Ricardo
Herrera Alarcón
La
Colección Proyecciones. Plaquettes de Poesía, de Ediciones Inubicalistas, nace
a fines de 2017 en Valparaíso, y en ella se publicaron diez libros que
intentaban, en palabras de los editores “dar a conocer los trazos de una
poética en ciernes o los fragmentos de una obra de mayor complejidad”,
incorporando el cruce entre pintura y
literatura a través de la muestra de fragmentos de obras de artistas visuales.
Los autores publicados en esta colección son: Damaris Calderón, Jonnathan
Opazo, Claudio Guerrero, Américo Reyes, Patricio Serey, Juan Carlos Aros,
Carlos Henrickson, Sergio Muñoz, Jaime Pinos y Alejandra González, en una
apuesta editorial por nombres y generaciones diversas. Más allá del concepto de
plaquette y su idea de escritura en tránsito, creo ver en estos diez autores la
consolidación de proyectos poéticos claramente definidos.
En
esta ocasión quisiera detenerme en el trabajo de Patricio Serey (San Felipe,
1974), autor de los libros de poesía Con la razón que me da el ser vivo
(2002), De Profesión Ahogado (2007) y
Precavidamente Hablando (2011).
Reproducir
el aliento vital de casas, patios y calles parece ser el intento de Escoriales. En “Acecho” se nos
insinúa que se acabaron las
iluminaciones, comparándolas con el sol multiplicándose en las caras de un
poliedro o una sucia linterna surgiendo en la espesura: Rimbaud o Anguita en el
pudridero: “alas de termitas cayendo elípticamente sobre ripios vaciados de
sentido”. Un cuaderno de notas -la
imagen del poeta- como “una laucha hambrienta en la oscuridad”. No se puede ser
ese aire vital, porque “hay un fin de mundo en todas las cosas” (“Plantas”): la
existencia y sus ritos repetidos. Esa casa que intenta acomodar “su metafísica
estructura” a su habitante en “Crujido”, es la misma en la cual la mujer modela en un trozo de barro un rostro o
caracho (“Caracho”), esa palabra que intenta reproducir la cara deformada por
el disgusto o la resaca. La misma casa donde la familia de “Casta” observa un
parto en la tv comiendo tomates. En la descripción de todas estas escenas late la enfermedad, la rutina, la oscuridad,
el polvo.
Escoriales
se hace cargo de eso: los despojos del día, lo que se vuelve invisible de tanto mirar; a
ratos habla de la chatarra, la ropa colgada, y parece un fotograma de El
cocinero, el ladrón, su mujer y su amante: esa cocina llena de grasa y reflejo
de un estado de cosas.
Porque
la mirada de Escoriales está puesta
en el contexto, se nutre de lo que pasa, se asfixia al aire libre. Su intento
es mostrar más que denunciar, reciclar los escombros, darles una extraña
belleza a los escoriales de la mente, la casa y la calle: “Mirar sus párpados
abrirse a cada empellón en la micro, mientras aferra con el brazo libre su parka roída y su marmita
vacía…Sufrir por eso es lejana empatía. Sólo eso”, señala en el poema “19:30”.
Esa distancia con cierta poesía intimista, confesional o la peor versión de lo
cívico, la venía ensayando ya el autor desde Precavidamente hablando, en su ironía hacia cierta manera de
sufrimiento o fingimiento en el
poema, que cruza ese libro publicado el 2011.
Es
la realidad saturada y caótica, un lienzo fresco sobre el cual han caminado
algunos gatos vagabundos del puerto, un juego que tiene como perspectiva el
color de la mendicidad y como movimiento esas líneas, ese ángulo que solo
entregan el frío y la pobreza: “Cabeza ladeada y una mano abierta –juntas–. La
muñeca quebrada en 90°, un antebrazo rígido y erecto afligiendo, por el codo,
un muslo entumecido. Un remedo al “Pensador” de Rodin, un rictus digestivo y
mal pensante. Pero pasa que apenas se reduce a un escarceo a la derrota. Esta
imagen elocuente, que sube por un muslo entumecido, hacia el rígido antebrazo
que termina en una frágil curva de muñeca, donde parece brotara una mano; todo
soportando débilmente una cabeza que quiere imaginar cómo ganarse la vida, y no
puede”. Poesía cívica o civil que niega casi el comentario, este poema titulado
“Rictus” me hace recordar a otro de Raimondi (“Sileno en la Estación de
Ferrocarril”) en el carácter objetivo para describir a un mendigo y hacernos
reflexionar sobre las complejas
relaciones entre arte y realidad, o arte/ denuncia o el ejercicio de traslación
que solemos hacer entre la sensibilidad del artista y su capacidad de entender
y asombrarse. No acostumbrarse. No volverse un cómodo burgués que visita la
literatura cuando escribe. Todo Escoriales
está construido sobre ese signo de interrogación. Diría que gran parte de la
obra de Patricio se instala o parte desde esa pregunta. Escoriales es la escritura de esa grieta o por lo menos desde esa
falla va sacando el material y exponiendo su estética del olvido: la escritura semejante al acto ceremonial de la fritura: una orden perentoria para el desalojo
(“Protoconsumo”). Mucha de esta duda sobre la palabra y el trabajo que conlleva
tiene que ver con esta idea del consumo literario, la literatura como rareza,
en un mundo justamente saturado de realidad, y de la peor. Escoriales se cansa de ello y establece los límites de su decir. No
le interesa el recuerdo o la mimesis política o la cacha de la espada. Acá no
hay chamullos ni se pretende tampoco instalar una atalaya en medio de un
basural. Solo desalojar algunas prácticas, unas cuantas miradas, intuimos,
ajenas y propias. Este sujeto está un poco cansado de observar de la misma
manera y está más cansado aún de ver como otros observan. Acá no se cree en los
milagros y si alguien o algo nos habla es aquello de lo que nadie se hace
cargo:
“De
esa maña testigos son la luna, el sol, todo aquello que ferozmente se asoma.
Luz en el paisaje rudo. Malezas, piedras, flores secas, un foco refractando el
polvo. Una capa de limo envuelta en otra capa de limo. Una costilla de perro,
cartuchos vacíos; sangre seca degradándose sobre esta estética del olvido” (del
poema “Escorial”).
Patricio
Serey es un poeta atento a su entorno, a lo que pasa y es allí donde su poesía
encuentra su “inspiración”. Diría que
es un poeta del alrededor, que no quiere estar fuera de las cosas, sino dentro
de ellas y desde allí hablar. Un vidrio sucio, lleno de polvo, a través del
cual se observa esta ciudad en cuyos muros ya no existen las frases para el
bronce, acaso un quejido, una lucidez y una derrota, un andamio desde el cual
no se puede ver las embarcaciones pero se
tiene como horizonte el tráfico de calles, patios, el interior de uno mismo semejante
al interior de un block: kilos de ruido, asados, vecinos alcohólicos, ancianas
solas, copas cargadas de tequila que se rompen, mucho sol en una pieza donde se
quiere y no se puede ser “una luz infame
, y a la vez bellamente voluptuosa, absorbida pacientemente por las plantas de
interior”.
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