionismo como fuente
inagotable del que se alimenta libro tras libro, desde Delirium Tremens (2001),
pasando por Sendas perdidas y encontradas (2007), El
cielo ideal (2013) o Carahue es China (2015). En
todos ellos parece que el poeta cayera en el trance de crear lo que no está
creado ni dicho, sin que esto se transforme en un intento por replicar la
teoría Huidobriana, tan escasa en la actualidad, sino de asumir de manera
personal un ambiente mental que desborda los espacios racionales de otras
escrituras. Un mundo que mezcla religiosas en un paisaje que es interior y
exterior al hablante, sangre en barriadas y graneros, manifiestos constantes de
lo que es o debiera ser la poesía, el amor violento que luego se muestra manso
frente a las figuras amadas, los distintos espacios (campiña y bosque, ciudad y
manicomio, conventos y grutas) que el autor transforma en su manera delirante
pero racionalmente contenidos en su decir. Y esta es quizás una de sus claves:
la plena conciencia del mundo que lo habita, mundo que se renueva libro tras
libro, porque su fin pareciera estar en la contención de los demonios internos
que le desbordan, sin caer en el automatismo si no buscando un entendimiento
franco con el lector y un acercamiento abierto, pero nunca condescendiente, con
la tradición poética chilena.
Dentro
de su generación, Herrera es un poeta que asume la invención de un universo que
sólo la poesía podría explicar. A partir de esto, y entendiendo que no
estamos hablando de un poeta que busca desesperadamente el sello de lo
original, se acuña con este Santa Victoria la huella dactilar
de su creacionismo sobre los soportes territoriales de la Profunda Provincia,
que lo acerca inevitablemente a un larismo posmoderno, que se asume como
heredero de esa tradición, pero que también la amplía en un sistema
revolucionario que desdeña cualquier posibilidad de cuña con lo que no represente
su mundo interno.
En Santa
Victoria el lector descubre el mundo fronterizo de la Araucanía:
frontera de la naturaleza devastada, esquizofrénica y pervertida de los
elementos que se sincretizan en el texto: raza, ser cotidiano, paisaje, ciudad
provinciana, crítica al poeta semi Dios que se apropia de los territorios
como único elemento que puede comunicar con los dioses a los demás poetas.
Herrera desmitifica esa postura, se camufla en los mercados, entre chunchules y
hostias, entre monjas sexualmente vigentes, entre el amor que flagela, el aire
que corta y hiere:
“Permítame,
Virgen de la Victoria,
danzar vestido de arlequín en la hora de almuerzo
y proferir mi proclama a los enfermos cuando comen
sé que usted y ellos no adhieren a mis pensamientos anarquistas
ni siquiera a la tan difundida estética del chorreo que profeso
pero le pido y les pido ya no me miren más con desconfianza
he aprendido a quererlos
cuando se golpean con chunchules la espalda
cuando sacrifican una chancha parida
cuando proyectan en power point las enseñanzas del maestro”.
danzar vestido de arlequín en la hora de almuerzo
y proferir mi proclama a los enfermos cuando comen
sé que usted y ellos no adhieren a mis pensamientos anarquistas
ni siquiera a la tan difundida estética del chorreo que profeso
pero le pido y les pido ya no me miren más con desconfianza
he aprendido a quererlos
cuando se golpean con chunchules la espalda
cuando sacrifican una chancha parida
cuando proyectan en power point las enseñanzas del maestro”.
Sin
querer escribir un manifiesto eterno, Ricardo Herrera Alarcón ha ido forjando
esta red irrompible que es su poesía en diálogo con una tradición que aún no
aprende a leer su sismógrafo poético: el del pequeño ser que se atormenta en la
ciudad cruzada por carretas llenas de cochayuyo, el monarca de su
habitación llena de libros, el poeta que apaga y enciende la luz de esa
misma ciudad; ¿cuándo quiere, y cómo quiere?
San Felipe, agosto de 2017
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