Ediciones
Inubicalistas, Valparaíso, 2016
Jorge Polanco Salinas
“Dos
justos hay, mas su virtud no halaga;
Soberbia,
envidia y lucro codicioso
Son
los tres males de Florencia plaga”
La
Divina Comedia,
Infierno, Canto VI
En el Bosco no pareciera existir piedad. El infierno se vive como
una lucha de todos contra todos. El carácter monstruoso no solo se cristaliza
en las figuras deformes, sino en cómo llegaron a ser lo que son. En Los desastres de la guerra de Goya, el
espesor de las imágenes se encuentra tanto en la bestialidad como en la miseria
humana. En su caso, no es necesaria la exacerbación casi onírica de la
deformación; basta con la acritud de los rostros. A pesar de las diferencias,
en sus pinturas la carencia de piedad conforma el testimonio de la oscuridad
infernal del mundo. Y la piedad, como muestra un bello texto de Didi-Hubermann,
guarda relación con el duelo; esto es, con la escena de la madre velando al
hijo asesinado. Generalmente, este oscuro luto —trabajado por Nicole Loraux en
sus estudios sobre la Grecia clásica— proviene del hijo que va a la guerra,
mientras las mujeres deben hacer el duelo, alterando el orden de la ciudad. La inteligencia se acrecienta en la nada
que presentamos de Lucy Oporto Valencia alude a estos referentes visuales, a
los que habría que agregar La Divina
Comedia de Dante. La persistencia de la monstruosidad indica en este nuevo libro
el síntoma de un mundo vivido ya como síntoma;
es decir, la “deformación” de una experiencia que no tiene una forma plena o
mesiánica, aunque la añora.
La inteligencia
se acrecienta en la Nada transita tres planos.
Primero, el ámbito biográfico de los acontecimientos personales que no se
limitan a un lenguaje confesional o anecdótico, sino más bien manifiestan
sucesos que rebasan al sujeto de la escritura (eventos históricos, esperanzas
truncas, desilusiones humanas, sueños arquetípicos, etc.). Segundo, una
dimensión histórica que remite a la vida de las últimas décadas en Chile,
primordialmente durante la postdictadura. Tercero, un ámbito global que condice
con una interpretación filosófica sobre la muerte de dios. Estos niveles del
libro se conjugan; y, a mi modo de ver, evocan la constatación de un duelo.
Todo el libro podría leerse a partir de un llevar
a cabo el luto, de hacer el luto a
través de la escritura.
En lo que sigue me remitiré a estas esferas del duelo y tomaré
como excusa el murmullo de tres frases que confluyen en la prosa y los versos.
Digo “murmullo”, porque no se trata de un comentario explícito, sino que
barruntan su impronta bajo la lectura.
1.- “El
hundimiento de la noche es el nudo que se parte desnudando el tiempo”. El Yo Póstumo I
La primera dimensión; me permitiré contar una historia personal de
mi relación con Lucy. Cuando comencé a leer el libro, me conmovió que los
primeros textos fueran datados meses antes que la conociera:
30 de octubre de 1994.
A Lucy la vi por primera vez en la universidad, el año 1995,
cuando estudiábamos el pregrado de filosofía. Con su voz grave y adusta, se
sentaba al final de la sala y planteaba sus preguntas que siempre fueron
genuinas, en el sentido de interrogar lo que realmente la acuciaba y sorprendía.
Lucy era la estudiante más grande de mi generación, y la más brillante que pasó
por esos años en la universidad. Ocupo la palabra “conmover” vinculada a
“conmoción” no solo por el tiempo que ha pasado, sino también por el
pensamiento que ha desplegado desde ese entonces.
La primera vez que fui a su casa y me mostró estos “ejercicios de
concentración” —como los llamó y lo sigue haciendo— se notaba que estos textos
desplegaban el inicio del susurro del pensamiento, aquella zona en que el
lenguaje se perfila hacia un
argumento o discurso. Combinan la redacción de los sueños, los “mensajes”
indescifrables que estos traen consigo, las obsesiones existenciales y, por
ende, lo inefable que asoma en el arribo a la conciencia. De ahí que las
escasas veces que Lucy mostró sus textos en clases, algunos profesores se
vieran sobrepasados.
En una zona anterior a la superficie de la lógica, estas
escrituras de contemplación de la psique
(en griego quiere decir “aliento”) se vuelcan, posteriormente, a los arquetipos
que Lucy detecta en el mundo. Es preciso destacar que se graduó con una tesis
de licenciatura sobre Jung, que fue publicada hace algunos años por la
Universidad de Santiago. Estos ejercicios del alma en el sentido fuerte del
término —recuérdese que los antiguos practicaban igualmente la gimnasia espiritual— condicen con la
esfera musical: tanto en los poemas y prosas que presentamos, su libro El Diablo en la música, dedicado a
Violeta Parra, como sus estudios de guitarra. Pero aquello se percibe
paradójicamente en que Lucy desarrolla la música desde lo inefable, a partir de
la conjunción que permite hacer emerger
desde los sonidos aquello difícil de
contar. Justamente porque estamos rodeados constantemente de ruido, lo más
complejo es llegar a estar capacitados para comprender el sonido.
En “La imposibilidad tonal”, Lucy escribe sobre esta emancipación
llevada a cabo por Arnold Schönberg, que da cuenta no solo de la “ampliación
del material sonoro a zonas del espectro armónico rechazadas hasta entonces”,
sino también del derrumbe de la figura del hombre “en el progreso ilimitado,
cuya cifra es la acumulación de desechos y cadáveres”: “La imposibilidad tonal,
como imposibilidad humana fundamental”. Aquí psique y música se unen: conforman
una compañía más antigua que el amanecer del día. Esa conformación inenarrable
que el sol y el nacimiento dejan en las sombras.
Como observa Pascal Quignard, el primer aliento va unido a la voz
de la madre que se transforma pronto en lengua materna; es “esa voz perdida que
regresa, esa ligazón que sobrevive a la extraordinaria metamorfosis animal y
que apacigua su violencia y suspende su traumatismo. De allí el lazo
indivisible entre la música y el pensamiento”. En esta anterioridad de la
noche, en su ritmo recóndito y secreto, la relación conmocionada entre el
nacimiento del lenguaje y la perturbación de la vida hacen preguntarnos por
“los límites de la profundidad”. ¿Cuál es la morada que esta escritura busca? ¿De
dónde proceden estas imágenes y estos sueños? ¿Qué olvidamos en el amanecer de
nuestra conciencia?
En la enigmática figura del “Yo póstumo”, la fragmentación guarda
relación con un susurro, con el hundimiento en percepciones larvarias de una
destrucción. No se sabe de qué; dónde ocurrió la batalla. Pero sí es posible
adivinar un caos que prevalece, y como el quiebre final de las formas de dios y
de los hombres, la armonía se
despedaza en el extravío de un tiempo desnudo.
Quizás por esto “Adiós a la música” sea el texto más complejo y el
que más duele leer. “Los goznes del precipicio”. Escrito, por lo demás, en el
año de ingreso a los estudios de filosofía.
2.-
“Testigo es aquel que se queda a presenciar la muerte”. La muerte de la muerte
La segunda dimensión es el plano histórico. “Los genios no tienen
memoria”, dice en “El desprendimiento de la eternidad”. Si Lucy emplea términos cargadamente
metafísicos, guardan relación con una necesidad de unión, amor y espesura.
Frente a este requerimiento se impone, por el contrario, una marcada ulceración
y escarnio que emparenta su trabajo con Antonin Artaud y los grabados de Goya,
incluidos en el libro. Estas invocaciones de lo descarnado están relacionadas
con la historia de Chile, con un alma desprovista de justicia.
“Romo” es el texto que patentiza la índole abyecta de estos
acontecimientos. Aborda la encarnación del mal en Osvaldo Romo luego de las
entrevistas que aparecieron del torturador en esos años. Parafrasea sus
intervenciones y las relaciona con la filosofía. Es decir, cuestiona su
quehacer y el vínculo de su “modo de preguntar” con la angustia, la cicatriz,
el padecimiento de las torturas.
Esta relación tiene una historia situada, por cierto. ¿Qué ha
hecho la filosofía en Chile con estos “materiales”? ¿Cómo pensar a este
torturador? ¿En qué sentido la instauración de definiciones, los métodos de
conocimiento y la búsqueda de saber
se diferencian del ejercicio de interrogar la verdad que persigue el verdugo?
Por un lado, hayamos en Romo una figura no pensada. Por otro, se intuye una deuda secreta entre la institución y la
carencia de exigencia moral, esto es, el hacerse cargo de la historia y sopesar
su significado. Así como Levinás escribió sus apuntes sobre la “filosofía del
hitlerismo”, en Chile podría hacerse algo similar con el pinochetismo. Sin
embargo, para cumplir aquella tarea es preciso exigirse al nivel del compromiso, de estar a la altura de “la
herida, que es la única y última pregunta”.
En términos de estilo, que no significa mera “estilística”, Lucy emplea
alegorías a la usanza de La Divina Comedia (citada en otro de sus
libros: Los perros andan sueltos.
Imágenes del postfascismo), en el sentido de marcar una señal de
devastación. El uso de las figuras de la enumeración y el oxímoron no consiste
en una apertura surrealista a lo extraordinario, sino en dar cuenta de los
deshechos. “Constatar la repetición tediosa, transparente e inane”. Poco
importa que estas prosas puedan caber dentro de géneros en crisis como “poesía”
o “narrativa”; precisamente al rebasar la preocupación por su denominación, el
libro se vuelve relevante. Prevalece una pulsión anterior –y primordial— en los
textos. Al reiterar imágenes de podredumbre y enfatizar el deterioro, se quiere
adjetivar las secuelas de una
historia en que, luego de una lucha entre el bien y el mal, ganaron los de
siempre: los sagaces en el abismo.
“La inteligencia se opone al amor”, “más allá del amor, estuvo el
vacío”, “la muerte es el correlato de su inteligencia”, “La inteligencia se
devora a sí misma”.
¿Es decir, a sus hijos, como Saturno? Si es así, las generaciones
devoradas y amputadas de la historia son los hijos de la dictadura, más larga
por cierto que los años de Pinochet. En estas alegorías dantescas, en el
sentido que dan cuenta del mal ominoso encarnado en el mundo, abundan órganos,
cuerpos, úlceras, pedazos espurios, y al mismo tiempo ira, tedio, muerte; vale
decir, los fragmentos de una lucha perdida que podríamos llamar con una palabra
benevolente: “postdictadura”.
3.- “La
mano temblorosa extendida hacia la Nada. La plegaria sin respuesta”. Mysterium
Tremendum
El tercer ámbito del duelo, es la muerte de dios. Tal vez todo el
libro sea la constatación de esta defunción; la mirada dolorosa de su descomposición
que abarca los aspectos anteriores. Para referirme a este dios “hecho pedazos”
e invocado en su necesidad, es preciso quizás ofrecer algunas pistas. En una
historia que puede remontarse a Hölderlin y la huida de lo sagrado, pasando por
las rupturas de las imágenes que la modernidad había forjado en torno a una
cierta comprensión del progreso y la racionalidad (instrumental o calculadora,
como suele caracterizarse), siguiendo con las advertencias del nihilismo tanto
en Dostoievsky como en Nietzsche, y, por cierto, con la crisis de la metafísica
en el siglo veinte; esta muerte de dios ha tenido diversos rostros y máscaras.
En este panorama en que “La muerte de Dios es el juguete de la
muerte del hombre”, “¿Qué morada he de construir para mi duelo?”, pregunta
Lucy; cuestionamiento fundamental porque el carácter “nadificante” de lo humano
—verbalización reiterada en el libro— estriba en una búsqueda por yacer, pertenecer, guarecerse en un
espacio amable y, por supuesto, amoroso. Las imprecaciones ante el mundo,
asimilado a la “antimorada” del demonio, hace de Lucy una escritora “arcaica”,
en el sentido riguroso del término; esto es, una pensadora que desea encontrar
una arjé (un principio fundamental),
y desde allí surge la potencia de su escritura que desencadena el enfado y el
horror metafísico.
De este libro podría llevarse a cabo una lectura apocalíptica,
pero no a la manera usual como se entiende este término. Tal como resalta Jacob
Taubes, los apocalípticos no son necesariamente supramundanos, es decir,
despreocupados de lo que sucede en el mundo, sino que están en contra de él, de
su tedio y banalidad, buscando una redención; palabra —esta última— que en Lucy
puede sopesarse como la persecución de una comunión
vital y espiritual. Los apocalípticos
son generalmente los transformadores del orden vigente. No se conforman con lo
que sucede, ni tampoco creen en el progreso en
la medida de lo posible; prefieren una interpretación espesa de la historia que le rinda justicia. ¿No es esto, acaso, lo
que asoma como apremio en las prosas
y versos?
Sin embargo, ¿desde qué lugar perfilarse, sin dios y
resquebrajados los goznes? “¿Dónde está la morada del Padre?”, interroga
Lucy. El desquicio. Los amputados. La mirada que ha visto la muerte. El tedio
del devenir. El yo póstumo. Todas figuras alegóricas de una destrucción,
pero que quizás puedan sintetizarse en esta última que aludimos: el yo póstumo. Compleja y extraña imagen.
Intentaré explorar algo de su
significado.
El yo
póstumo es al mismo tiempo el abrazo de dios y
el lugar de la derrota. Creo que en esta figura se concentra la potencia de lo inesperado, lo inadvertido, lo inenarrable
que mencionamos al comienzo respecto de la música; aquello que se prolonga más
allá del sujeto —vencido con la muerte de dios—y que permite pensar en una
historia que, ante el caos, perdura en el extraño legado del duelo. Para explicarme
mejor volveré al comienzo.
30 de octubre de 1994.
Fecha del primer texto. ¿Por qué estos ejercicios de concentración
requieren ser datados? ¿De dónde proviene este afán de archivo? La fecha inscrita consiste, implícitamente, en una
forma de pensar la historia, en una posta al futuro porque el duelo conjuga
paradójica con el porvenir. “El hundimiento de la noche es el nudo que se parte
desnudando el tiempo”, “Testigo es aquél que se queda a presenciar la muerte” y
“La mano temblorosa extendida hacia la Nada. La plegaria sin respuesta”. Estas
tres frases escogidas corresponden a imágenes de un duelo, en que el tiempo no
nos da respuesta desde hoy. Sin ya confianza en el progreso, ni una garantía de
la historia, solo queda esperar la fragilidad de una promesa: aquello impensado
que se deposita en las palabras y le entrega su carácter póstumo.
La consistencia inusual de una imagen, una letra, una voz, que en
una fecha recóndita vuelve a repetirse en nosotros, como testimonio de aquello imposible
de domesticar, ¿esto es en definitiva el poema?, ¿de aquí viene su precaria
potencia? ¿De la madre, del aliento, de la noche, de lo inadvertido?
“Todos los mundos del mundo se perderán –señala Lucy en ‘El Yo Póstumo
I’, conversando inconscientemente con
Violeta-, como las membranas flotantes de Dios a la deriva, entre retinas y
pozos desprendidos.
Leer la espesura es amar”
Valdivia/Valparaíso,
24 de noviembre de 2016
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