lunes, 6 de noviembre de 2017

EL HUMOR COMO ARMA DE DEFENSA

Reseña de “Limeriques” de José Tomás Labarthe
Por Cristián Rau


¿Qué son los mentados limericks? Wikipedia, el oráculo de nuestra época,  nos dice que son una forma poética muy conocida en el mundo anglosajón, formadas comúnmente por cinco versos con un esquema de rimas. El limerick tiene generalmente intención humorística, y a menudo obscena. Los dos primeros versos riman con el último, así como el tercero con el cuarto, y éstos dos por lo general son más cortos.  Estos poemitas nacen en el Siglo XVIII, pero alcanzaron su apogeo en el XIX gracias al Book of nonsense de Edward Lear. 
Como muestra, un botón. Un limerick, de autor desconocido, que intenta explicar el género:

“El Limerick junta chistes anatómicos
En un espacio bastante económico
Pero los buenos que se ven
Rara vez decentes suelen ser
Y los decentes rara vez tienen algo de cómico”

El Limerick es, entonces, una especie de chistecito victoriano; acá va uno de Lear, su más grande maestro:

“Hay una joven cuya nariz
Aumenta y aumenta sin fin
Cuando la perdió de vista
exclamó con gran angustia:
¡Hasta siempre, punta de mi nariz!”

Un poema cómico, muy simple, pero no fácil de cazar. Mauricio Redolés, chistoso por excelencia, explica especialmente para este libro que los limericks son una “especie de paya que debe ajustarse a ciertas reglas”. Además, acertadamente, apunta que uno de los libros más extraños y complejos de la gran historia de la poesía chilena, parte con uno de estos chistes. Así abre, entonces, La Nueva Novela de Juan Luis Martínez:

“Había una vieja persona de Chile
Su conducta era odiosa e idiota
Sentado en una escalera
Comía manzanas y peras
Esa imprudente y vieja persona de Chile”

Aunque nunca lograremos conocer a este viejo imprudente, ni menos entender de punta a rabo la obra de Martínez sí podemos aventurarnos a decir que en la poesía chilena hay ejemplos maravillosamente sólidos de esta alianza entre humor y verso. El dominio maestro de Parra y su capacidad de emitir juicios racionales y luego mandarlo todo al carajo con la chispeza nacional, por ejemplo:

“supongamos que fue crucificado
supongamos incluso que se levantó de la tumba
–todo eso me tiene sin cuidado–
lo que yo desearía aclarar
es el enigma del cepillo de dientes
hay que hacerlo aparecer como sea”

En la cuneta contraria está el humor minimalista, casi zen de Bertoni, cuando escribe:

“un poeta mejicano
nos dedicó un poema
a mi novia y a mí
¿por qué a mi?
si se acostó con ella”

Incluso Lihn, quizás el más inteligente y teórico de nuestros poetas, escribe:

“Señora asesora del hogar
prefiero el caos a un resfrío
amigos
prefiero un resfrío el enfriamiento de las relaciones humanas”

José Tomás ha leído seriamente este tipo de poesía chilena. Puedo dar fe de eso. Pero creo importante señalar que hay otra veta probablemente más decidora a la hora de intentar explicar el motivo por el que Labarthe elija este tipo de verso. La familia de José Tomás, a quienes por fortuna conozco de cerca, son unos maestros consumados del humor. Generación tras generación se traspasan ciertos tics y maromas, secretos de artes secretas. Como en toda casta que se precie hay varias vertientes internas: están los sabios, que con la simple y disimulada alzada de una ceja, o del muso, según corresponda, puede desatar la más grande carcajada entre los iniciados. También están los espadachines, aquellos que buscan insistentemente los puntos débiles del adversario hasta dejarlo reducido a una piltrafa, con el ánimo por los suelos y más cocido que botón de oro. Y los hay también de esos que se creen ladinos, rápidos, pero no la agarran  ni al quinto bote. A esos, obviamente, le llegan las peores chanzas. Se los ha visto sentados en la primera fila de un funeral, carne de la carne que está dentro del cajón, dándose de codazos y riéndose por la bajo. Incluso me han contado que es tradición echarle un billete escondido al finado, por si en una de esas el diablo acepta propina o por si, como dice De Rokha, pueda “echarse esa última canita al aire antes de que la pelada le coloque la espalda contra la eternidad y el pecho frente al cielo”. Un pariente muy  cercano, casi hermano de José Tomás, luego de ser víctima de una broma de antología, llegó a decir que eran “muy burlescos”.

En estos casos en que el humor es parte de la personalidad, es normal ocuparlo como arma de defensa. Una forma medianamente elegante de tirar la pelota fuera del estadio y poder campar, pidiendo la hora. Es por eso, quizás, que José Tomás eligió estos versitos, estas payas, para enfrentar  uno de los momentos más complejos de su vida. Su hijo menor, Borjita, a quien está dedicado el libro, estaba muy enfermo, cuando en las salas frías de los hospital nacieron estos limeriques. ¿Cuánta gente en el mundo recurre a un tipo de poemas victorianos para ponerle cara a la noche?

Entonces, quizás, este libro es por una parte una especie de salvavidas, una treta válida para sacarle la lengua a la mala fortuna pero, al mismo tiempo, es un ejercicio poético no menor (como se dice hoy en día), ya que escribir en una métrica determinada y con ciertos parámetros de estructuras no es tarea fácil. Labarthe entonces hace el ejercicio completo: escribe siguiendo al pie de la letra las exigencias estilísticas de los limericks, pero se aprovecha de ellos, los hace suyos, transformándolos en limeriques con “q”, y les saca la pompa británica y los trae a Chile y hasta al último pueblo del Valle Central, cubriéndolos con sus obsesiones, con sus gustos, con sus hijos, con sus Alexis Sánchez, sus poetas y series favoritas.

Finalmente, debo decir que este libro tiene otra gracia: con estos versos cortos, con estos  chistes inocentones, recordándonos que feo rima con peo y e informándonos que:

“En Valdivia llueve tantazo
Que de un solo costalazo
Una señora en la calle
Se cayó al Calle Calle
Con manso ni que guatazo”

Este libro logra hacernos reír como niños, despreocupados, sin vergüenzas ni pudores y, quizás, simplemente para eso para eso sirva la poesía. 

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