Presentación de Santa Victoria (Inubicalistas, 2017), de Ricardo Herrera Alarcón
Por Luis Riffo
Por Luis Riffo
Haciendo
uso de información privilegiada (aunque en este caso no rinda rédito económico
alguno, pero sí el regocijo de disponer de ciertas claves para amplificar el
sentido del texto), me propongo en estas pocas líneas señalar algunos aspectos
del texto de Santa
Victoria (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2017)
relacionados con ciertos correlatos que un purista consideraría inapropiados,
como aspectos biográficos del autor y sentimientos encontrados del lector.
En primer
lugar, debo aclarar que estoy aquí en mi calidad de amigo del poeta y en esa
condición me he propuesto la tarea de evitar los epítetos laudatorios respecto
del texto y del poeta. No quiero decir con esto que no los merezcan, sobre todo
el texto, aunque también el autor en alguna medida, pero justamente lo hago por
el afecto que le tengo y más aún en consideración de su radical desconfianza
respecto de las opiniones elogiosas, frente a las cuales siempre ha prevalecido
esa cuota de duda obsesiva que es el síntoma de una escritura que subsiste,
pese a su pasmosa invisibilidad, en los rincones más alejados de este reino del
fin del mundo. Por eso prefiero que el frío bisturí crítico se contamine con la
emocionalidad de un lector sureño para abrir algunos senderos en el paisaje que
Ricardo Herrera reinventa con el nombre de Santa Victoria.
Desprovisto,
entonces, de la apología y del auxilio de los adjetivos, queda entrar sin
ceremonias en los poemas de este libro donde vida y literatura, lectura y
escritura una vez más se encuentran para dar origen a un reducto de anomalías
humanas y paisajísticas.
Las
condiciones de producción, por decirlo así, de estos poemas, podrían ser
consideradas como habituales dentro del campo laboral en el que se desenvuelven
en general los hombres de letras chilenos. Imaginen a un profesor de escuela
rural que debe viajar diariamente desde la capital de la Araucanía hacia un
villorrio donde un puñado de niños campesinos mapuche son domesticados de
acuerdo a unos determinados planes y programas. La sostenedora de esta escuela
es una mujer mapuche evangélica, que le hace la vida imposible al profesor
poeta. Esta es la primera anomalía: la imagen mistraliana, abnegada y bucólica
del maestro de escuela, no tiene cabida en unas condiciones de estrés que
parecen incongruentes con el entorno en el que ocurren.
Llamará la
atención del lector, como me ocurrió a mí, la saña con que arremete el hablante
lírico contra un personaje femenino, religioso y mapuche. Lo que uno se
pregunta es si ese ánimo inflamado contra ella, tan políticamente incorrecto,
es sólo el reflejo autobiográfico de una agonía laboral específica y puntual o
bien supone una toma de posición ideológica. Eso tal vez debiera responderlo el
poeta, pero me arriesgo a pensar que son ambas cosas: el autor quiso plasmar su
fastidio ante esa verdadera “mapuche fascista” y al mismo tiempo deja entrever
con esa especie de oxímoron otra anomalía cultural, que es la colonización
religiosa de los pueblos originarios, una forma sutil de aniquilación que se
superpone a las otras formas de violencia de la que han sido víctimas. En este
caso, la víctima y el victimario coinciden, la mapuche que traiciona sus raíces
y se convierte en un personaje monstruoso, que contamina y transforma con su
naturaleza híbrida incluso las características del paisaje.
Tal vez
una de las más notorias anomalías sea justamente la del paisaje. En su libro anterior,
Ricardo Herrera ya había concentrado su mirada en los lugares de su vida
cotidiana y mediante la escritura comenzó a alterar las coordenadas geográficas
desde el título mismo del texto, Carahue es China. La premeditada confusión se
extiende ahora hacia un espacio aún más perdido en el mapa de la provincia,
Llolletúe, Santa Victoria, pequeñas comunidades de la comuna de Galvarino,
lejos de toda atracción turística, pero probable escenario de reivindicaciones
territoriales. Esta radicalización de un provincianismo, por decirlo así:
revisionista, es un gesto que dialoga con los poetas láricos, los confronta
desde una mirada nueva. Aunque es probable que no esté de acuerdo conmigo,
Ricardo invade los espacios de la poesía lárica con lenguajes que desbaratan
esa respetable tradición. Es el paisaje de Teillier, de Juvencio Valle el que
es intervenido por ese dripping que se anuncia en el título de la primera
parte, ese gesto de chorrear formas escriturales para alterar la placidez de
los lugares comunes de la poesía y del paisaje de provincia. El azar aparente
de las imágenes que se suceden frustra el intento de fijar el escenario, pero
tampoco se deja llevar por los excesos de un mundo onírico.
Yo
llamaría a este ejercicio como larismo surrealista o larismo deconstruido, sólo
para vengarme de esta osadía que pervierte los objetos de la nostalgia, que
priva a las palabras Llolletúe, Cholchol o guardabosques de toda melancolía
utópica para convertirlos en el decorado de una película de David Linch, en una
sucursal del infierno, donde los arcoíris (porque en estos poemas sí está la
palabra arcoíris) pueden desclavarse del cielo y las ovejas son cuidadas por
sabuesos mecánicos. Los poemas de Santa Victoria recogen el lenguaje rural, la
nominación de objetos y animales y los desnaturaliza, los dota de una función
inquietante que se incorpora a ese imaginario escéptico y desesperanzado que se
describe, sin embargo, con abundantes dosis de humor.
Agrego
ahora otro dato biográfico: Ricardo es un lector voraz y tiene siempre una cita
que se ajusta sin esfuerzo ni petulancia a los márgenes precisos de la
conversación. Sus preferencias pueden ser rastreadas en su escritura del mismo
modo que los episodios fundamentales de su vida. Creo que Herrera experimenta
la literatura y la realidad con la misma intensidad. Por eso la experiencia
como profesor en un ambiente de trabajo insoportable es también el desafío de
un poeta intentando dibujar su desazón, su desasosiego, haciendo confluir las
huellas de las grandes tradiciones de la poesía sobre el espacio mínimo de la
provincia que habita. Como en esa “Iglesia de nuestro señor” donde ya no se
reza: “la ocupamos para sacarnos el mal espíritu / el demonio de la literatura
/ esa vieja costumbre de escribir a caballo contra el viento”. Este último
verso en particular, me parece un juego irónico, una alusión humorística, pero
no menos apasionada, que recuerda al manifiesto futurista y su devoción por la
velocidad de los automóviles.
El título
de la segunda parte es “Llolletúe situación irregular”, que es como sentar en
una mesa juntos a Teillier y Lihn sin irse a las manos. Y tal vez por ahí va la
búsqueda o el descubrimiento: la disolución de esas clasificaciones de la
poesía chilena que la han encasillado en dos líneas paralelas: poesía de la
urbe y poesía de los lares. La escritura de Herrera tiene la misma voracidad de
sus lecturas. Poesía situada en un lar desfigurado por imágenes surrealistas,
futuristas, antipoéticas. Pero no es solo la mezcla ni el homenaje ni la cita.
Este poeta carece de inocencia, conoce el terreno en el que se mueve. Pone en
duda sus propios recursos. Donde más claro se ve esto es en el poema llamado
“Personal”, donde el hablante imagina las palabras con que definirán la obra.
“Su libro más personal” dice “hablan así: es su libro más personal / por fin
aparecen animales o bestias en un paisaje manso / ya no quiere sorprender y se
agradece / quiere ser la voz de algo indefinido y también uno se alegra de esa
confusión” y luego dice “ahora niega cualquier imagen, reflejo o semejanza / y
eso nos gusta, sin llegar, por supuesto, a seducirnos / y aunque sabemos, de
buenas fuentes, que este tipo está chiflado, eso / no entorpece, ni empaña el
equilibrio de quien espera del otro lado del trapecio su inyección de morfina /
su libro más personal / mi casa de putas personal, dice Leonora”. Ese
desdoblarse en la voz del crítico, con una lucidez entre amarga y cómica, es
uno de los gestos singulares de la poesía de Ricardo.
Acaso la
escritura en general, pero en particular la de Herrera, puede atraparse
vagamente en ese gesto mínimo que se describe al final del poema “La fuga de
los cisnes”, donde algo que viene del silencio y parece a punto de estallar
termina confirmando una quietud que sin embargo vibra intensamente en el aire
triste de la tarde. Esos versos dicen y con esto termino:
[…]
aquí no te pones a llorar recordando tu más tierna infancia
lo único que puedes:
escribir prosa en las paredes de la cúpula solar
también borrar
en realidad es casi lo único que se permite:
borrar hasta que dejes
un estado anterior a este momento
como alguien que va a decir algo (te va a decir algo, escucha)
aquí no te pones a llorar recordando tu más tierna infancia
lo único que puedes:
escribir prosa en las paredes de la cúpula solar
también borrar
en realidad es casi lo único que se permite:
borrar hasta que dejes
un estado anterior a este momento
como alguien que va a decir algo (te va a decir algo, escucha)
pero finalmente calla y sonríe.
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