Color
Hormiga, de Chiri Moyano
Por
Ricardo Herrera
Vidas de calas negras
y Amores de aguas podridas son las
dos partes en que Chiri Moyano estructura su nuevo libro titulado Color Hormiga (Inubicalistas, 2018). En
ambas secciones subyace la dificultad de existir. O ella se hace patente desde
el título: que algo se coloque o se ponga color
de hormiga significa que se puso cabrón, difícil de sobrellevar, oscuro,
pedregoso. A través del ascenso y descenso de la hormiga que sube y baja hacia
la luz o las raíces, Moyano intenta contraponer la laboriosidad de estos
insectos con la actitud más bien resignada del hablante, un personaje que ve
transcurrir los días entre amores perros, amigos lejanos, la claustrofobia de
una casa que termina auto inmolándose:
decadencia, caída, pastizal, aguas cenagosas. El poeta se ha cansado de ser un
fingidor y muestra, como decía Huidobro en Sino
y signo, sus vísceras secretas,
como queriendo también olvidarse de todo y que todo lo olvide. Supongo que la
poesía de Moyano es creada, o lo intenta, de manera similar a esos oficios
campesinos que el autor ha investigado, una poesía en ningún caso lejos del rigor intelectual,
pero si despojada de sus mecanismos de artificio, de su retórica inmanente, de
su contexto teorizante. En general sus libros parecen trabajados por el sol y
la paciencia, la contemplación y la experiencia: reflexiones en voz alta donde
está permitida la rabia, el lugar reconocible, la metáfora o la comparación
sencilla. Cristian Moyano recupera también, en algunos tramos de este libro y
en su anterior Todo cocido a leña, algo de esas poéticas que están
íntimamente ligadas al terruño, a la
miseria del campo y al despojo al que lo condena la modernidad.
En
Vidas de calas negras resalta el
tratamiento del paisaje como falta: un lugar sin Dios pero con ángeles caídos, con
mendigos que deben aprender la moral de las palomas, la abstinencia como
decadencia. De la cama al living el
hablante debe andar el abandono, la ausencia de apego a la vida, el deseo de
caer. Pienso que más que un fingidor en el texto, el poeta lo es en un mundo
que no sintoniza con sus preocupaciones, una realidad en abstinencia perpetua,
donde la vida es semejante a un botecito que sube y baja a merced del viento.
Así es el viaje:
Con
poco equipaje
y
una triste historia de vida
en
blanco y negro
que
sube
y baja
como
ese botecito que veo al final del mar
que
gira donde lo lleva el viento
que
sube
y baja.
(“Viaje”)
Entre
la anulación del yo lírico (cámara o visor) y la degradación del mismo (antipoema),
se opta por una tercera vía: desmitificación del hablante, pero sin ironías,
por favor. La poesía de Cristian Moyano tiene toda la seriedad que se le puede
pedir a quien afirma: “Me levanto moribundo/ con las alas caídas/ sin ningún
apego a la vida,/ caigo/ para nunca más levantarme” (“Caigo”).
En
Amores de aguas podridas, segunda
parte del libro, se habla desde aquellas batallas
perdidas por el amor. Acá la
imagen del agua es central y se da en los poemas “Me lanzo río abajo” y
“Nadando”. Este último metaforiza a la
mujer como un faro, como punto de orientación y luz, su cuerpo como ventanas
redondas. “La boca de los siete peces de colores”. La mujer que enciende y
apaga las luces, sinónimo del desvelo ante la página en blanco, la mujer como
un mar de fuego, sal y tormentas.
Por
el contrario, un poema como “Vienes a casa”, describe el encuentro amoroso en
su desnudez, despojado de toda figura retórica. Es la elasticidad que ha ido
ganando la poesía de Moyano libro tras libro. “Vienes a casa” no se sale del
tono general, pero acá la emoción está contenida en la escena descrita: la
visita, la intimidad e intereses compartidos. Es un acierto la simpleza con la
cual el cariño mutuo se expresa en actos comunes: cocinar para el otro,
zurcirle un pantalón: “Vienes a casa/ con la blusa de seda que te regaló tu
madre,/ con los ojos pintados./ Vienes a conversar conmigo/ a tomar vino
conmigo/ a leer y hablar de poesía conmigo/ a dormir conmigo./ Cocino porotos
granados/ charquicán/ cazuela de vacuno/ y tú/ me zurces la basta de un
pantalón regalado/ de ropa americana”. La poesía amorosa de Chiri tiene una
particular fuerza en la descripción de estas escenas cotidianas, que en un
libro suyo anterior, El Olivar, se
expresan de forma más extensa.
Aunque
muchos de los poemas de Color Hormiga
nos dejen a la intemperie, eso no importa. “Un buen poema sobre el fracaso es
un éxito”, decía Larkin. Y esa es una virtud de este libro: ir hacia la
decepción como quien va al abrazo de un amigo.
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