De cómo Pantagruel, después de haber abandonado el oráculo de la botella con Panurgo y compañía, piensa en tomarse un buen descanso, pero sin venir a cuento aparece en Talca, en donde el negro Felipillo y el Naiquel Llacson torturan a don Jacobo de las Monedas.
Por Claudio Maldonado
Texto leído el viernes 21 de Julio de 2017 con
motivo del Homenaje y presentación póstuma del libro
El regreso del Naiquel Llacson, de Luis Gutiérrez (1942-2017).
El regreso del Naiquel Llacson, de Luis Gutiérrez (1942-2017).
Mientras
Pantagruel ordenaba destapar cincuenta garrafas de vino, para que sus caballos
llegaran frescos al bosque de las Monjas Tetonas, sintió un extraño vértigo
espiritual que al inicio lo achacó a la senda fumada que le había pegado a su
pipa de pastañola. Pero no era así, el verdor de la pradera comenzó a
deshilacharse, los sirvientes y sus amigos consejeros se esfumaron en un pluf,
el mareo adquirió un vértigo imposible y apareció frente las puertas del casino
de Talca. Como don Panta las había pasado todas (mal que mal se habían
despachado cinco libros contando sus palomilladas), en vez de sentirse
sorprendido por tanta fealdad, pegó un grito de rabia hacia los cielos: “Estoy
muy cansado, padre, ya no quiero aventurar más, además me gusta el juego, pero
este casino debe pagar como las huevas. Fue en eso, cuando apareció a su
izquierda, un hombre ya entrado en años pero de complexión juvenil.
—Estimado
caballero, me presento, soy Pantagruel, hijo de Gargantúa y Gargamella, de
aventuras se ha forjado mi vida y ahora me encuentro aquí a pito de nada.
—Así que
usted es el Pantagruel, y yo que me lo imaginaba más guatón. Mi nombre es Luis
Gutiérrez, obrero metalúrgico de la CIC, fabricante de escobillas y tambores,
vendedor de churros y vendedor de mis propios libros.
—Explíqueme
mi buen Luis, no entiendo que hago acá, más encima me dio un hambre y una sed
tremenda. ¿Este pueblo tiene algún alimento rico en ricura y calorías?
—Mire, ya
que usted está acá y aquí en este casino ocurren las escenas más impactantes de
mi libro, El regreso del Naiquel Llacson, le cuento que he venido a ponerle más
sabor a la parte donde torturan a don Jacobo de las Monedas. Como dice mi buen
Felipe Moncada: “Hay que reescribir a veces para que fluya más la cosa
creativa”.
—Bueno,
Luis, me imagino que tendré que ayudarlo en este asunto, pero prométame que
cuando termine me tiene que llevar a comer lo mejor de lo mejor de este pueblo.
—Prometido,
don Pantagruel, lo voy a llevar a comer hasta que el ombligo le quede por la
nuca.
Y entraron
los dos al casino de Talca y llegaron a la parte donde el Felipillo y Naiquel
le dejaban a Jacobo de las Monedas la nariz convertida en una materia de
tejidos adiposos y a punto de explotar. Todo por la codicia de éste, que trató
hasta el final de cagarse a estos dos héroes con la plata de la recaudación de
los tres show irrepetibles. En el momento en que Jacobo dejó de gritar, don
Luis le dijo a Pantagruel.
—Mire don
Panta, en un ratito verá que incluso se me ocurrió inventar una tele
computadora. La máquina retrospectiva sensorial de la mentira, para que todo el
mundo viera en cifras concretas la brutalidad del cogoteo.
—Me gusta,
me gusta, Luis, pero siento que falta la parte del goce erótico en esta parte.
—No me venga
na` con esas cosas don Panta, que mi Felipillo y el Naiquel son bien machos.
—No me
refería precisamente a eso, don Luis, le doy una idea: Este es un casino, bien
ordinario, pero casino al fin y al cabo. ¿Qué tal si para que el Naiquel le
entregue una alegría total a su público y se vaya en paz, y para que el
Felipillo tengo cinco flotas de taxis, usted no hace una fiesta partusa con
puras fantasmas famosas del espectáculo de todos los tiempos?
—¿Pero y
quién pagaría tanta plata por acostarse con fantasmas don Panta? No me huevee.
—Pero
enchúfate, plancha de campo, piensa en todos los ancianos súper millonarios de
Talca. Imagínate cuánto pagarían por chiflarse a la Marilyn Monroe.
Y es así
como don Luis hizo que la idea se le ocurriera al Felipillo y que Naiquel, como
era fantasma, se pegara una buena conversada de negocios con las estrellas
féminas muertas, pero siempre vivas del mundo de la música, del cine y de las
otras tantas bellas artes. En cosa de horas el Naiquel tenía a más de cincuenta
fantasmas famosas dispuestas a pasar la mejor noche erótica con los ancianos
súper millonarios talquinos, que a esas alturas (como había escrito don Luis)
se encontraban haciendo los depósitos al lado afuera del casino.
—¡Yo pago
100 millones por tener una cena de amor con la Janis Joplin! –Gritaba un vejete
cara de tortuga, dueño de tres fundos en Curicó.
—Yo soy
chileno de tomo y lomo. –Aullaba un huaso súper millonario de Cauquenes, que
había pagado 300 palos por gozar al fantasma de la finada Desideria.
—Bueno, en
cosas de gusto no hay nada escrito. –Pensaba otro viejo cara de tumba, que
sacaba los millones mientras miraba los catálogos babeando de ansiedad.
—Parece que
la cosa está el descueve, don Pantragruel, puchas la idea buena, con esto tengo
para mil libros más.
—Que no
quiero tantas gracias, Luis, mire que ahora tienes que llevarme a comer algo.
Tengo más hambre que garrapata de peluquín.
Y Pantagruel
y don Luis Gutiérrez se fueron caminando a paso de gigante por los barrios,
tirando la talla, silbando canciones viejas, hasta llegar a los carritos de
completos de la cinco oriente. De esta parte de la historia sólo les puedo
adelantar que fue una de las comilonas más extremas que ha vivido la
gastronomía callejera del Piduco.
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