SOBRE
MIGRATORIO DE FELIPE MONCADA
Jonnathan Opazo
Me
gusta citar este poema como si se tratara de una sustancia dulce y amarga. Como
un tic que deviene mantra y explica una idea fija. Una idea, en este caso, que
hace estallar una presunta dicotomía: la ciudad como espacio fijo en
contraposición al viaje constante. Reza la maldición de Cavafis: «No hallarás
otra tierra ni otro mar. / La ciudad irá en ti siempre. Volverás / a las mismas
calles. / Y en los mismos suburbios llegará tu vejez». El hablante de La
Ciudad, probablemente uno de los grandes poemas que nos dejó el alejandrino,
nos dice sin remilgos: no hay manera de escapar. No hay despojo posible. «La
vida que aquí perdiste»—prosigue, como si de una gitana maldiciente y fastidiosa
se tratase—, «la has destruido en toda la tierra».
Y
toda la tierra es el reino de los despojados.
En Migratorio el
hablante parece acudir el momento exacto de la caída de Babel. No importan los
siglos ni la sangre. Seguimos perdidos en una confusión de lenguas. El poema
intenta dar cuenta de esa melcocha y se tuerce. Se desdobla. Crea una lengua
dentro de la lengua, en ciertos decires siúticos. En ese registro, se inventa
la ciudad «a medida que se camina” y no sé se es «ni flaneur ni turista; árabes
/ son ahora los suburbios de París, Mapocho / es El Dorado de los limeños». Si
el vagabundaje es una religión, Migratorio es una enumeración
de conversos para los que «es universal la lengua de las monedas / cuando caen
al tarro». En este Pasaje Los Viajeros o Calle A La Deriva, se traza el mapa
del hambre y el poema intenta entender esa nueva cartografía: «Ladrones de
bicicletas, mecheros, cuenteros, domésticos del verano, un hambre que ya no es
hambre; estrechez de la familia en la casa del subsidio, fundar el ser en
las Nike, en vestir de rapero en la plaza, en los pool, una angustia de mp4, de
videoclip en el plasma».
Si
en los poemas de Silvestre se describía una especie de
redención en las quebradas, una purificación bajo cascadas de agua clara, la
enumeración pausada de quillayes, bellotos, cipreses y palmas; en Migratorio hay
un desplazamiento del objeto del poema. El hablante-viaje de Silvestre, para
bien o para mal, regresa a la ciudad. O para decirlo en jerga piducana, nos
muestra un primer plano del momento en que el montañista se baja de la micro
destartalada que lo trae de la cordillera y recibe el primer charchazo del sol
rebotando en el asfalto. La ciudad y sus trotes como un pecado original,
irredimible a estas alturas.
Habría
que desechar —por suerte y ojalá para siempre— el adjetivo «telúrico», moneda
de uso corriente, manoseada como fierro de micro, de los pagos por los que
transita el hablante-nómada de estos poemas. También el larismo y la
melancolía: el viajero no sabe de penurias y el mundo es un camino siempre
abierto. Un collage. Un plato saturado de condimentos y especias. En
«Anacronista», se nos habla de un «Cristo con diodos led que brillará sobre el
ataúd de las perdidas comarcas”, de un «paisaje de China que colgará en un muro
de rancho». Y en «Amuleto», de «Ese gato chino / que agita incesante su brazo /
entre las macetas de la peluquería», «un Buda de plástico / en el centro de un
plato con monedas» y los «peines, tijeras, lociones del mundo unisex /
adquiridos en el mercado ambulante». Todos los objetos que el poema convoca son
pura mercancía producida en el cuarto mundo para los escaparates de esta mala
fotocopia de Occidente.
Revisemos,
por ejemplo, un fragmento de «Haikú fotográfico & carne nacional»:
«Sería
cosa de llevar a sus discípulos / en el arte del retrato / al Hipermercado de
la Carne, con su dibujo / de fileteado de vaca, corte nacional / del que
alguien dijo es una especie de mapa / un país y sus provincias
liliputenses, cada una / con su identidad regional / Huachalomo, Palanca,
Osobuco, cada color / una bandera en el territorio de la carne».
La
superposición del tono solemne de curador de arte con la banalidad del
Hipermercado de la carne, la observación minuciosa del cuerpo bovino como un
«territorio con identidad regional», parece ser una evocación, sin gravedad y a
ratos desternillante, de todos los diagnósticos fatalistas sobre la muerte del
arte y la muerte de todo aquello digno de ser colocado en museos o galerías de
arte para el consumo del esnobismo local.
En
esta bucolía de guarenes, el hablante parece asumir aquello que vaticinara hace
varios años ya el Manifiesto de Marx: todo lo venerable y digno de piadoso
acontecimiento se encuentra despojado de su halo de santidad. Lo mismo Chiloé
que Valparaíso, Talca que Córdoba, lo mismo Santiago —el Santiago que huele a
meado y fritanga— que cualquier otra calle de esta fértil provincia señalada.
La vida que perdieron aquí, nos dice Cavafis a todos los condenados a deambular
por el mundo en busca de migajas, la destruyeron ya en toda la tierra.
Y
toda esa tierra es nuestro reino.
Publicado originalmente en: https://lacitadeunacita.wordpress.com/2018/09/29/bucolia-de-guarenes-sobre-migratorio-de-felipe-moncada/
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